—¿Corto? —repitió Paula, aterrorizada—. ¿Liso? ¿Y negro? ¿Seguro de que es eso lo que Pedro ha dicho?
—Tu amigo ha insistido mucho, cielo —dijo el peluquero—. Y tiene razón. Vas a estar divina.
Paula no quería estar divina. Quería estar femenina y sexy.
—Pero yo quiero tener el pelo rubio —gimió ella—. Y rizado, cayendo sobre los hombros.
—Lo siento, bonita, pero tienes las puntas fatal. No puedo volver a teñirte de rubio. Pero no te preocupes, de morena vas a estar genial —insistió el afeminado peluquero—. Se lleva muchísimo. Mira…—dijo apartándole el pelo de la cara— tienes unos pómulos estupendos y un cuello largo… pero ahí viene Janine. Vamos a consultar con ella para que te quedes tranquila.
Cuando entraron en salón de belleza y Pedro había pedido que le hicieran un arreglo de pies a cabeza, Paula se sintió avergonzada. ¿No había nada en ella que le gustase?
—El señor Alfonso insistió en que fuera corto y negro —confirmó Jazmín—. Dijo que se enfadaría mucho si no era así. Tiene una idea muy clara de lo que espera, pero si quieres llamarlo…
La seguridad de Paula desapareció en ese momento, como desapareció la ilusión de que a Pedro hubiera empezado a gustarle un poco. Aquellas miradas que lanzaba sobre ella mientras comían la pizza no eran de admiración, sino de examen para ver qué tenía que cambiar. Había estado planeando un cambio de imagen, no enamorándose de ella como estúpidamente había creído.
—Hagan lo que ha dicho el señor Alfonso —suspiró por fin.
Y lo hicieron. ¡Durante ocho horas! Tiñeron su pelo de negro, exfoliaron su cara sin piedad, le depilaron las cejas, le hicieron la manicura y pedicura y terminaron con un masaje hidratante en todo el cuerpo. Afortunadamente, también le dieron de comer y de beber o se hubiera muerto por deshidratación. A las cuatro, pudo quitarse el albornoz que había sido su uniforme durante todo el día y volvió a ponerse la falda de lana gris y el jersey rosa que llevaba al entrar. Yanina la llevó a una habitación donde una chica llamada Yanina empezó a maquillarla, explicando cada paso que daba.
—Estoy poniendo una base de maquillaje de un tono parecido al de tu piel — estaba diciendo Yanina. Sobre el maquillaje le puso polvos transparentes y después sombra de ojos de un tono azul intenso, se los delineó en negro y le puso rímel del mismo color—. Te estoy maquillando para noche, pero para el día sugiero una sombra de ojos más clara, que casi no se note.
Lo último que Yanina aplicó fue el colorete y Paula se quedó asombrada al ver cómo levantaba sus pómulos y le daba a su cara un aspecto radiante. La verdad era que estaba guapísima, incluso con el gorro de plástico que le habían puesto para proteger el peinado. Cuando el peluquero se lo quitó para darle el último toque frente al espejo, se quedó sin habla.
—¿No te lo había dicho? Fabulosa, nena. Estás fabulosa.
No podía creer lo que estaba viendo. El elegante pelo corto hacía que su cuello pareciera larguísimo y sus ojos aún más grandes y almendrados. Parecía una modelo.
—Es increíble —murmuró, mirándose al espejo desde todos los ángulos.
—¿Contenta?
—Mucho.
—Me parece que el señor Alfonso también va a estar muy contento con el producto final —dijo el hombre, guiñándole un ojo.
La expresión «producto final» aplastó las pocas esperanzas que le quedaban. Porque, efectivamente, ella era un producto para Pedro. Él sólo quería que hiciera el papel de mujer de negocios competente y segura de sí misma. No estaba interesado en ella como mujer y tenía que convencerse de ello. El «producto final», sin embargo, había restaurado algo de su autoestima. Al menos podría ir a las oficinas de Femme Fatale al día siguiente sintiéndose cómoda con su apariencia.
Pedro no había podido concentrarse en el trabajo y lo único que había conseguido hacer en todo el día fue comprar comida en el supermercado y pedir que la enviaran a su casa. Y allí estaba, esperando a Paula en la puerta del salón de belleza, sintiéndose aprensivo. Le preocupaba la atracción que empezaba a sentir por ella. Le gustaba, fuera cual fuera su aspecto. Le gustaba la persona con la que había compartido una pizza la noche anterior, aquella chica deliciosa que hablaba con naturalidad, contándole anécdotas de los turistas que iban al hotel de Drybed Creek porque les parecía romántico. Se había reído, pensando secretamente que lo único romántico en Drybed Creek era ella. La verdad era que podría ser calva y le seguiría gustando. Que se hubiera cortado el pelo no iba a valer de nada.
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