martes, 27 de junio de 2017

Paternidad Inesperada: Capítulo 24

—Nos pondremos con ello mañana desde primera hora —le aseguró Paula a Juliana Hardwick por enésima vez, y tuvo que hacer un esfuerzo para no darle con la puerta en las narices.

—No tienes por qué preocuparte, Juliana —intervino en ese momento Violeta, siempre oportuna—. Yo misma te acercaré mañana el vestido, a última hora de la tarde. Estarás perfecta el día de la boda.

—A ti no te parece que he perdido demasiado peso, ¿Verdad? —le preguntó la joven, preocupada.

 «Más retraso», se dijo Paula, exasperada, que estaba deseando regresar con Pedro y Olivia. Estaba claro que, de un modo u otro, él se las había arreglado, puesto que no había ido a pedir ayuda, salvo que lo que le impidiera pedirla fuera solo su orgullo. No las tenía todas consigo. Entre tanto, Violeta apaciguaba y halagaba a Juliana, que, finalmente, se dió por satisfecha, les deseó buenas noches y se marchó. Pero, en cuanto se hubo cerrado la puerta, Violeta agarró a Paula del brazo, impidiéndole salir corriendo, como era su intención. Los ojos le brillaban de curiosidad.

—¿Buena actitud? —le preguntó, señalando con la cabeza hacia la vivienda de Paula.

—Se ha ofrecido él a cuidar de Olivia. No tuve que pedírselo.

—¡Estupenda actitud!

 —Me ha dicho que había estado practicando el cambiar pañales —las palabras de Paula rezumaban incredulidad todavía.

—¡Fantástica actitud!

—Y Olivia estaba a punto de ensuciarse cuando los dejé.

Violeta rió de satisfacción.

 —Esto va a ser una prueba definitiva.

Pero a Paula le preocupaba demasiado el resultado para verle la gracia.

—Me tengo que ir —dijo, soltándose de la mano de Violeta—. Mañana a primera hora vendré por el vestido.

—Que no se te olvide la recompensa —le gritó Violeta  mientras se alejaba, y luego se puso a canturrear su melodía favorita, la Marcha nupcial de Mendelssohn.

 Lo cual, para Paula, era mucho anticiparse. Aun suponiendo que Pedro hubiera salido con bien de la prueba de esa noche, no era más que un primer paso en la dirección adecuada. Por mucho que ella deseara darle el aprobado, no podía cegarse ante las consecuencias de una equivocación en ese terreno. Estaba muy nerviosa al poner la mano en el pica porte de la puerta de su apartamento, y se detuvo un momento para serenarse. Le había pedido que confiara en él, y, por el momento, ella debía comportarse como si todo fuera a la perfección. Y, además, convenía que estuviera ahora muy pendiente de él, de su talante. Quizá él tratara de disimular el mal trago que había pasado para quedar bien con ella, pero su verdadera actitud hacia la niña terminaría por emerger, y debía detectarla cuanto antes.

Por fin abrió la puerta, con delicadeza, atenta a cualquier ruido: lloriqueos de Olivia, palabrotas por parte de Pedro, o cualquier otra expresión de sus opiniones acerca de la infancia en general y su actual situación en concreto. Música. No se oía más que música, a un volumen muy razonable. Era una canción de los Beatles. No era exactamente una canción de cuna: habría que haber prescindido de Ringo y de la batería, para empezar, para que pudiera servir de nana. Sí, a Pedro le gustaban mucho los Beatles, pero, ¿Y a Olivia? Se asomó muy cuidadosamente a la puerta, para hacerse una idea de lo que tendría que afrontar. Pedro estaba repantigado en el sillón de bambú más alejado de la ventana, mirando hacia la puerta, pero no podía verla, ya que las enormes páginas del Herald le tapaban la cara. Lo único visible era su pelo. El moisés de Olivia estaba en el suelo, entre el sillón de él y el sofá. No podía ver a la niña, pero, evidentemente, debía de estar dormida, porque no se la oía. Retrocedió silenciosamente hacia la cocina y comprobó que, en efecto,  la había dejado recogida, como dijo. Una oleada de tranquilidad la invadió. La relajada postura de Pedro, el silencio de la niña, el que le hubiera dado tiempo de hacer todas las tareas, la palpable evidencia de control por su parte… No tenía motivo alguno para seguir preocupada. E, inmediatamente, lo que sintió fue sorpresa y una gran curiosidad. Desde luego, la confianza mostrada por él en su propia capacidad estaba más que justificada, pero ahora ardía en deseos de saber cómo se las había arreglado. Entró andando muy despacito, y, al acercarse al moisés y descubrir que estaba vacío, se detuvo, alarmada.

—¿Qué has hecho con Olivia? —exclamó, sin poderlo remediar, y en un tono sobresaltado.

Al instante, el Herald se dobló por la mitad, dejando ver el rostro sonriente de Pedro.

—Qué bien —dijo él, con sorpresa y agrado—. Ya estás de vuelta. ¿Qué tal ha ido todo?

—Pedro, ¿dónde está Olivia? —repitió ella, conteniéndose para no saltar sobre él y obligarlo a confesar…

—Aquí mismo —contestó Pedro, tan feliz, y doblando la totalidad del periódico sobre sus rodillas, para que ella pudiera ver—. Mírala, como un perrito —dijo, sonriendo al bebé, que dormía agarrado con ambos puñitos a su camisa, sin más apoyo, como no pudo evitar observar su madre.

—¿Un perrito? —repitió Paula, atontada por la brusca sustitución de la alarma por alivio.

—Ya sabes cómo se cuelgan los cachorritos de su madre, se le pegan como garrapatas. Y, si ella se marcha, se agarran unos a otros, forman una pelota —le explicó, muy contento—. Deben de buscar el calorcito, o quizá el latido del corazón de otro.

—Ah, sí —dijo ella, exhausta por el combate que tenía que librar consigo misma para no precipitarse sobre Pedro y arrancar a Olivia de su pecho.

 Tenía que repetirse una y otra vez que sin duda los brazos de él pararían a la niña, si ella fuera a caerse. Y que, además, él estaba recostado hacia atrás, lo que aún hacía más difícil que el bebé rodara hasta el suelo. Por otra parte, Pedro adoraba los perros, por lo que no era nada malo, sino todo lo contrario, que comparase a Olivia con un cachorrito. En realidad, era una excelente señal. Señal de que se estaba encariñando.

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