Cuando entraron en el departamento, Pedro la tomó en sus brazos y la besó como si quisiera devorarla. Sus besos eran seductores, sensuales y húmedos. Paula se apretaba contra él, deseando más.
—Tienes cinco minutos —dijo él con voz ronca, apartándose.
—¿Para qué?
—Para hacer lo que quieras mientras yo lleno la bañera. Puedes ponerte algo más cómodo si quieres.
—Pero creí que íbamos a bañarnos juntos…
—Y así es.
—Entonces, ¿Para qué voy a vestirme?
Pedro levantó las cejas.
—¿No quieres ponerte algo sexy?
—No tengo nada sexy que ponerme.
—Cariño, el pijama de satén que llevabas ayer es muy sexy. Y es un crimen ponérselo delante de un hombre, sobre todo con tus pezones.
—No me había dado cuenta —murmuró ella.
—También puedes pasear desnuda delante de mí.
—¿Desnuda? ¡Oh, no! No podría hacer eso. Pedro la miró, sonriendo. Sabía que la tendría paseando desnuda frente a él antes de que terminara la noche. —Eres un hombre perverso, ¿lo sabías?
—No deberías haberme contado el secreto para tu cooperación —sonrió él, besándola de tal forma que Paula se habría desnudado allí mismo si él se lo hubiera pedido. Pero, unos segundos después, Pedro la soltó, le dio la vuelta y la golpeó cariñosamente en el trasero—. Y ahora sé una buena chica y ve a tu habitación.
Los retrasos no eran buenos, pensaba Paula, daban tiempo para pensar, para enfriarse, para preocuparse. Los nervios la enviaron corriendo al baño y después se desnudó, se lavó los dientes y se puso el pijama. Se estaba retocando los labios frente al espejo cuando vió a Pedro en el pasillo. Llevaba una bata verde oscuro de seda y parecía no llevar nada debajo. Estaba muy excitado.
—Me encanta ese color de labios —dijo él con voz ronca—. Ponte los pendientes que llevabas esta mañana.
—¿Pendientes? —repitió ella—. ¿Con el pijama?
—No llevarás el pijama durante mucho rato.
Paula tragó saliva, pero hizo lo que él le pedía. Por supuesto. Hizo todo lo que él le pidió aquella noche. Y fue una experiencia inolvidable. Mucho tiempo después, cuando estaba a punto de amanecer, apoyó la cabeza sobre el pecho del hombre y escuchó los latidos de su corazón. Pedro estaba exhausto. Y ella también. Era lógico. Habían hecho el amor tantas veces y de tantas formas diferentes que había perdido la cuenta. No había sido sólo él. Ella era insaciable. Lo que le faltaba en experiencia lo compensaba con su deseo de aprender y darle placer. No había sido sólo deseo lo que inspiraba sus manos y sus labios, sino amor. Disfrutaba al pensar que estaba haciendo el amor con el hombre al que amaba, no que estaba tumbada dejando que aquel hombre hiciera lo que quisiera con ella solo por sexo. Había sido una jornada profundamente emocional que recordaría durante toda su vida. Y, por supuesto, no podía dormir. Su corazón y su cabeza estaban demasiado revueltos. Que difícil había sido no expresar sinceramente sus sentimientos cuando él le había hecho el amor por última vez. Casi había creído que la amaba cuando él la había penetrado suavemente, mirándola a los ojos, sin dejar de moverse hasta que llegó al clímax de una forma increíble. Ella también lo había hecho. Varias veces. No sabía que una mujer podía llegar al orgasmo tantas veces durante una noche. Pero así era. Él había saltado de la cama entonces para ir al cuarto de baño, advirtiéndola que era la última vez. Estaba agotado. Si aun no estaba satisfecha, le había dicho, tendría que esperar hasta por la mañana. Había sonreído, despreocupada. Tenían todo el fin de semana. Pedro se había quedado dormido y ella casi lo prefería. Podía decirle que lo amaba mientras dormía. Podía tocarlo y besarlo y pensar que era suyo para siempre. Se sorprendió al sentir que sus ojos se llenaban de lágrimas.
—Oh, Pedro—murmuró, apretando los labios sobre su pecho—. Te quiero tanto. Si tú me quisieras…
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