domingo, 18 de junio de 2017

Paternidad Inesperada: Capítulo 5

—Verás, Pepe —le decía Nadia, mirándolo especulativamente—, tengo algunas amigas a las que quizá te gustaría conocer.

El viejo truco casamentero. Pedro sonrió, y fue una sonrisa espontánea. Su corazón se había animado con los propósitos que se acababa de hacer.

—En realidad, Nadia, voy a reunirme con una mujer en la que estoy muy interesado. Si Rodri y tú me disculpan… Es delicioso verlos tan felices, y espero que su primogénito se  críe perfectamente. Seguro que va a ser un muchacho excelente. Todo placer y buenos deseos.

Terminada su actuación, se le permitió retirarse entre sonrisas y simpatía. Lo cierto era que él mismo se sentía lleno de benevolencia hacia Rodrigo y Nadia. Incluso hacia el bebé. Los tres le habían hecho un gran favor. De no haber sido por ellos, no habría acudido a aquel lugar, ni se hubiera encontrado con Paula, ni hubiese podido sumar dos y dos, para llegar a una conclusión. Solo que, en esa ocasión, dos y dos sumaban tres. Estaba decidido a que contaran con él y lo incluyesen en la suma.

Hacía diez minutos que se había acabado la hora de visitas. Aun así, Paula examinó recelosamente el pasillo para asegurarse de que estaba vacío antes de salir del ascensor. No había más que quince metros hasta su habitación, que recorrió tan rápidamente como le fue posible sin llegar a correr. Oír la alegre voz de Violeta, que estaba todavía charlando, confirmaba que todo estaba en orden. Nadie exclamó su nombre, ni al pasar frente a las puertas de las habitaciones apareció de repente Pedro. Por fin,  alcanzó la suya, y con una arrolladora sensación de haber llegado a puerto y sentirse a salvo, entró a toda velocidad, cerrando la puerta tras de sí, al abrigo de las miradas de cualquier curioso.

—Ya estás aquí —le dijo Violeta, con satisfacción—. Estaba a punto de mandar una expedición en tu busca.

—Lo siento —le dijo Paula a su amiga, volviéndose con una sonrisa hacia ella.

 De repente, el mundo vaciló bajo sus pies, al tropezar su mirada con Pedro sosteniendo en brazos al bebé. Al sentirse alarmantemente débil, buscó instintivamente sujeción y retrocedió hasta la puerta.

—¿Te encuentras bien? —preguntó ansiosa Violeta.

—¡Ven, ven, deprisa! —pidió Pedro.

Paula veía doble de repente: había dos Pedros que depositaban sendos bebés en los brazos de otras tantas Violetas. Aquello le resultaba demasiado difícil, que cerró los ojos, terriblemente mareada. Unos brazos firmes la rodearon, sosteniéndola, levantándola, llevándola hasta la cama. Luego, sintió que le reclinaban la cabeza mientras le decían:

—Respira hondo, Paula. Violeta, pon al crío en su moisés y tráele un vaso de agua.

«El crío». Paula sintió que un ansia asesina se apoderaba de su confusa mente cuando oyó que hacían de menos al bebé que había estado llevando en su interior durante nueve largos y solitarios meses. De haber tenido fuerzas, le habría echado a Pedro los brazos al cuello para estrangularlo. ¿Cómo se atrevía a presentarse allí, después de todo lo que había dicho, y a sostener en brazos al hijo que no deseaba, intentando aparentar que no tenía importancia? Había dicho «el crío». No había dicho el bebé. No había dicho nuestra hija. Con aquello  tenía suficiente. Seguramente, él ni siquiera se había interesado por el sexo de la criatura: no tenía importancia.

 El corazón de Paula latió con fuerza, despejándole la cabeza con tanta rapidez que no le hizo falta el vaso de agua que Violeta le había puesto en la mano. Tentada estuvo de echárselo a Pedro por la cara. Para que se le aclararan a él, a su vez, las ideas, y se le pasara el estúpido impulso que debía de haberlo llevado a esa habitación. Porque era evidente que, si ella no estaba en plena posesión de sus facultades visuales, él tampoco lo estaba de las mentales. Pero sabía lo que le había pasado. Había acabado por deducir lo que ella hacía en una maternidad y tenía un ataque de culpabilidad.

—Necesitas que te cuiden, Paula —dijo Pedro con brusquedad—. Y yo soy el hombre apropiado. Ahora, bébete el agua.

Dió un sorbo, únicamente para aclararse la garganta. Y después le manifestó su enojo:

—No me digas lo que debo hacer, Pedro Alfonso. No tienes derecho.

Pedro la miró con decisión.

—En esta situación yo también he tenido parte, y…

—No la has tenido —le interrumpió, con mayor decisión aún—. Tú dejaste en mis manos la cuestión de los anticonceptivos. El error es mío.

—Siempre puede haber accidentes —dijo ásperamente.

—Muy bien, pero éste no es responsabilidad tuya, sino mía.

—¡Claro! Y te las has apañado muy bien sola; tanto que casi te desmayas al verme.

—Ha sido un shock. Verte con un bebé en los brazos ha sido más de lo que mi cerebro podía aceptar.

—Entonces será mejor que te vayas acostumbrando, Paula, porque este crío también es mío.

A Paula le crujieron los dientes.

—Ella no es un crío.

—Tienes razón. Ha actuado sobre tí como una sustancia de esas que trastornan el cerebro.

—¡Ajá! Ahora ya es más fácil reconocerte, Pedro.

—Solo estaba haciéndote ver hasta qué punto estás errada —dijo él, con sus ojos verdes relampagueantes—. Al negarme el derecho a saber que yo era padre de un niño, y a tomar mis propias decisiones. Al negarme cualquier ocasión de estar contigo durante lo que, evidentemente, han sido tiempos difíciles. Ni siquiera los asesinos son condenados antes de haber tenido un juicio justo.

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