Pedro coincidió con otro vehículo, que dejaba un espacio libre en el estacionamiento, así que tuvo la suerte de no tener que perder tiempo buscando estacionamiento y de encontrarlo muy cerca del hospital. El reloj marcaba las siete y cuarto: tenía tiempo de sobra para llegar, comportarse como se esperaba de él, y marcharse después con la excusa de dejar a solas a Rodrigo y su esposa, para que hablasen de sus cosas. Tomó la botella de champán, empaquetada para regalo, del asiento del copiloto, felicitándose por su sutileza. Seguro que las demás visitas llevarían regalos para el bebé. En cambio, esa botella de importación les daría a los padres, que de tan pocas alegrías iban a disponer a partir de entonces, la ocasión de disfrutar de algunos momentos agradables. Aunque había empezado el otoño, el veranillo de San Martín hacía que diera gusto pasear y pensó, mientras entraba en el hospital y se dirigía a recepción, que aquella era una forma de desperdiciar una tarde estupenda. Tras informarse, tomó el ascensor, disponiéndose mentalmente para sostener una conversación sobre el bebé durante al menos veinte minutos. Se abrieron las puertas del ascensor. Dió un paso para salir y, al hacerlo, le llamó la atención la persona que iba a entrar. Dió un paso más y se volvió a mirarla directamente. Tuvo la sensación de que perdía pie y caía por el hueco del ascensor, en lugar de encontrarse con ambos pies sólidamente plantados en el pasillo del hospital.
—¿Paula? —el nombre le explotó en la garganta.
Aunque llevaba el pelo corto, no podía olvidar aquellos ojos que lo miraban ni el rostro de la mujer, por el que cruzó un tropel de expresiones: primero de reconocimiento, y luego, rápidamente, se reflejaron en él el aturdimiento, la incredulidad, el temor, el enojo. Entonces Paula se precipitó dentro del ascensor, clavó un dedo en el panel de control, y fue a refugiarse en un rincón. Le dirigió una mirada de claro rechazo hasta que se cerraron las puertas del ascensor. Y aquel mensaje le llegó a Pedro con claridad: ella no quería saber nada de él. Reprimió el impulso de perseguirla, de hablarle y hacerse escuchar. Era inútil. Ella había tomado la decisión de hacerlo desaparecer de su vida, y eso no había cambiado. Ni iba a cambiar. De nuevo acababa de rechazarlo. Se obligó a alejarse y buscar el número de la habitación que iba a visitar. Estaba allí para agasajar a un amigo, y no importaba que no estuviera de humor para ello: tenía que olvidarse de Paula. ¿Pero por qué se había reflejado el temor en sus ojos? Él nunca le había dado motivos para que lo temiera. ¿Y por qué el enojo? Paula tenía que darse cuenta de que ese encuentro era puramente accidental. ¡Maldita sea! ¿Qué era lo que había hecho mal?
Pedro… Era como si aquel nombre cayera inacabablemente en la mente de Paula, originando olas de dolor que parecían extenderse a su cuerpo, debilitándola. Cuando las puertas del ascensor se volvieron a abrir, ella tuvo que hacer un esfuerzo para separarse de la pared del fondo contra la que estaba apoyada. Tenía las piernas temblorosas y el estómago contraído. Consiguió llegar al cuarto de baño de señoras de la planta baja y refugiarse en un compartimiento vacío. Cuando hubo echado el pestillo a la puerta, se dejó caer con alivio en el inodoro, sintiéndose allí a salvo y oculta hasta que consiguiera reaccionar. Las lágrimas se acumulaban en sus ojos. Encorvada, ocultó el rostro entre las manos, angustiada por el duro golpe que el destino la acababa de deparar, al hacerla encontrarse con Pedro en semejante momento y en semejante lugar. No era justo. Era terriblemente injusto. Había pasado los últimos ocho meses intentando olvidarlo y obligándose a aceptar que junto a él no tendría un futuro felíz. Volverlo a ver reabría la herida que tanto trabajo le había costado empezar a cerrar. Durante el instante de un latido, pensó que él lo sabía. Pero eso no era posible. Y así era en realidad: su expresión de sorpresa mostraba que no pensaba encontrarse con ella en ese lugar. Su voz había despertado recuerdos en Paula que más valía que siguieran enterrados. Recuerdos del deseo de Pedro, de él haciéndole el amor con una pasión tan intensa que era como si ambos se fundieran en uno solo. Habían coincidido en tantas cosas… Eran la pareja perfecta, de no existir más que ellos dos.
Paula entonces no lo sabía, no se daba cuenta de que en aquel idilio había agazapado un irremediable conflicto, esperando para explotarle en la cara precisamente cuando más enamorada y segura estaba de que todo iría bien. La tristeza y el espanto que había sentido la noche de la ruptura la asaltaron de nuevo. Lo había perdido irrevocablemente. Sus caminos se habían separado tanto, que no quedaba terreno común. Un encuentro impredecible e imprevisto como el de esa tarde era un atisbo cruel de lo que podía haber sido si la actitud de Pedro hacia el tener hijos hubiese sido diferente. Tenía demasiado presente en su memoria la actitud de su propio padre como para poder contemplar siquiera el infligir a ningún niño esa sensación de no ser deseado, y muchos menos a un hijo suyo. Cada vez que sus padres discutían, salía la cuestión del embarazo no deseado. De ella era la culpa de que su padre no hubiese continuado con su carrera, de que la juventud de su madre se hubiera terminado de golpe, sin poder ya disfrutar de la vida. La lista de rencores era inacabable. Con Pedro habría sido igual. Las razones tal vez hubieran sido diferentes, pero no los sentimientos. De eso no le había dejado ninguna duda. Apretó los ojos con fuerza, reprimiendo aquellas inútiles lágrimas, mientras deseaba ser capaz de borrar la imagen y el recuerdo de Pedro, tan firmemente estampados en su memoria. Él continuaba desprendiendo aquella fuerza viril que la atrajo hacia él desde el primer momento. En el breve instante que duró el encuentro y, antes de que escapase en el ascensor, los rasgos de Jack habían vuelto a quedar impresos en su mente: el pequeño lunar junto al mentón, pequeña y tentadora irregularidad de su piel suavemente bronceada, el cabello, de distintos tonos de color caramelo, que ya iba necesitando de un buen corte, y la mirada directa de aquellos ojos verdes.
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