martes, 20 de junio de 2017

Paternidad Inesperada: Capítulo 9

No había sentido nunca la urgencia de ser madre, pero siempre le había parecido que era algo que sucedería naturalmente en algún momento de su vida. Sin la posibilidad de ser madre, se habría sentido frustrada. Tal vez fuera una respuesta subconsciente a su infancia como niña no deseada, pero, en cuanto supo que estaba embarazada, su instinto de protección se disparó. Aunque no hubiera sido buscado, ese bebé sí que iba ser deseado, querido y cuidado. A pesar de todas sus frustraciones como hija, como diseñadora, incluso en la elección del hombre con el que compartir su vida, no pensaba fracasar como madre. Estaba resuelta a hacerlo mejor que nadie.

—Si el dinero no es ningún problema para ese Pedro tuyo, debe de ser que tiene un buen trabajo —dejó caer Macarena, a la que, evidentemente, le interesaban mucho los aspectos económicos.

—Tiene un negocio propio, que le va bien —explicó Paula.

—¿Y qué hace? —saltó Karen.

Con un suspiro,  cedió a la curiosidad de ambas.

—Restaura antigüedades. Y también hace algunas piezas de encargo. Es un artesano excelente.

Un perfeccionista añadió para sí. Igual que ella con sus trajes. A los dos les gustaba mucho hacer cosas bellas, y entendían perfectamente la pasión del otro. Era una de las cosas que habían hecho tan fuerte y tan placentera su relación. Le habría gustado poder creer inmediatamente en la conversión de Pedro. Estaba dispuesta a arriesgarse y darle una oportunidad. Es decir, si perseveraba claro. Las rosas eran un recuerdo de la sensualidad de Pedro, y  no pudo evitar evocar con desasosiego la maravillosa intimidad que habían compartido. Ahí violeta tenía razón. Por las noches era cuando se sentía la soledad.

—Dale tiempo para que se haga a la idea de que es padre —recomendó Karen—. ¿Se le parece Olivia?

—No especialmente.

Y miró a su hija. Tenía el pelo rubio. Aunque el de Pedro era ahora castaño, se veía que debía de haber sido rubio de pequeño. Ella, según su madre, había nacido con la cabeza llena de pelo negro, así que, Olivia no había salido a ella en eso. Pero estaba segura de que Pedro no había prestado la menor atención a los rasgos de la niña. No era más que «la cría» para él.

—Bueno, se le parezca o no, los bebés acaban por engatusar a sus papás — declaró Macarena, que no debía de ser capaz de imaginarse ninguna otra posibilidad—. No te pediría que te casaras con él si no quisiera a la niña.

Desde luego, a propuesta de matrimonio había sido una verdadera sorpresa. Paula se lo explicaba como una respuesta condicionada socialmente a la situación. Movido por la culpa, Pedro quería ahora «reparar» su falta, pero en cuanto pasara cierto tiempo y recapacitase, se arrepentiría de ese impulso.

—No creo que eso dure —contestó Paula, mirando a las valedoras de Pedro con intención de hacerlas callar.

—Bueno —dijo Macarena, que tenía que tener la última palabra—, si él está en buena situación, siempre puedes pagar a una niñera, para que no sea tan pesado criar al bebé.

Cómo no. Una niñera. Eso sería sin duda la solución ideal para Pedro. No tendría así que «sufrir» a Olivia. Pero ya se encargaría ella de dejarle claro que era sencillamente imposible separarla de su hija para reconstruir una relación de pareja en la que el uno estaba dedicado en exclusiva al otro. Olivia tenía hipo, así que  la incorporó y le pasó suavemente la mano por la espalda, para que echara el aire. Ninguna niñera podía ocuparse de su hija como ella lo hacía. Y más le valía a Pedro que se diera cuenta cuanto antes de cómo veía ella la maternidad, y, de paso, la paternidad, si de verdad pretendía casarse. Era un lote familiar, o no había trato. Si él  se presentaba ese día… bueno, echó un vistazo a las rosas, y rectificó: cuando llegara, había que aclarar un par de cosas con él. Y más valía que se presentara porque esa tarde Violeta iría a recogerlas para llevarlas a casa. Olivia eructó y empezó a darle con la naricilla en el hombro, buscando más leche. Su madre se la acercó al otro pecho, y volvió a recostarse, contenta, dejando que la pequeña se hartara. Si Pedro creía que podía aparecer de repente y hacerse con los mandos de las vidas de ambas, por las buenas, estaba muy equivocado.

Dos horas más tarde aparecía Pedro por la habitación, irradiando energía y positividad, y con más regalos. A Paula se le aceleró el pulso al verlo. Siempre la había excitado. Muy a su pesar, descubrió que habría preferido que la encontrara maquillada y con un camisón más atractivo que con la cómoda prenda de algodón que llevaba puesta, y que no tenía más cualidad que el abrirse fácilmente para dar de mamar. Una preferencia estúpida, en tales circunstancias.

—He ganado al carrito de los almuerzos —anunció Pedro, con una sonrisa triunfal, mientras depositaba los paquetes que llevaba en la bandeja y empezaba a desenvolverlos. Te traigo un batido de chocolate de McDonald’s, ese pastel de carne que tanto te gusta, el de pollo con beicon, que lleva pistachos, una ensalada César, y fresas con nata de postre.

Paula se lo quedó mirando un buen rato, asombrada, no solo de que él se acordara perfectamente de las cosas que más le gustaban sino de que hubiera recorrido varias pastelerías y supermercados para hacerse con todas.

—En el hospital nos dan de comer —le dijo, tratando de resistirse a todos esos caprichos.

—Pero lo que te conviene es cosas que te tienten, y no la comida de hospital —insistió él—. Y ninguna de estas cosas le puede hacer daño al bebé. Lo he preguntado. Así que puedes comer tranquila.

Y lo dijo con tanta autoridad y tan buen humor, con un brillo tal de gusto por la vida en sus ojos verdes, que Paula comprendió que, por muy injusto que fuera, él conservaba íntegro su poder sobre ella. Era imprescindible mantener la cabeza fría y el corazón bajo vigilancia.

—¿Que has preguntado si estas cosas podrían hacerle daño? —preguntó, incrédula.

—Para que no tengas excusa para no comer, Paula. Estás demasiado delgada, tienes cara de agotada, y no creo que sea nada bueno que estés así. Necesitas estar bien para cuidar de un recién nacido.

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