—No… así está distinto, pero te pega mucho —añadió con viveza.
—Sé que te gustaba largo, pero me estorbaba durante las pruebas; se me venía hacia delante, cuando me inclinaba… —se dió cuenta de que le estaba explicando algo sin importancia, por puro nerviosismo.
—No importa —su mirada decía que Paula le encantaba de cualquier forma —y el estómago de ella sufrió una sacudida.
—Tú también estás estupendo, Pedro.
El tomó aliento con fuerza.
—¿Puedo entrar, Pau?
—¡Oh! —exclamó ella, soltando de pronto todo el aliento que, sin saberlo, había estado conteniendo.
Se sentía tan desasosegada como una quinceañera en su primera cita: deseosa de que todo saliera a la perfección, y asustada de estropearlo, de llegar demasiado lejos, de quedarse corta. Aquello era absurdo. Pero si ya habían tenido una hija. Y, sin embargo, el recuerdo de pasadas intimidades solo, servía para agravar las cosas. Se estaba jugando tanto…
—No voy a saltar sobre tí, Pau. Sé que necesitas tiempo —dijo él suavemente. Ello comprendía.
El alivio y la alegría se extendieron por el interior de Paula y finalmente se reflejaron en una sonrisa brillante.
—Cómo me alegro de que hayas venido, Pedro —Paula hablaba deprisa; se echó a un lado para dejarlo pasar—. Siento lo de anoche: haberte echado así, tan, tan…
—No pasa nada. Debiste de sentirte muy agobiada, con el bebé, conmigo, en fin, que se te vino el mundo encima.
—Sí, algo así fue. Yo no sabía qué pensar.
—Ya lo arreglaremos, Pau—le dijo, mirándola directamente, ofreciéndole en serio su intención de llegar a ponerse de acuerdo con ella.
Por su parte, Paula sintió que el corazón se le henchía de esperanza, y el amor que una vez compartieran volvía a brotar. Quería echarse en sus brazos, abrazarlo, besarlo, hacer el amor con él con salvaje abandono; volver a disfrutar sin inhibiciones de la alegría de estar juntos, de saber que él era su hombre y ella su mujer. Sin embargo, se obligó a ser sensata. Entraron y cerró la puerta.
—Eso me gustaría, Pedro—le dijo con abrumadora sinceridad.
El aire entre ellos se había cargado repentinamente de esperanzas, sueños y deseos. Pedro le tomó las manos con suavidad, y preguntó:
—Bueno, ¿Qué tal está la cría?
«La cría». Aquello disipó de la mente de Paula la cálida neblina que la invadía, pero esta vez no se ofendió. Pedro tenía buena intención y estaba poniendo de su parte.
—Estupendamente —dijo sonriendo—. Le encanta el baño; tendrías que haberla visto, Pedro. Estaba tan…
Paula se calló de pronto, al darse cuenta de que estaba parloteando como la típica madre que no sabe hablar de otra cosa más que de las más nimias actividades de su bebé. Esa era una de las cosas que Jack había criticado de ser padres.
—Continúa —le dijo Pedro.
Paula tragó saliva. Se le había quedado la mente en blanco y no se le ocurría nada que decir.
—Vas a pensar que estoy atontada —dijo, con un suspiro.
—Pau, quiero compartirlo todo contigo: no me rechaces —la tierna angustia que había en su voz y en su mirada le llegó a ella al corazón.
—Pero tú dijiste…
—Olvídalo, por favor.
Paula sacudió la cabeza, incapaz de esconder bajo la alfombra la discusión que los había separado, y pretender que nada había sucedido.
—No te quiero aburrir, Pedro.
—No lo harás —respondió dando un paso hacia ella y buscando con las manos sus hombros para persuadirla—. Contemplar tu rostro lleno de alegría y tu mirada iluminada no me podría aburrir jamás. Deseo saber lo que hay detrás de ese sentimiento, y que me salpique a mí también, sentir esa alegría — suspiró con fuerza antes de añadir—: por favor, no te escondas de mí.
El pecho de Paula estaba tenso como la piel de un tambor, mientras que su corazón interpretaba en él toda una escala de percusiones. El deseo reflejado en los ojos de él la confundía, pero, al fin, consiguió dominarse y recordar qué había dado pie a que pedro se expresara tan apasionadamente.
—¿Quieres decir que deseas que te cuente lo del baño de Olivia?
—Sí. Cualquier cosa. Todo —respondió con vehemencia.
Paula dejó escapar una risa nerviosa mientras su confusión aumentaba. Todavía dudaba.
—Pero si en realidad no es nada.
Pedro le levantó la barbilla suavemente con un dedo, hasta hacer que sus miradas coincidieran.
—Pau, me hacías pasar ratos estupendos contándome lo que habías hecho. Déjame disfrutar de nuevo escuchándote.
Paula intentó relajarse, responder, pero se encontraba en un estado de ánimo distinto, y la anécdota habría sonado falsa y forzada.
—Perdóname, Pedro, pero ya no me apetece.
—Entonces te traeré una bebida —dijo, y se dirigió a la cocina, sin dejar de hablar, intentando que Paula volviera a sentirse a gusto con él, como solía—. Solías tomar jerez. ¿Puedes tomar una copita, o preparo dos tazas de té? ¿Qué prefieres?
—Un poquito de jerez no me hará daño. Hay una botella en el armario, al lado del frigorífico.
—Muy bien, marchando.
Paula se sentó en la silla que había al otro lado de la encimera, dejando a Pedro que encontrara las cosas por sí mismo. También ella necesitaba tiempo para decidir cómo continuar. Y no era fácil pensar, cuando lo que le apetecía era sencillamente quedarse mirándolo, que, moviéndose con soltura por la cocina, preparando las bebidas, era una alegría para la vista. Parecía que se encontrase en su casa. La única nota que hacía nueva la situación era el bebé, quien convertía esa tarde en una especie de examen.
Siempre me quedo con ganas de leer más!!
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