Y la mente de Paula, barrida por el deseo, sintió una sacudida de pasión al oírlo, pero, luego, lenta e inexorablemente, la conclusión lógica de lo que le decía Pedro se abrió paso en su cerebro. No habría permitido a Olivia interponerse entre los dos. Y, aunque ahora quisiera obligarse a sí mismo a tolerarla, sin duda sentiría resentimiento al hacerlo. Y qué fácil era olvidarse de que existía, mientras se pasaba el día dormida y no molestaba en absoluto. Pero eso no duraría.
—Olivia—dijo en un susurro. La voz le salió ahogada, al darse cuenta de que también ella había dejado de pensar en la niña.
—No le va a pasar nada en dos minutos.
—No —dijo Paula, empezando a buscar el cierre de su cinturón de seguridad, apartándose bruscamente del peligroso contacto de él—. No quiero hablar ahora de estas cosas, Pedro. Quiero meter el equipaje y volver a instalarme cuanto antes en mi casa.
—Pero yo no te estaba culpando por haber tomado esa decisión —repuso él, suavemente—; simplemente, me lamentaba por el tiempo perdido de estar juntos. Y no me gustaría que siguiéramos perdiéndolo.
—¡Muy bien! Pues vamos a movernos.
Paula abrió la puerta del coche y saltó, sin dejarse entretener más. Al tocar el suelo, sintió que las piernas se le doblaban y tuvo que agarrarse a la puerta. Por si fuera poco el desgaste físico de dar a luz, ahora tenía que ocuparse de reajustar toda su vida emocional. Se dijo que debía mantenerlo a una distancia prudencial hasta que estuviera segura de cómo le iba a afectar la convivencia con un bebé. No deseaba verse desgarrada entre dos amores en conflicto. Si ahora cedía a los sentimientos que despertaba en ella, más adelante todo sería mucho más penoso, si finalmente tenía que renunciar a él por Olivia.
—¿Estás bien? —le preguntó él, preocupado al verla así.
—Sí —le contestó, agradeciendo que él probablemente lo atribuiría todo a debilidad física, y no a su vulnerabilidad ante él.
Tomó su bolso y cerró la puerta del coche. Se recostó contra ella, tratando de reunir sus fuerzas, mientras él bajaba por su lado y, para su alivio, en lugar de seguir presionándola, empezó a ocuparse de Olivia. Con el moisés de la niña en una mano y la maleta en la otra, la siguió hacia la entrada del apartamento que ésta tenía en la casa de Violeta. Reanimada, ella consiguió andar con seguridad hasta la casa, agradeciendo que su amiga hubiera dejado todas las luces encendidas, sin duda como gesto de bienvenida. Abrió la puerta, y se apartó, para dejar pasar a Pedro, en su papel de porteador. Era consciente del riesgo que suponía dejarlo entrar en casa, pero no se sentía con fuerzas para negarse. No podía tratarlo con tal descortesía, y, a cambio, estaba segura de que él respetaría su deseo de quedarse a solas con Olivia. Lo único que tenía que hacer era mostrar firmeza, por persuasivo que él resultara.
—¿Derechos al dormitorio? —preguntó él, señalando con la barbilla a la niña.
—Sí, muy bien —le contestó Paula, sin poder evitar ruborizarse al pensar en las muchas veces que habían compartido dormitorio.
Era evidente que, al entrar esa mañana en el piso para dejar la compra, Pedro se había familiarizado con la disposición de las habitaciones. Sin tener que decirle nada, recorrió con los bultos el vestíbulo y el corredor, pasando de largo ante las puertas del bailo y de la cocina, y encendiendo la luz del dormitorio al llegar a él. Para Paula era mucho mejor no verse obligada a acompañarlo. Por su parte, entró en la pequeña cocina y puso agua a calentar. Después de todas las atenciones que había tenido con ella Pedro ese día, era imposible despedirlo sin ofrecerle al menos una taza de té. Mientras esperaba a que hirviera el agua, trató de tranquilizarse, de recuperar la sensación de independencia que el apartamento le daba. Comparado con la casa de él, era diminuto, pero lo había organizado de forma que podía moverse con comodidad.
El cuarto de estar estaba dividido en tres zonas. Una, junto a la ventana, ocupada por un tersillo de bambú, con la correspondiente mesita de café. A continuación, estaba su máquina de coser y, detrás de ella, en la pared, un enorme panel de corcho, en el que estaban colgados todos los útiles de su oficio, los hilos, las tijeras, la cinta métrica. En el otro extremo de la habitación, estaban la televisión y la cadena de música. La tapicería llenaba de vida la habitación y, naturalmente, no había pagado por las fundas y cojines de su sofá y butacas, ni por sus cortinas, más que el precio de la tela. A juego con la tela, había ahora un hermoso ramo de dalias amarillas sobre la mesita, un gesto más de bienvenida, sin duda, de Violeta. Las rosas se habían quedado en la habitación del hospital, para que Macarena y Karen, quienes la ocuparan después, disfrutaran de ellas. No era nada fácil trasladar un jarrón con tres docenas. Pensó que seguramente a Pedro no le habría parecido bien el uso que ella hacía de su mesa de comedor. No la usaba para comer, sino que la tenía permanentemente calzada con tacos de madera, hasta una altura cómoda para apoyarse en ella para dibujar y cortar. Sus comidas las tomaba en la encimera de la cocina. No tenía mucho espacio, pero eso no significaba que no llevara una vida cómoda y agradable. Al oír los pasos de él, se apresuró a colocar las tazas en la bandeja. Después abrió la puerta del frigorífico, bloqueando así el estrecho paso de entrada a la cocina. Su intención era tanto la de sacar la leche como la de que Pedro fuera directamente al cuarto de estar, a sentarse, pero se quedó embobada contemplando el contenido del frigorífico.
—Sin novedad en el frente —dijo él alegremente.
Pero ella apenas lo oyó, absorta ante la cantidad y variedad de carne, pescado, fruta, verdura, y, por supuesto, todo tipo de fruslerías apetecibles que llenaban su frigorífico.
—Nunca podré comerme todo esto —dijo, muy bajito.
—Ya te ayudaré yo —contestó él animosamente.
Y, al oírlo, sintió un cosquilleo de advertencia en la columna. Cerró la puerta del frigorífico y decidió hacer frente a la emergencia que se le presentaba. Pedro le dirigió una sonrisa deslumbrante, y ella sintió ganas de lamentarse por lo difícil que le estaba poniendo las cosas.
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