martes, 20 de junio de 2017

Paternidad Inesperada: Capítulo 10

Esa perorata la soltó en el tono de una autoridad en la materia, y a Paula le sonó un poquito hipócrita, en boca de alguien que había declarado su odio hacia los recién nacidos.

—¿Y desde cuándo te has convertido en un experto? —le preguntó, llena de recelo.

—Anoche hice unas cuantas llamadas de teléfono, y recibí un buen puñado de consejos —contestó, sonriendo de nuevo—. No son precisamente amigos lo que me falta, en situación de aconsejarme, y encantados, además, de hacerlo.

Su sonrisa le pareció  un valeroso esfuerzo ante una situación que él debía de considerar una catástrofe, pero, desde luego, había que reconocerle que en las dieciséis horas transcurridas desde la víspera no se había amilanado, y, de hecho, había empezado a actuar. Eso no duraría mucho, se dijo también, pero, de todos modos, no podía borrar del todo de su mente el alegato de Violeta. En resumidas cuentas, bien podía aprovecharlo mientras durara. Y el pastel estaba, desde luego, delicioso.

—Muchas gracias, Pedro—le dijo muy sinceramente—. Has sido muy amable y considerado.

—De nada, pero sigue comiendo —la apremió él.

Al llegar el carrito con el almuerzo del hospital, Pedro indicó al empleado que pasara a Karen y macarena. Paula sintió cierto alivio cuando ellas empezaron a su vez a comer, y dejaron de estar pendientes de cuanto decían y hacían Pedro y ella. Una vez la vio comiendo con buen apetito, se levantó y fue junto al moisés, a mirar a Olivia, que dormía pacíficamente y, claro, en tan feliz estado no ponía mucho a prueba la resistencia paternal de él. Al revés, aún lo animó más.

—Hola, nena. Te habla tu papá —le dijo—. Estoy cuidando de tu madre, así que no tienes nada por lo que preocuparte. Puedes seguir soñando.

El pastel estaba delicioso. Paula tuvo que reconocer que Pedro parecía muy capaz de aprovisionar la despensa. Y, por otra parte, no podría decir que el nacimiento de Olivia fuera a complicar su carrera, porque ya gozaba de un prestigio sólido. No era solo que su trabajo estuviera bien pagado. Ni siquiera necesitaba trabajar. Sus padres, abogados ambos, habían dejado a su único hijo una considerable herencia al morir, del corazón los dos, antes de cumplir los sesenta y cinco.

—Se mataron los dos a trabajar —era la recapitulación con la que Pedro se lo expresó a Paula en su momento, y ella tuvo la sensación de que no los echaba mucho de menos.

Y, sin embargo, él tuvo que ser un niño deseado. Su madre lo tuvo ya cerca de los cuarenta años. Paula suponía que a los padres les habría producido decepción y rechazo el que Pedro eligiera un trabajo manual, en lugar de haber estudiado una carrera como ellos. En todo caso, Pedro no tenía ningún problema económico. Lo que tenía era un problema de actitud. Y ella no creía en las conversiones súbitas, por mucho que le hubiera convenido aceptarlas. Ya lo  había visto mirar con benevolencia en otras ocasiones a los bebés, e incluso hablarles con benevolencia. Y sabía que era un fingimiento, que lo hacía por educación. A él le parecían odiosos.

—Duerme mucho, ¿Verdad? —preguntó Pedro, con evidente satisfacción.

—Seguro que en cuanto lleguemos a casa, se convertirá en una llorona — predijo Paula.

—Bueno, ya pensaremos entonces en qué hacer, cuando llegue el problema.

 —¿A qué viene esto, Pedro? —preguntó ella, impacientándose por aquel optimismo tan gratuito—. ¿Por qué te empeñas en ocuparte de esto? Con lo que me dijiste de los bebés…

—Paula —dijo Pedro, contrito—, ojalá pudiera borrar estos ocho meses. Es como si mi vida se hubiera quedado mutilada al salir tú de ella.

El corazón le dió un vuelco a Paula en el pecho, pero apartó la mirada de él, y se dedicó a la ensalada. Por grande que fueran el deseo y la nostalgia de Pedro, la pareja que formaban no podía reconstruirse tal cual. Ella ya no podía volcarse en él…

Pedro acercó una silla y se sentó junto a su cama.

—Lo que escribí en la tarjeta es la pura verdad, Paula —le dijo, suavemente.

—Ay, lo siento —le contestó, y estuvo a punto de ahogarse con la lechuga—. No te he dado las gracias por las flores, y son preciosas.

Y siguió masticando y tragando, para que no se le formara un nudo en la garganta. Tenía el estómago un poco revuelto, pero confiaba en que, si comía más, terminaría por empezar a funcionar normalmente. No pensaba permitir que Pedro alterara los planes que había trazado para su vida, ni sus digestiones.

—Te he echado mucho de menos. No tengo palabras para describírtelo — siguió él, sin amilanarse—. Eres lo más hermoso que me ha pasado en la vida, Pau, y no quiero volver a perderte.

Eso era lo que él tenía presente: cómo habían sido las cosas. Pero aquello era el pasado, y más valía no pensar en algo que no podía volver a ser: ahora había que contar con Olivia. Implacable, ella siguió masticando los tropezones de pan frito con saborcillo a anchoa.

—Fue terrible cómo desapareciste. En una semana te marchaste sin dejar tu nueva dirección. Ni siquiera avisaste en el trabajo. Nadie tenía la menor idea de dónde habías ido.

Pura casualidad, pensó ella, el haber visto el anuncio de Violeta en el periódico, justo al día siguiente de tener esa discusión con él, solicitando una modista.

—Tú dejaste las cosas muy claras, Pedro—le contestó con firmeza, mirándolo a los ojos—. Anoche me dijiste que no te había dejado la posibilidad de elegir. Tú a mí tampoco. ¿O es que me vas a decir ahora, que si, una semana después de esa conversación, te hubieras enterado de que estaba embarazada, habrías reaccionado como estás reaccionando ahora? Sé sincero.

 Él dudó unos instantes, tratando, en efecto, de responder con sinceridad.

—Pau, yo te quiero. Habría hecho lo que tú me pidieras que hiciese.

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