En ese momento escuchó música que parecía llegar del salón. Pedro debía haber vuelto. Pero ¿Qué hacía poniendo música a aquella hora? La curiosidad hizo que se pusiera un albornoz y saliera al pasillo. Cuando llegó a la puerta del salón, la imagen que vio ante ella la dejó helada. Pedro estaba tumbado en el sofá con un cigarrillo en los labios y una copa en la mano. Había tirado la chaqueta sobre un sillón y tenía la camisa desabrochada. Por su aspecto, parecía estar borracho.
—Cinco mil dólares la copa —estaba murmurando, ajeno a su presencia—. Una forma muy cara de pillarse una borrachera. Pero, ¿Qué demonios? Tómate otra copa, Pedro. Llevas veinticinco mil dólares.
El gemido de horror de Paula hizo que el hombre volviera la cabeza. Al hacerlo, movió la copa y el vino que estaba sirviendo cayó sobre la mesa de cristal. La palabrota que lanzó lo decía todo. Pero después soltó una carcajada.
—No le digas a hernán que he tirado un poco. Ya le ha dado un ataque al saber que iba a beberme esta joya.
Paula frunció el ceño.
—¿De verdad has ido a casa de Hernán?
—Te dije que era allí donde iba, ¿No?
—Sí, pero…
—Pero tú pensabas que me había ido con la rubia —rió él—. Siento haberte desilusionado. Aquí estoy, bebiéndome una botella de vino que vale una fortuna, pero que por culpa tuya no puedo disfrutar.
—¿Por culpa mía?
—Sí. Nan y yo apostamos esta botella de vino a que conseguía recuperar su dinero y lo he hecho. Vale más de veinticinco mil dólares.
—¡Estás loco!
—¿Loco yo?
—¡Y borracho!
—Eso sí. Y es mejor. Porque estoy a punto de decir algo que me había prometido a mí mismo no decir jamás. Aunque antes deja que me anime un poco — dijo él, sirviéndose la última copa. Paula sacudió la cabeza mientras él encendía otro cigarrillo—. ¿Dónde estaba? Ah, sí, haciendo el ridículo.
—¿Puedo bajar la música? —preguntó ella.
—Si quieres…
Paula apagó el estéreo y se acercó a él, nerviosa.
—Puedes decir lo que tengas que decir.
—Gracias por darme permiso —dijo Pedro, irónico—. Confío en que lo que voy a decirte lo guardes para tí. No quiero que todo el mundo se entere de que Pedro Alfonso ha perdido la cabeza.
—¡Pedro, dí lo que tengas que decir de una vez!
—Muy bien. Te quiero —dijo él entonces. Paula parpadeó—. He dicho que te quiero —repitió, impaciente.
—Te he oído.
—¿Y?
—¿Y?
—Y nada, supongo. Solo quería decírtelo.
A Paula le daba vueltas la cabeza. No podía creerlo.
—Si me quieres, ¿Por qué has intentado alejarme de tí?
—¿No es obvio? Porque sé que tú no me quieres.
—¿Y cómo sabes eso?
—Por las cosas que no haces.
—¿Las cosas que no hago? Pero Pepe, si he hecho todo lo que tú me has pedido.
—¡No estoy hablando de sexo, maldita sea! ¿Tú crees que eso es todo lo que quiero de tí? El sexo no lo es todo, ¿Sabes? Me hubiera gustado un poco menos de sexo y un poco más de cariño.
—¿Cariño? —repitió ella, perpleja—. ¿Qué clase de cariño?
—Si no lo sabes, no voy a decírtelo —contestó él, echándole el humo a la cara.
Paula no se detuvo a pensar. Directamente le quitó el cigarrillo de la boca y lo apagó en el cenicero.
—Ya estoy harta de verte fumar, Pedro Alfonso. Y, también estoy harta de tanta tontería. Tú mismo me pediste que no te dijera que te quería, por eso no lo he hecho. Pero he intentado mostrarte lo que sentía de otras formas. Diego tenía razón sobre una cosa. No me habría ido a la cama contigo si no estuviera enamorada de tí. Y no habría hecho ninguna de las cosas que he hecho contigo. Te quiero, Pedro. Te quiero tanto que estoy desesperada.
Él parecía perplejo.
—¿Me quieres?
Paula se sentó a su lado en el sofá.
—Eso es lo que acabo de decir.
—¿No estás aburrida de mí? ¿No quieres dejarme?
Paula dudaba de que alguien hubiera visto a Pedro tan inseguro, tan necesitado de cariño. Su corazón se derretía de amor.
—Nunca —murmuró ella, tomando su cara entre las manos.
Él la tomó por los hombros y la besó en los labios. Paula sonrió. El viejo Pedro había vuelto.
—Dime que me quieres —demandó él.
—Te quiero —repitió ella— Y ahora dímelo tú.
—Ya te lo he dicho dos veces.
—Quiero oírlo otra vez.
—Muy bien. Te quiero. Te quiero. Te quiero. Y ahora bésame otra vez.
—No. Dime cuándo te enamoraste de mí.
—¿Ahora mismo?
—Sí.
Pedro suspiró, resignado.
—Muy bien. El día que te llevé a Femme Fatale.
—¿Por qué no dijiste nada?
—¿Cómo podía hacerlo si tu decías que sólo había sexo entre nosotros? Yo… se lo conté a Arturo.
—¿Arturo sabe que estas enamorado de mí?
—Tenía que contárselo. No quería que pensara que soy un monstruo. ¿Qué crees, que no sabe que nos acostamos juntos?
—Pero si nunca me ha dicho nada…
Pedro pareció escandalizado.
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