martes, 27 de junio de 2017

Paternidad Inesperada: Capítulo 23

Valientemente, retiró la parte anterior del pañal. La fuente de aquel olor se manifestó entonces en todo su pringoso horror amarillo verdoso.

—¡Puaj! No me extraña que te quisieras deshacer de esto.

Un gorjeo de la niña pareció venir a darle la razón. A toda prisa, pero con cuidado, Pedro retiró la celulosa y la enterró en un montón de pañuelos de papel, y luego comenzó a limpiarle el culito a la niña, que estaba pringado por completo. Se dijo que aquellos pañuelos eran un gran invento, pero se alegraba de haber tenido la precaución de hacerse con la esponja y la toalla, para poder limpiar adecuadamente hasta el último resto de esa porquería. El asalto a sus nervios olfativos había disminuido al acostumbrarse al hedor. O tal vez éste se hubiera disipado. De una u otra forma, pasado un tiempo, no resultaba tan repugnante. No era que fuera una tarea demasiado grata, pero tampoco lo era usar un decapante, por ejemplo, y era algo inherente a su trabajo con los muebles. Por otra parte, ahora empezaba a entender mejor la manía casi obsesiva que los padres tenían con que los niños dejaran de usar pañales. Tras aquello había una buena razón. La obsesión estaba bastante justificada. Comprendía lo importante que se volvía ese paso para quienes tenían que afrontar esta situación a diario, y decidió mostrarse más comprensivo en adelante con las discusiones sobre entrenamiento de esfínteres.

—Ya estás —le dijo a la niña, cuando logró la pulcritud absoluta.

Deslizó bajo el nacarado culito un pañal limpio, y lo colocó con precisión de veterano. Una rociadita de aceite para niños, un golpecito de polvos de talco, y todo fue suavidad y delicadeza. Al separar con cuidado las piernecitas para colocar la parte de delante del pañal, se vió de pronto sacudido por la irrefutable evidencia de que estaba contemplando directamente territorio desconocido. El crío de Rodrigo estaba dotado con un equipo identificable: un chico era un chico. Aquí, en cambio, había… una niña. Pestañeó. Había algo raro, y le llevó un par de segundos darse cuenta de que nunca había visto cómo eran las niñas antes de la pubertad. No tenía hermanas ni primas. Desde los siete años, había ido interno a un colegio de niños, y nunca había tenido ocasión de contemplar así la anatomía de una niña. No era que se transformase mucho con el paso del tiempo, se dijo, pero, evidentemente algo lo disfrazaba. Aquello, en cambio, estaba tan… despejado. Le produjo una sensación muy curiosa: una extremada ternura, mezclada con una inflexible resolución de protegerla. Una niña. Una hija… Sacudió desconcertado la cabeza. ¿Con que aquello era lo que singularizaba la relación padre-hija? Qué vulnerable parecía una niña. Necesitaba un padre que la protegiera de los chicos malos. Las madres eran algo estupendo, mejor dicho, irreemplazable, se dijo al recordar la maravillosa imagen de Paula dándole de mamar, que seguía fresca en su memoria. Pero estaba claro que los padres también jugaban un papel importante en el cuidado de los niños pequeños.

—No te preocupes, pequeña Oli—le dijo, mientras la cubría cuidadosamente con el pañal y aseguraba sus lengüetas—. Para acercarse, cualquier chico malo tendrá que pasar primero por mí, y te aseguro que le va a costar.

La niña hizo un sonido oclusivo con la boquita.

—Me estás mandando un besito, ¿Eh? —Pedro sonrió mientras le estiraba el pijama hasta los pies y le abrochaba los corchetes—. Ya estás limpia y cómoda. ¿Otro besito? —luego le hizo cosquillas en la barriguita, e imitó la explosión de un sonoro beso.

 La niña lo miraba fascinada, con los ojos abiertos de par en par. Pedro lo repitió una vez más, y finalmente obtuvo la réplica que deseaba.

—¡Esta es mi niña! —exclamó.

Y, de repente, prestó atención, con sobresalto, a la mimosa blandenguería de su voz, y se quedó consternado de lo pronto que había sucumbido a esa ñoñería. Era una experiencia esclarecedora. Ni en sus peores pesadillas se había imaginado cayendo en tamaña serie de bobadas. Examinó a la niña con suma suspicacia. Ahí había un poder al que tenía que hacerle frente. Ningún crío lo iba a convertir en un tonto baboso. ¡No señor! Él era el dueño de su propio comportamiento.

—Vuelve a tu moisés, niña —ordenó, tomando en brazos la pequeña bomba de espoleta retardada y llevándola al pequeño habitáculo que le correspondía, en el que no podía sufrir daño ni causarlo a los demás.

—Un lugar para cada cosa y cada cosa en su sitio —recitó  con firmeza, sin hacer caso del quejido de protesta que se elevó mientras él recogía las cosas del cambiador.

 El quejido continuó mientras  ordenaba el dormitorio y llevaba luego el moisés al salón. Todavía le esperaban los platos sucios en la cocina. La niña seguía pidiendo más atención. Se dió cuenta del conflicto de intereses, y decidió dejar las cosas claras.

—Escúchame bien, niña —le dijo a Olivia, alzando un dedo en severo ademán paternal—: tú y yo tenemos que llegar a un acuerdo.

Aquello le hizo efecto; dejó de quejarse y le prestó a Pedro toda su atención.

 —Las relaciones humanas funcionan mejor si las personas se muestran consideradas unas con otras. No voy a dejar que cuando tu madre vuelva se encuentre los platos sucios en la pila. Tú ya has tenido tu parte de atención; ahora le toca a tu madre, así que deja de ser egoísta.

Otra pedorreta. Pedro blandió su dedo:

—Basta ya de insolencias, señorita. Pondré un poco de música y la podremos escuchar juntos mientras trabajo. Eso es todo. Tu padre ha hablado.

Un satisfactorio silencio sucedió a aquella pequeña homilía. Pedro tarareó, satisfecho de sí mismo, mientras buscaba entre la colección de Paula un álbum recopilatorio de los Beatles, y lo ponía en el tocadiscos. Se dijo a sí mismo que el truco consistía en una educación adecuada e instrucciones correctas. Bajó el volumen del aparato, en consideración a los delicados tímpanos infantiles, y dió comienzo a la educación musical de la pequeña Oli.

—¿Qué te parece, pequeñaja?—preguntó camino de la cocina. No obtuvo respuesta.

Olivia estaba completamente embebida con la nueva experiencia y él se felicitó: ya sabía cómo manejar a los bebés. Los críos podían arrebatarles las riendas a sus mayores en cuestión de poquísimo tiempo. Sí, parecían desvalidos, y eran muy monos, pero se volvían fieros tiranos si se les daba rienda suelta. Había que mantener las cosas en su debida proporción. Era necesario que hubiese respeto, disciplina y saber dónde estaban los límites. Y eso era bastante sencillo de hacer, a poco que uno captara de qué iba el juego del poder. Como decía el viejo refrán, la mano que mece la cuna es la mano que dirige el mundo. Y quien quiera que permitiese al niño dirigir las cosas desde la cuna, estaría metiéndose en graves problemas.

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