jueves, 15 de junio de 2017

Paternidad Inesperada: Capítulo 4

Aquel era un pensamiento molesto y la sensación de fracaso volvió a apoderarse de él. Le fastidiaba no saber qué había sido de ella en todo ese tiempo. Su rostro le había parecido más pálido de lo que recordaba. Si había estado enferma, si tal vez aún lo estaba…, no, por más que fuera así, seguía sin tener sentido aquella mirada de enojo y temor con que lo había mirado. Y tampoco era un motivo para que ella lo hubiese hecho salir de su vida en aquella forma. Debiera haberse quedado junto a él. Él la habría cuidado. ¿Habría alguien cuidando de ella?

—Mi champán favorito: ¡Veuve Cliquot! —le dijo sonriendo Rodrigo—. Un regalo estupendo, Pepe.

—Yo no lo voy a poder beber —se lamentó Nadia—; me estropearía la leche.

Antes de sonreír y disculparse, Pedro vaticinó un nuevo régimen a la vista, que afectaría a algo más que a la leche de Nadia.

—Lo lamento, Nadia. Soy un hombre ignorante.

—No importa, cariño —dijo Rodrigo, besando en la frente a su esposa—. Lo guardaremos hasta que este pequeño se pase al biberón.

—No sé cuándo será eso —murmuró ella—. Mira cómo tengo los pechos: rebosantes de leche. Incluso han empezado a gotear.

 Efectivamente, Pedro observó que los senos de Nadia llenaban el camisón todo cuanto este daba de sí. Y, de pronto, recordó como un fogonazo a Paula en el ascensor, protegiéndose el cuerpo con los brazos cruzados, haciendo que sus pechos se alzaran, sin duda alguna con más volumen del que él recordaba. Llevaba un vestido holgado, totalmente abotonada por delante, que en un primer momento había oculta do sus formas. Además, en aquel momento, su atención había estado centrada en el rostro de ella, pero cuando Paula se metió en el ascensor, arrinconándose en su interior, abrazada a sí misma en un gesto claramente defensivo, sus pechos sobresalieron con claridad. El corazón se encogió al recordarlo, pero luego se sacudió la idea recién concebida. La asociación entre los pechos de Ingrid, rebosantes de leche, y los de Paula le pareció una idea neurótica, de la que más valía prescindir cuanto antes. Ella  no había podido tener un bebé: solo hacía ocho meses que se habían separado. Precisamente tras una discusión sobre bebés. Por su mente  daban vueltas a una velocidad vertiginosa una serie de pequeños detalles: un hospital de maternidad, un vestido que no era tal, sino una bata amplia, Paula con aspecto de cansada, descuidada; y luego estaba la impresión que sufrió al verlo, su incredulidad y su temor al encontrase allí con él… y finalmente su enojo…

Notó que la sangre abandonaba su rostro, mientras que se estrujaba las manos, hacía rechinar los dientes y en secreto ordenaba al corazón que volviera a poner en funcionamiento su circulación sanguínea. Tenía que pensar con claridad y de manera racional, en vez de saltar a conclusiones apresuradas. Si Paula se hubiera quedado embarazada, qué duda había de que se lo habría dicho a él. Lo más probable era que se lo hubiera soltado en mitad de aquella discusión. No era posible que creyera que él le iba a volver la espalda en un caso así. O tal vez sí lo hubiera pensado y hubiese preferido hacerse cargo ella de la situación, sin verse obligada a pasar por el trago de lo que él pudiera hacer o decir, dada su actitud frente a los niños. Una náusea se apoderó del estómago de Pedro, y sintió la boca llenársele de bilis. Si ella había afrontado aquello sola porque no confiaba en que él respondiera positivamente…

—¿Estás bien, Pepe?

 La pregunta de Rodrigo vino a interrumpir sus pensamientos. Sus amigos lo miraban extrañados. ¿Se habría perdido alguna cosa? Aparte de los nueve meses de un embarazo, claro.

—Perdonen —murmuró con un suspiro, antes de tragar saliva—. Estaba pensando en la bonita escena que forman los tres juntos.

 Nadia sonrió:

—Ya va siendo hora de que te busques una esposa y fundes una familia, Pepe. Únete al club.

Todos se lo decían. Cuando se veían atrapados en la trampa de la familia, empezaban a considerar ofensivo a todo el que, con su libertad, les pudiese recordar aquello a lo que habían renunciado. Y lo peor era que él tal vez tuviera un hijo en esa misma planta, un niño cuya madre había decidido que era mejor para él no tener padre que contar con él.

—¿No tienes ya treinta y tantos? —insistió Nadia.

 —Bueno, cariño: yo tengo cuarenta —le recordó Rodrigo a su esposa—. La edad no tiene nada que ver. Si yo no te hubiese conocido, a estas alturas sería un solterón como Pepe.

Pedro no deseaba ser un solterón. Quería a Paula. No le importaba si eso incluía un bebé. Quería a Paula. La necesidad y el deseo que por ella sentía brotaron súbitamente del vacío de los últimos ocho meses, arrollando todas sus objeciones contra los hijos. Un pequeño representante de la humanidad como el que Ingrid sostenía en brazos no iba a poder con él. Ya aprendería a manejar al niño. Nunca antes había tenido problemas para desenvolverse con nada en lo que hubiera puesto su interés anteriormente. Y si Paula necesitaba pruebas de ello, ya se encargaría él de dárselas. Probablemente los bebés solamente eran unos monstruos destructivos porque los padres se lo permitían. Pero él era duro de roer, y, como ya estaba al tanto del perjuicio que un crío podía acarrear a una pareja, tomaría las medidas oportunas para ahorrar a Paula y a sí mismo agobios innecesarios. Solo era cuestión de organización y actitud. Lo que le hacía falta era un plan. Y también necesitaba hechos sólidos, en lugar de suposiciones. El plan mejor trazado se vendría abajo si no se basaba en hechos ciertos. Así que el primer paso era localizar a una enfermera y hacerle algunas preguntas pertinentes.

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