¿Qué era lo que había hecho mal? Pedro no podía quitarse esa pregunta de la cabeza, mientras trataba de distraerse dando vueltas en torno a la colección de antigüedades que le habían entregado esa misma tarde. En condiciones normales, estaría loco de entusiasmo con la novedad, estudiando atentamente cada pieza, para ver cuáles eran las técnicas más adecuadas para su restauración. Pero esa noche no sentía entusiasmo alguno. Se sentía rechazado por todos, excepto por su perro, que, como siempre, andaba pegado a sus talones, ofreciéndole su lealtad y compañía.
—Me ha vuelto a dar la espalda, Spike —le dijo, con un tremendo suspiro.
Y el mejor amigo del hombre ladeó un momento la cabeza para escucharlo, lo miró con la debida conmiseración, y, enseguida, dió un salto para plantarle las patazas en el pecho, con la lengua fuera, dispuesto a cambiarle el humor a lametones. El peso del enorme chucho blanco y negro habría tumbado de espaldas a mucha gente, pero Spike sabía perfectamente cuánto cariño suyo podía resistir su amo. Pedro lo miró con el mismo cariño.
—Eres un perro estupendo, Spike, pero siento tener que decirte que no hueles tan bien como Paula, ¿Sabes?
El perro respondió con un gañido, y Pedro le sonrió y le revolvió el pelo detrás de las orejas, a cambio de lo cual Spike le hizo una nueva demostración de adoración absoluta. Sí, el amor y la devoción de Spike eran constantes, y de él no recibía señales equívocas ni contradictorias. Él era el centro del universo para su perro, y no había más que hablar. Desde luego, era una pena que la gente no se pareciera más a los perros, se dijo, repasando todo lo que había hecho ese día para reconquistar a Pauña. Él le convenía a ella. Era perfectamente consciente de ello. ¿Cómo es que ella no se daba cuenta? ¿Cómo no se alegraba de recuperarlo? ¿Qué más podría haber hecho él?
—A lo mejor es que los perros son más listos que las personas —le dijo a Spike en tono confidencial—. Las personas deberían pensar menos y confiar más en su instinto.
Y Spike le manifestó su conformidad con un lengüetazo. Y, con todo el derecho del mundo, Pedro se dijo que no había existido ninguna ambigüedad en la respuesta de Paula al besarla él. La corriente del deseo había pasado de uno a otro de forma inconfundible. Había sido algo total y absolutamente recíproco. No cabía ningún error: ella seguía deseándolo. No había forma de saber qué insensatez tenía en la cabeza, pero su cuerpo seguía en armonía con el de él. Y él sentía el suyo agitarse al pensarlo, seguramente porque llevaba demasiado tiempo de abstinencia, y ahora todo su ser intuía que iba a gozar de nuevo de una satisfacción plena. Paula era la mujer de su vida, para él era evidente, pero, por lo que fuera, aún tenía que convencerla a ella de que él era el hombre para ella. Y, desde luego, aquellos muebles podían y debían esperar a que él hubiera reflexionado sobre su futura conducta con ella. Los apetitos parecían llamarse unos a otros, y se dió cuenta de golpe de que estaba muerto de hambre.
—Vamos a ver qué cenamos, Spike.
Con un alegre ladrido, el perrazo se plantó de un salto junto a la puerta del taller, meneando la cola. ¿Por qué no sería la gente tan sencilla y directa como aquella curiosa mezcla de doberman, collie, gran danés, y quién sabía qué más? Spike y él nunca tenían problemas de comunicación. Pedro abrió la puerta que daba a la vivienda y los dos se dirigieron juntos a la cocina, que era la estancia más próxima al taller, para que los dos aprendices de Pedro no tuvieran ningún problema a la hora de hacerse un café o prepararse un sándwich. Creía que era más fácil colaborar con las personas con las que se compartían momentos de relajación, o un tentempié, y también por eso le habría gustado cenar con Paula. «Demasiado pronto». Eso había dicho ella, pero él no veía por qué. Veía, en cambio, que iba a ser muy difícil que pudieran reanudar su relación, si ella seguía esquivándolo. Abrió el frigorífico y sacó uno de los jugosos huesos, llenos de carne, que el carnicero le había dado esa mañana.
—Esto es lo que más te gusta, Spike: un hueso de codillo.
Y Spike se apresuró a tomarlo entre sus mandíbulas, gruñendo de alegría y agradecimiento, y meneando la cola enfervorizado, mientras se retiraba a su rincón de la cocina. Una vez allí, se dejó caer con cuidado con la protección de las paredes por dos flancos, y de un mueble por un tercero, mientras vigilaba atentamente el frente. Spike siempre se comportaba así cuando tenía un hueso. Su instinto le dictaba que desconfiara de cualquier movimiento próximo a él. Hasta el propio Pedro tenía que andarse con cuidado, si se le acercaba demasiado. Acercarse demasiado. Su pensamiento se quedó prendido de esas palabras. ¿Era esa la causa de la actitud de Paula? ¿Su rechazo obedecía a que no deseaba que él se acercara demasiado? ¿Se estaba protegiendo ella, y protegiendo a la criatura, por si la actitud de él no había cambiado tanto, después de todo? Seguía teniendo muy presente aquella discusión de hacía ocho meses, y no era de extrañar, puesto que había tenido esos mismos ocho meses para darle vueltas en la cabeza. Esta posible explicación llenaba su cabeza, mientras se servía queso y fiambres, se cortaba un trozo de pan, e iba a instalarse a la mesa de la cocina. Sí, eso debía de ser, la presencia de la cría era lo que no le permitía a ella ver la situación de la misma manera que él. La cría era un resultado de la relación entre ambos, y por supuesto que él la aceptaba plenamente. ¿Qué clase de hombre sería si no? Y también la habría aceptado hacía ocho meses, si lo hubiera sabido. En eso, Paula se había equivocado de medio a medio.
Me encanta esta historia!
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