Pedro apenas podía controlar su cólera mientras subía por el camino de carruajes hasta la mansión neogótica que su padre había comprado en Bellevue Hill cinco años antes. Veinte millones de dólares había pagado por ella y seguramente ahora podría venderla por treinta, dada su antigüedad y la panorámica sobre la Ópera de Sidney. Veinte millones por una casa. Nada, comparado con lo que valdría un nieto. Un detective privado había encontrado la dirección de Paula en un barrio modesto, Brighton-Le-Sands. Por lo visto, no pudo terminar la carrera y trabajaba como masajista. Vivía de alquiler y no tenía coche ni tarjetas de crédito.
Pedro se preguntó si habría roto el cheque de su padre en pedazos como gesto de desprecio hacia una familia que la había tratado como si fuera una cualquiera. Cuando se acercó a ella, Paula ya lo había rechazado antes de que dijera nada. El niño era sólo de ella. Vendido por mil dólares... mil dólares.
Él seguía sin creer que su padre hubiera pagado para que abortase. Eso iba completamente en contra de las creencias de su familia y Horacio Alfonso era un hombre muy tradicional. Podría haber querido que un bastardo desapareciera para evitar un problema en la dirección de la empresa Alfonso-Luzzani, pero un aborto... No. De todas formas, estaba decidido a hablar con su padre. Había perdido a Paula, había perdido cinco años de la vida de su hijo porque no la creyó, y no pensaba volver a cometer ese error. Su padre debía responder por lo que había hecho. O por lo que no había hecho.
Pedro detuvo el Ferrari en la imponente entrada. Cuarenta y cinco habitaciones, pensó, irónico. Más que suficientes para una familia sin descendencia. Su hermano habría tenido hijos, pero Fede había muerto y su viuda había vuelto con su familia para buscar consuelo. Las habitaciones de los niños estaban vacías. Tantas habitaciones vacías. Sintió ese vacío mientras caminaba por el inmenso vestíbulo hacia el cuarto de estar, sus pasos resonando sobre el suelo de mármol. Su madre estaba en el sillón de siempre, de luto, ahogando sus penas en una copa de jerez mientras veía las noticias en televisión.
—Hola, mamá. ¿Dónde está papá?
Su madre no volvió la cabeza.
—En la biblioteca —contestó, con el tono vacío que usaba desde la muerte de Federico.
No tenía interés en él. Ni en nada. Pedro dudaba que se enterase de las noticias. Nada de lo que pasara en el mundo podía afectarla. Pero el dinero no puede evitar un aborto o una muerte accidental. Ni puede ofrecer solaz tras la muerte de un hijo.
Se dirigió a la biblioteca. No podía hacer nada por ella. Además, su madre nunca aprobó a Paula. Si ella también había tomado parte en la conspiración... Pedro tuvo que apretar los dientes para contener la rabia. Las maquinaciones que tuvieron lugar a sus espaldas... Pero debía contenerse mientras escuchaba y observaba, mientras sopesaba la idea de romper con su familia. Desde luego, para Paula ellos eran el enemigo y tenía razón.
Entró en la biblioteca sin llamar a la puerta. Su padre estaba sentado tras el magnifico escritorio de caoba, trabajando en un ordenador portátil que llevaba a todas partes, seguramente comprobando cómo iban sus inversiones. Él siempre había admirado a su padre, un hombre formidable que sabía lo que quería e iba a por ello usando todo lo que fuera necesario.
Horacio Alfonso tenía amigos en el mundo de la política, amigos en la iglesia, amigos donde era importante tenerlos. Intercambiaban favores e información, convirtiéndose en una élite, un grupo de privilegiados que movía millones. Pero no era sólo su dinero lo que impresionaba a sus «amigos». Era su energía, su carismática presencia. Altura, inteligencia, exigentes ojos oscuros, pelo gris, nariz aguileña... Horacio era un hombre que no perdía el tiempo y no decía tonterías.
Su padre levantó la cabeza, sorprendido.
—¡Pedro! Me alegro de que hayas venido. ¿Has hablado con tu madre?
La familia era lo primero. Pedro sonrió, irónico.
—Esto requiere tu atención inmediata —dijo, tirando un sobre encima del escritorio.
—¿Qué es esto?
—Fotos. ¿Recuerdas las fotos que me enseñaste hace seis años?
Horacio Alfonso miró a su hijo, sorprendido.
—¿Las has guardado?
—No. Éstas son fotos nuevas, papá.
—No entiendo.
—Lo entenderás en cuanto las veas —dijo Pedro, rasgando el sobre y tirando las fotografías sobre el escritorio, una por una—. Paula Chaves y mi hijo. Mi hijo, que ahora tiene cinco años. Mi hijo, cuya existencia yo desconocía. Míralo, papá.
Su padre no cambió de expresión.
—¿Cómo sabes que es tu hijo?
—No me vengas con ésas. Fede me lo confesó todo antes de morir. Me contó lo de las fotos, lo del embarazo, que pagaste para que abortase... ¡No intentes negarlo!
Horacio Alfonso apretó los labios, echándose hacia atrás en el sillón, pensativo.
—Paula no era la mujer adecuada para un hombre como tú.
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