El antagonismo entre los dos hombres disminuyó un poco mientras tomaban el té, servido por una gorda mujer que regresó a la casa en cuanto dejó la bandeja en la mesa.
-Veo que sigues aterrorizando a la señora James -comentó Pedro mientras Paula le servía té.
-Todavía corre como un conejo asustado si es a eso a lo que te refieres -el padre rió ante la ocurrencia del hijo.
La escena de los tres en el jardín hubiera parecido muy placentera a cualquier persona que fuera ajena a ellos, sólo Paula parecía darse cuenta de lo que sucedía entre padre e hijo de su nerviosismo y de la bomba que dormía en ellos, esperando explotar. Se sintió tranquila cuando Pedro anunció la partida una hora después. Se levantó con rapidez.
-Tu futura esposa parece estar deseando irse -musitó Horacio mirándola con ojos burlones-. Creo que le hemos parecido abrumadores juntos.
-Mucha gente lo piensa -comentó Pedro-. También mi madre lo creía.
La expresión del padre se endureció.
-No saques a relucir a tu madre en esta conversación.
-Sí es mejor -asintió Pedro-. Te avisaré para que vengas a la boda.
-Ha sido un placer conocerte, Paula -dijo Horacio controlando la ira que su hijo había despertado en él hacía unos momentos.
Pedro no dijo nada en el trayecto de regreso a Londres. Paula se hundió en sus pensamientos. El encuentro con Horacio había sido terrible, como ella había imaginado. Pero había dejado de temer al omnipotente Alfonso; era un viejo amargado que sólo le inspiraba lástima. Estaba atado a una silla de ruedas sin el amor de su hijo. Todo lo que le quedaba eran recuerdos de su pasada carrera y una aterradora soledad.
-No sabía que tu padre estuviese en una silla de ruedas -miró a Pedro, muy seria.
-A él no le gusta divulgarlo y si he de serte sincero, yo casi ni lo he notado -dijo-. No parece existir ninguna diferencia, es el mismo de siempre. ¡Sigue teniendo lengua viperina!
-¿Cómo sucedió?
-Un accidente automovilístico. Mi madre murió en él -agregó Pedro con voz ronca.
-Lo siento.
-También yo, debió ser él quien muriera. ¡Oh lo siento! -exclamó, al oír que ella dejaba escapar una exclamación de horror-. Cuando visito a mi padre siempre me pongo de mal humor. Ya te habrás dado cuenta de que no hay amor entre nosotros.
-Sí.
Él respiró hondo.
-Ya le has conocido... ¿Estás contenta?
-¡Oh Pepe! -entrelazó sus manos angustiada-. Hubiera querido...
-Ya sé -los dedos de él buscaron los de ella. Pero no lo sabía; no podía conocer la amargura que la invadía desde hacía mucho tiempo, y que su amor por él había logrado desterrar. Podría haber vivido con ese odio y terminar vieja y amargada, como el mismo Horacio Alfonso. Tembló al pensarlo; pensó con ironía que quien la había salvado de ese destino había sido el propio Pedro Alfonso. Era posible que al final perdiera a Pedro, pero nunca más sería una mujer llena de odio, temerosa de amar.
-¿Crees que soy igual que él? -preguntó Pedro en voz baja.
-No. Tú no eres como tu padre -eso lo había comprendido tarde, ¡Demasiado tarde!
-¿Vamos mañana por tu anillo de compromiso?
- ¿Mañana?
-No hay por qué esperar -se encogió de hombros-. ¡Pobres Gabriel y Andrea! Se van a desmayar de la impresión cuando vuelvan.
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