martes, 25 de octubre de 2016

Un Amor Inocente: Capítulo 11

Paula sonrió. Sí, estaba orgullosa de Nico. Y le gustaba que Pedro reconociera que había criado bien al niño.

—Te juro que no es mi intención quitarte al niño. ¿Cómo iba a hacerlo?  Nico no podría tener una madre mejor. Así que, por favor, no tengas miedo de mí.

Ella no quería tenerlo, pero...

—Hoy... Nico es una novedad para tí y tú para él, pero no será así siempre. No tendrás tiempo para él y si mi hijo se siente abandonado...

—Haré todo lo posible por estar con él.

—Las cosas cambian, Pedro. Otras personas podrían interferir...

—Esta vez no —la interrumpió Pedro, mirándola a los ojos—. Y algunas cosas no cambian.

El corazón de Paula empezó a latir con fuerza, alarmada cuando él tomó su cara entre las manos.

—¿Recuerdas cómo era antes?

El deseo estaba presente en sus ojos, en el ligero temblor de sus manos. Paula no se apartó. Una fuerza magnética la mantenía pegada a él. Y tampoco apartó la cara cuando Pedro se inclinó, su intención innegable. Sólo era consciente de un deseo de que pasara, de saber, de sentir, de recordar. Al notar el roce de sus labios, sintió un escalofrío. No había vuelto a besar a un hombre desde la última vez que besó a Pedro Alfonso. Y sus labios seguían siendo igual de seductores, su lengua igualmente erótica.

La tentación de responder era irresistible. El deseo de volver a sentir lo que sintió una vez, insuperable. Surgía de la sensación de que se lo habían robado, que la habían apartado de su vida como si estuviera muerta, sin que fuera culpa suya. Pero ella no estaba muerta. Estaba viva, podía sentirlo en cada centímetro de su piel, en los latidos de su corazón. Quería recuperar aquello, la pasión que habían compartido. Pedro se lo debía. Le debía tanto...
Un torrente de emociones la sacó de su pasividad, exigiendo cierta satisfacción. Su lengua empezó a bailar un tango erótico con la de él, sus brazos, como por voluntad propia, se enredaron alrededor de su cuello, negando fieramente el final de un beso que empezaba a convertirse en una batalla, en una invasión, en un asalto frenético. Pedro  ya no acariciaba su cara. Le agarraba el trasero, levantándola un poco para que entrase en contacto íntimo con su entrepierna. Ella sintió una exultante alegría al notar su erección. Se frotaba contra él, provocativa, deliberadamente, despertando el deseo al que él había dado la espalda.

Pedro se apartó un momento para buscar aire y luego la tomó en brazos y la llevó al dormitorio, respirando agitadamente. Paula no protestó. Era emocionante que la llevase a la cama otra vez, sabiendo que no pensaba más que en tenerla, a ella, la mujer a la que había echado de su vida. Ytemblaba con una sensación de poder... una sensación primitiva y urgente que le decía que, después de tantos años, aquel hombre era suyo, tan completamente suyo que cualquier otra mujer, incluso la más adecuada para un miembro de la familia Alfonso, no tenía nada que hacer.

La habitación estaba a oscuras, pero podía ver a Pedro claramente, ver el gesto de tensión en su rostro mientras la dejaba sobre la cama y le quitaba la ropa a toda velocidad. Sin delicadeza, sin caricias, con un deseo urgente. Ella no intentó ni ayudar ni entorpecer. Lo observaba, disfrutando secretamente del deseo masculino mientras Pedro se arrancaba la ropa, mientras se colocaba sobre la cama para abrirle las piernas con la rodilla, su físico magnífico, su piel morena cubriendo unos músculos en tensión, deseando tenerla como la había tenido tantas veces. Y, por un momento, Paula lo odió por ello. Lo detestó por el desdén con que la había echado de su vida... Y, sin embargo, cuando lo recibió en su interior, sintió que llenaba un vacío.

Pedro se detuvo, suspirando, y ella esperó que ésa fuera una señal de que, por fin, estaba donde quería estar, donde siempre debió estar. Pero no podía creerlo porque, de ser así, nunca la habría dejado marchar. Cerró los ojos y se concentró en sentirlo dentro, sin importarle lo que significaba para él, deseando capturar todas las sensaciones olvidadas, el placer de aquel movimiento rítmico, el deseo, la locura. Y Pedro hizo lo que esperaba. Siempre lo había hecho. En general, no de aquella forma tan violenta, pero igualmente excitante. Él  jadeaba. Paula también, acomodándolo en su interior, las piernas enredadas sobre sus duras nalgas, empujándolo hacia ella, arqueando la espalda, sus pechos rozando el torso masculino mientras él se agitaba en un frenesí de deseo, la tensión cada vez más explosiva.

Pronto tuvo que cerrar los ojos, perdida en un mundo al que sólo Pedro Alfonso la había llevado. Mientras flotaba, sintió la liberación masculina, los chorros de fluido ardientes mezclándose con los de ella, incrementando el placer, la sensación de plenitud que era igual que en sus recuerdos. Luego cayó sobre ella y enterró la cara en su pelo. Paula lo abrazó, aprovechando la intimidad del momento antes de que desapareciera. Por un minuto, al menos, era suyo y, conscientemente, se olvidó de la realidad, vivió un sueño perdido, un sueño que no podría durar.

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