Uno de los momentos favoritos del día para Paula era cuando iba a buscar a su hijo al colegio. Nicolás, un niño de cinco años, siempre tenía cosas que contar: los juegos en el recreo, los halagos que había recibido de la profesora, los deberes. Aquel día estaba orgulloso porque la señorita le había pedido que leyera un cuento a sus compañeros.
—¿Qué cuento?
—Era de un conejo que se llamaba Jack y...
Paula sonreía mientras su hijo se lo contaba. Nico era muy inteligente y muy espabilado para su edad. Al principio, tuvo miedo de que no se encontrara a gusto con sus compañeros pero, hasta el momento, todo iba de maravilla. Había pasado un mes desde que empezó el colegio y no hubo lágrimas el primer día cuando se despidieron. Nico estaba encantado, con los ojitos azules brillantes mientras le decía adiós con la mano, más que feliz de lanzarse a la aventura. Afortunadamente.
No era fácil ser madre soltera, sin nadie que le aconsejara, que le echase una mano. Pero Nico parecía contento con la situación. De hecho, más que contento; era un niño felíz que nunca la molestaba cuando estaba tratando con los clientes. Aunque ahora, rodeado de niños que tenían familias normales... ¿qué iba a contestar cuando le preguntase dónde estaba su padre? Y lo haría, era inevitable. Habían sido sólo los dos durante tanto tiempo.
Nico no recordaba a su abuela, que murió cuando él tenía dieciocho meses. Y la propia Paula era hija única, sin tías ni primos. El embarazo, tener el niño, cuidar de su madre cuando la quimioterapia no pudo hacer ya nada... los amigos de la universidad habían ido desapareciendo poco a poco y estaba tan ocupada con la sala de masajes terapéuticos... en fin, no tenía tiempo para hacer vida social.
Si hubiera tenido que trabajar fuera de casa... pero no quería dejar a Nico con una niñera o en una guardería. Era su hijo. Trabajar en casa, sin embargo, los había aislado un poco. Su vida era muy solitaria. Ahora que Nico empezaba a ir al colegio, debería empezar a pensar en el futuro, quizá terminar la carrera de psicoterapia que había tenido que dejar a medias, salir un poco para conocer a alguien... quizá buscar un padre para su hijo.
—¡Mira ese coche rojo, mamá! —gritó el niño entonces.
Paula ya lo estaba mirando. Era un Ferrari. Reconoció la marca de inmediato porque Pedro Alfonso tenía uno igual. Pedro Alfonso. Pensar en él hizo que se le encogiera el corazón.
—¿Podemos comprar un coche así? —preguntó su hijo, emocionado.
—No necesitamos un coche, Nico.
Y tampoco podían permitírselo. Pagar el alquiler de la casita en la que vivían, más los gastos, se llevaba casi todos sus ingresos. Lo poco que podía ahorrar era para una emergencia. ¿Qué haría un Ferrari allí, en un barrio tan modesto?, se preguntó.
—Otras mamás van a buscar a los niños en coche —insistió Nico.
Paula hizo una mueca. Ya empezaban las comparaciones.
—Porque esos niños no viven cerca del colegio, como nosotros. Tenemos suerte de poder ir paseando, ¿No?
—Pero cuando llueve no es una suerte —protestó su hijo.
—Pensé que te gustaba ponerte las botas amarillas.
—Sí, me gusta.
Paula sonrió.
—Y pisar los charcos.
—Sí —dijo el niño, mirando el Ferrari—. Pero también me gustan los coches.
Paula volvió a mirar el coche y tuvo que detenerse. Su corazón empezó a latir como si quisiera salirse de su pecho. Pero no podía ser...
La puerta del Ferrari se había abierto y el hombre que salía de él... no podía ser, era imposible. Entonces el hombre volvió la cabeza y la miró directamente. Y era él, Pedro Alfonso. Imposible confundir esas facciones tan masculinas, las largas pestañas, los ojos oscuros, el flequillo negro que caía sobre su frente, como el de Nicolás.
¡Nicolás!
Paula sintió pánico. ¿Habría descubierto que no usó el dinero que le dieron los Alfonso para un aborto? ¿Y por qué buscar a un niño que, a ojos de Pedro, podría no ser suyo? Ni de Federico, ya que la creía una libertina que iba de cama en cama. Pero quizá se estaba asustando por nada. Quizá no la había reconocido. Era una mamá paseando con su hijo. Con una coleta, sin arreglar, en camiseta y vaqueros, no llamaba mucho la atención. Seguramente, Pedro no la habría reconocido, seguramente estaba allí por otra razón.
—¿Mamá?
—Dime, hijo.
—¿Por qué nos hemos parado?
«Porque estoy muerta de miedo». Paula respiró profundamente.
—Es que... se me había olvidado una cosa.
—¿Qué?
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