Sería fácil dejarle toda la responsabilidad a Pedro, rendirse y dejar que cuidara de ellos, pero Paula no era así. Había llegado muy lejos, se había esforzado demasiado por ser independiente como para entregarle el control de su vida a nadie. Tenía que buscar una salida, se dijo.
Pedro había estado preguntando sobre su vida, sobre la vida de su hijo. Como tenían que cenar juntos, ¿Por qué no preguntarle por la suya? Hasta entonces no había querido hacerle preguntas personales para no parecer interesada. No quería que pensara que se encontraba cómoda con la idea del matrimonio... Tuvo que sonreír, irónica, cuando vio su imagen reflejada en el espejo. No era la imagen de una mujer que se sintiera cómoda en absoluto. Tenía los hombros tensos, como si llevara un gran peso sobre ellos. Su pelo, suelto, parecía un poco salvaje. Y el deseo que sentía por Luc parecía reflejarse en cada curva de su cuerpo bajo aquel ligero vestido de algodón. Debería haberse puesto algo menos invitador. Aunque su reacción ante Pedro habría sido la misma.
Era demasiado tarde para cambiarse. Pedro se daría cuenta de que estaba incómoda... Mejor concentrarse en averiguar qué quería, por qué deseaba casarse con ella. Pero la verdad era que no podía esconderse de Pedro Alfonso. Si no estaba presente, lo estaba en su cabeza desde el día que apareció frente a la puerta de su casa. Y tenía que enfrentarse con todo lo que él representaba. Posponer la hora de la verdad no serviría de nada. La televisión seguía encendida y cuando la apagó, el abrupto silencio le pareció como un redoble de tambor que anunciaba la hora. El escenario estaba listo y, sin duda, Pedro estaría dispuesto a empezar la función. Lo que Paula tenía que hacer era controlar que no se le escapara de las manos.
—¿Pau? —la llamó Pedro desde la cocina.
—Sí, voy. ¿Quieres que te eche una mano?
—No, estoy sirviendo la ensalada. Espérame en la terraza.
La mesa era redonda, para seis personas, no tan grande como para resultar incómoda, pero sí lo suficiente como para no tener que rozarse. Pedro apareció enseguida con la ensalada y los filetes.
—Es una receta mía. Espero que te guste.
—Seguro que sí —sonrió Paula.
—Se está bien aquí, ¿Verdad?
—Sí... y gracias por todo, Pepe.
—De nada. ¿Tienes hambre?
La cena era irrelevante. Sus ojos le decían que quería comérsela a ella. Y, en su corazón, Paula sabía que quería ser comida por Pedro Alfonso. El silencio era su enemigo. El decorado romántico, el brillo en los ojos de Pedro, la sensación de intimidad... el silencio parecía querer obligarla a olvidar aquellos seis años, olvidar lo que los había separado, volver a aquel tiempo de inocencia, cuando el amor que sentían el uno por el otro era suficiente, cuando las diferencias entre ellos eran irrelevantes.
Paula se obligó a hablar, de mil cosas, sobre todo de su familia. Tenía que recordar por qué no debía sucumbir a la tentación.
—¿Qué clase de trabajo haces ahora?
—Sigo diseñando edificios, aunque ahora soy el jefe del departamento —contestó él.
—Ah, qué bien. Has tardado poco en llegar a ese puesto.
Cuando se conocieron, seis años antes, Pedro era, el arquitecto más joven de la corporación Alfonso.
—Podríamos decir que tengo talento para ello —sonrió él, con arrogante confianza.
—Por no decir que eres el hijo del jefe.
El buen humor desapareció. Pedro se puso serio.
—¿No crees que me haya ganado el puesto?
Paula se mordió los labios. Que los Alfonso no hubieran sido justos con ella no significaba que ella no lo fuera con Pedro.
—Creo que eres capaz de llegar a donde quieras... y sé que eres un arquitecto brillante. Lo que quería decir es que estás atado a tu padre. ¿No te educó para que ocuparas el puesto que ocupas ahora? Arquitectura, ingeniería... el hijo perfecto para el propietario de una famosa inmobiliaria.
—Yo siempre estuve interesado por la arquitectura, Pau. Yo elegí esa carrera, pero podría haber hecho cualquier otra. No lo hice por mi padre, te lo aseguro.
Era verdad. Además, había decidido mantener una relación con ella a pesar de la oposición de Horacio Alfonso. Sólo unas supuestas pruebas de infidelidad pudieron dar al traste con la relación. Pedro no era una herramienta de su padre, pero estar conectado con el negocio familiar lo hacía vulnerable a cualquier manipulación. Y los lazos de sangre no eran fáciles de romper. Sentía que se había ganado su puesto, eso era indudable, y estaba orgulloso de ello. Pero no dejaría la empresa familiar. Por mucho que Nico le importase.
sábado, 29 de octubre de 2016
Un Amor Inocente: Capítulo 19
Paula se puso un ligero vestido blanco de algodón y se cepilló el pelo, que había llevado en una coleta todo el día. Pedro había salido a buscar la cena, así que no se molestó en ponerse las sandalias, saliendo descalza del baño para ver qué estaba haciendo Nico. En pijama, el niño estaba viendo la televisión y comiendo una enorme porción de pizza.
—¿Ya ha vuelto Pedro?
—Sí, está en la ducha.
—¿No nos esperas para cenar? —preguntó Paula.
—Tengo hambre y papá me ha dicho que podía comer aquí —contestó su hijo, con la boca llena—. Y en la cocina hay más cosas.
—Voy a ver.
En lugar de una pizza, sobre la encimera de la cocina estaban los ingredientes para una deliciosa ensalada: lechuga, tomates, pepinos, cebolletas y aguacates. Además, había pan de ajo y unos filetes marinándose en una salsa...
—He pensado que podríamos hacer una cena decente —oyó la voz de Pedro a su espalda. Iba descalzo, con unos pantalones cortos blancos y una camisa hawaiana que no se había molestado en abrochar.
Paula se quedó sin aire. El deseo apareció de repente, incontrolable, y tuvo que tragar saliva varias veces para poder hablar:
—Voy a lavar la lechuga.
—Y yo pondré la mesa en la terraza. Así podremos charlar sin tener que oír los dibujos.
Charlar. Paula se agarró a esa palabra como si fuera un salvavidas. La primera noche, Pedro quiso que le contara cómo había sido el embarazo, el parto, la infancia de Nico. Se había perdido todos esos años y quería recuperarlos de alguna forma. Pero cuando empezó a preguntarle por sus planes, Paula decidió que era el momento de darle las buenas noches. No quería caer en la trampa de hablar de matrimonio. ¿Qué tendría en mente Pedro para esa noche? ¿Debería excusarse, decir que le dolía la cabeza?
—He encontrado una botella de vino... y está bastante fría —sonrió él, mientras sacaba las copas, ¡Vino!
En aquella situación, beber alcohol no sería buena idea. Pero si lo rechazaba, Pedro se percataría de que pasaba algo y no quería darle explicaciones. Además, una copa no se le subiría a la cabeza, pensó.
—Gracias.
—Me he acordado de que te gustaba la tarta de queso —siguió él, con una sonrisa en los labios—. He comprado una que tiene trocitos de mango.
Estaba recordando algo más que la tarta de queso, pensó Paula. Y haciendo que ella recordase también.
—Pensé que ibas a comprar pizza.
—Ha sido un impulsivo cambio de opinión. Espero que te guste.
—Sí, claro que sí. Sobre todo la tarta de queso, gracias.
Pedro no la había tocado, no la había rozado siquiera. Y parecía completamente relajado mientras hacía los filetes, hablando sobre lo que habían hecho aquel día, actuando como un padre feliz... Como un marido feliz que compartía una cena con su esposa... antes de compartir mucho más en la cama.
Paula no podía borrar aquel pensamiento de su cabeza. Estaba tan nerviosa que preparó la ensalada sin darse ni cuenta. Luego la sacó a la terraza y se quedó allí unos segundos, intentando calmarse. No iba a pasar nada a menos que ella quisiera que pasara. Decidió recordar eso, en un desesperado esfuerzo por controlar el deseo que empezaba a apoderarse de ella, susurrando promesas de placer, haciendo que se preguntara por qué no iba a aceptar lo que él le ofrecía. Eso no la comprometía a casarse...
—Hace una noche preciosa, ¿verdad?
Su corazón dió un vuelco. Pedro estaba en la terraza, detrás de ella, con la botella de vino en un cubo de hielo.
—Sí, preciosa.
—Nico se ha quedado dormido en el sofá. ¿Quieres que lo lleve a la cama?
—Lo haré yo... Tú termina de hacer los filetes —contestó Paula, sin mirarlo. Un respiro. Unos segundos de tranquilidad para poner en orden sus ideas.
—Muy bien —contestó Pedro.
Nico no se movió cuando lo tomó en brazos. Estaba completamente en paz, perdido en su sueño felíz de niño, dejando que sus padres se encargaran de su futuro. Paula deseó tener una bola de cristal para ver lo que iba a depararles. Por el momento, se ocupaba del día a día, intentando no tomar decisiones que podrían tener consecuencias desastrosas.
—¿Ya ha vuelto Pedro?
—Sí, está en la ducha.
—¿No nos esperas para cenar? —preguntó Paula.
—Tengo hambre y papá me ha dicho que podía comer aquí —contestó su hijo, con la boca llena—. Y en la cocina hay más cosas.
—Voy a ver.
En lugar de una pizza, sobre la encimera de la cocina estaban los ingredientes para una deliciosa ensalada: lechuga, tomates, pepinos, cebolletas y aguacates. Además, había pan de ajo y unos filetes marinándose en una salsa...
—He pensado que podríamos hacer una cena decente —oyó la voz de Pedro a su espalda. Iba descalzo, con unos pantalones cortos blancos y una camisa hawaiana que no se había molestado en abrochar.
Paula se quedó sin aire. El deseo apareció de repente, incontrolable, y tuvo que tragar saliva varias veces para poder hablar:
—Voy a lavar la lechuga.
—Y yo pondré la mesa en la terraza. Así podremos charlar sin tener que oír los dibujos.
Charlar. Paula se agarró a esa palabra como si fuera un salvavidas. La primera noche, Pedro quiso que le contara cómo había sido el embarazo, el parto, la infancia de Nico. Se había perdido todos esos años y quería recuperarlos de alguna forma. Pero cuando empezó a preguntarle por sus planes, Paula decidió que era el momento de darle las buenas noches. No quería caer en la trampa de hablar de matrimonio. ¿Qué tendría en mente Pedro para esa noche? ¿Debería excusarse, decir que le dolía la cabeza?
—He encontrado una botella de vino... y está bastante fría —sonrió él, mientras sacaba las copas, ¡Vino!
En aquella situación, beber alcohol no sería buena idea. Pero si lo rechazaba, Pedro se percataría de que pasaba algo y no quería darle explicaciones. Además, una copa no se le subiría a la cabeza, pensó.
—Gracias.
—Me he acordado de que te gustaba la tarta de queso —siguió él, con una sonrisa en los labios—. He comprado una que tiene trocitos de mango.
Estaba recordando algo más que la tarta de queso, pensó Paula. Y haciendo que ella recordase también.
—Pensé que ibas a comprar pizza.
—Ha sido un impulsivo cambio de opinión. Espero que te guste.
—Sí, claro que sí. Sobre todo la tarta de queso, gracias.
Pedro no la había tocado, no la había rozado siquiera. Y parecía completamente relajado mientras hacía los filetes, hablando sobre lo que habían hecho aquel día, actuando como un padre feliz... Como un marido feliz que compartía una cena con su esposa... antes de compartir mucho más en la cama.
Paula no podía borrar aquel pensamiento de su cabeza. Estaba tan nerviosa que preparó la ensalada sin darse ni cuenta. Luego la sacó a la terraza y se quedó allí unos segundos, intentando calmarse. No iba a pasar nada a menos que ella quisiera que pasara. Decidió recordar eso, en un desesperado esfuerzo por controlar el deseo que empezaba a apoderarse de ella, susurrando promesas de placer, haciendo que se preguntara por qué no iba a aceptar lo que él le ofrecía. Eso no la comprometía a casarse...
—Hace una noche preciosa, ¿verdad?
Su corazón dió un vuelco. Pedro estaba en la terraza, detrás de ella, con la botella de vino en un cubo de hielo.
—Sí, preciosa.
—Nico se ha quedado dormido en el sofá. ¿Quieres que lo lleve a la cama?
—Lo haré yo... Tú termina de hacer los filetes —contestó Paula, sin mirarlo. Un respiro. Unos segundos de tranquilidad para poner en orden sus ideas.
—Muy bien —contestó Pedro.
Nico no se movió cuando lo tomó en brazos. Estaba completamente en paz, perdido en su sueño felíz de niño, dejando que sus padres se encargaran de su futuro. Paula deseó tener una bola de cristal para ver lo que iba a depararles. Por el momento, se ocupaba del día a día, intentando no tomar decisiones que podrían tener consecuencias desastrosas.
Un Amor Inocente: Capítulo 18
Pedro descubrió, sorprendido, que no le importaba lo que sus padres pensaran de su ausencia. Durante toda la vida había ido a las fiestas familiares, se había comportado como esperaban los Alfonso, había recibido las recompensas prometidas... Pero robarle a Paula, robarle a Nico... eso había matado las consideraciones que pudiera tener por sus sentimientos. No quería estar con ellos. No estaba seguro de si querría volver a estar con ellos algún día. Y, desde luego, nunca sin Paula y Nicoa su lado. El domingo de Pascua... Sin duda lo echarían de menos y su ausencia sería comentada por los familiares. Pero para Pedro el domingo de Pascua sólo era un día más, veinticuatro horas de espera antes de marcharse de vacaciones con Paula y Nico.
Miró la puerta que su padre acababa de cerrar de un portazo y sintió que el mundo que había conocido hasta aquel momento empezaba a difuminarse, a perder influencia. Sospechaba que, cuanto más tiempo estuviera alejado de ese mundo menos significaría para él. De hecho, había dejado de ser importante seis años atrás... sólo un vacío en el que había flotado desde que su familia se libró de Paula. ¿Los echaría de menos? No los necesitaba. Necesitaba a Paula. Y a su hijo. Aunque no podía negar que sentía una amarga necesidad de que sus padres reconocieran la injusticia que habían cometido... que la reconocieran y le pusieran remedio.
Otro día de placeres culpables, pensó Paula bajo la ducha de aquel lujoso cuarto de baño. Pedro lo pagaba todo, absolutamente todo... y ella no debería estar allí. Asientos de primera clase en el avión, el primer viaje en avión para Nico. Una casa de lujo con todas las comodidades, en primera línea de playa, una televisión de plasma con montones de canales infantiles para su hijo... El día anterior lo habían pasado estupendamente en Sea World, viendo los osos polares, las focas y los delfines. Y Nico disfrutó como loco aquella tarde en el parque de la Warner.
También ella lo estaba pasando bien, sería absurdo negarlo, pero empezaba a tener la sensación de estar en deuda con Pedro, a pesar de que, según él, le debía mucho más de lo que podría pagar. Pero lo peor era el placer secreto de estar con él. Cuanto más tiempo estaba con Pedro, más recordaba todo lo que había amado en él seis años atrás. Era absurdo pensar que hacía aquello sólo por Nico. Estando allí, en la ducha, frotándose con aquel jabón que olía a jazmín, recordaba cómo la había acariciado Pedro y echaba de menos esa intimidad.
Él la deseaba, eso estaba claro. Era imposible no ver el deseo en sus ojos. No decía nada abiertamente sexual, pero la situación era muy incómoda. Paula tenía que controlar todo lo que decía para que él no lo tomara como una insinuación. La atracción física que sentía por Pedro era innegable cada vez que la rozaba, que tomaba su mano, que le pasaba un brazo por la cintura. No había nada sexual en esos gestos, pero le hacía desear más.
«Cásate conmigo...» Ojalá fuera tan sencillo, pensó Paula. No podía creer que lo fuera. Pedro podía pensar que controlaba todos los complejos factores de un posible matrimonio, pero ella sabía que unas sombras amenazaban con estrangular la felicidad, que siempre estarían allí, acechando. Además, tenía dudas sobre los motivos de Pedro para querer casarse con ella. Pedro no la amaba. La deseaba, pero no estaba enamorado. Suspirando, terminó de ducharse y se envolvió en una esponjosa toalla. Esa clase de vida en la que el dinero nunca era objeto de discusión era horriblemente tentadora. Y podía ser adictiva. ¿Querría Pedro que lo fuera? ¿Querría que se acostumbrase a tenerlo todo? ¿Era una forma de manipularla? Unas vacaciones de lujo... Pero las vacaciones no eran la vida real, se dijo a sí misma. Eran más bien un sueño, una escapada. Debía recordar eso y no dejarse manipular.
Miró la puerta que su padre acababa de cerrar de un portazo y sintió que el mundo que había conocido hasta aquel momento empezaba a difuminarse, a perder influencia. Sospechaba que, cuanto más tiempo estuviera alejado de ese mundo menos significaría para él. De hecho, había dejado de ser importante seis años atrás... sólo un vacío en el que había flotado desde que su familia se libró de Paula. ¿Los echaría de menos? No los necesitaba. Necesitaba a Paula. Y a su hijo. Aunque no podía negar que sentía una amarga necesidad de que sus padres reconocieran la injusticia que habían cometido... que la reconocieran y le pusieran remedio.
Otro día de placeres culpables, pensó Paula bajo la ducha de aquel lujoso cuarto de baño. Pedro lo pagaba todo, absolutamente todo... y ella no debería estar allí. Asientos de primera clase en el avión, el primer viaje en avión para Nico. Una casa de lujo con todas las comodidades, en primera línea de playa, una televisión de plasma con montones de canales infantiles para su hijo... El día anterior lo habían pasado estupendamente en Sea World, viendo los osos polares, las focas y los delfines. Y Nico disfrutó como loco aquella tarde en el parque de la Warner.
También ella lo estaba pasando bien, sería absurdo negarlo, pero empezaba a tener la sensación de estar en deuda con Pedro, a pesar de que, según él, le debía mucho más de lo que podría pagar. Pero lo peor era el placer secreto de estar con él. Cuanto más tiempo estaba con Pedro, más recordaba todo lo que había amado en él seis años atrás. Era absurdo pensar que hacía aquello sólo por Nico. Estando allí, en la ducha, frotándose con aquel jabón que olía a jazmín, recordaba cómo la había acariciado Pedro y echaba de menos esa intimidad.
Él la deseaba, eso estaba claro. Era imposible no ver el deseo en sus ojos. No decía nada abiertamente sexual, pero la situación era muy incómoda. Paula tenía que controlar todo lo que decía para que él no lo tomara como una insinuación. La atracción física que sentía por Pedro era innegable cada vez que la rozaba, que tomaba su mano, que le pasaba un brazo por la cintura. No había nada sexual en esos gestos, pero le hacía desear más.
«Cásate conmigo...» Ojalá fuera tan sencillo, pensó Paula. No podía creer que lo fuera. Pedro podía pensar que controlaba todos los complejos factores de un posible matrimonio, pero ella sabía que unas sombras amenazaban con estrangular la felicidad, que siempre estarían allí, acechando. Además, tenía dudas sobre los motivos de Pedro para querer casarse con ella. Pedro no la amaba. La deseaba, pero no estaba enamorado. Suspirando, terminó de ducharse y se envolvió en una esponjosa toalla. Esa clase de vida en la que el dinero nunca era objeto de discusión era horriblemente tentadora. Y podía ser adictiva. ¿Querría Pedro que lo fuera? ¿Querría que se acostumbrase a tenerlo todo? ¿Era una forma de manipularla? Unas vacaciones de lujo... Pero las vacaciones no eran la vida real, se dijo a sí misma. Eran más bien un sueño, una escapada. Debía recordar eso y no dejarse manipular.
Un Amor Inocente: Capítulo 17
Pedro guardó los planos del nuevo complejo de departamentos que estaba diseñando y se dispuso a limpiar el escritorio. Al día siguiente era Viernes Santo y el sábado Nico tenía partido. Y el lunes... Pedro sonrió. El lunes llevaría a Nico y a Paula a la Costa Dorada, en Queensland, para unas vacaciones familiares.
La falta de confianza de Paula le había dado la idea. Como padre «separado», Pedro tenía derecho a llevarse al niño una semana de vacaciones. Si Paula no quería dejar a Nico solo con él... Seguía teniendo miedo de la familia Alfonso y no podía culparla. Pero cuando le mostró las fotografías de la casa de tres dormitorios que había alquilado y los sitios a los que podían llevar a Nico: Sea World, el parque de atracciones de la Warner, los parques temáticos... Sí, serían unas estupendas vacaciones familiares. Paula no podía negarse.
—Tres dormitorios —había repetido ella.
—Desde luego —le aseguró Pedro, aunque, en realidad, lo que deseaba era que sólo usaran dos.
Aquella vez pensaba llevar a cabo una deliberada seducción. Una vez que Paula estuviera compartiendo su cama, sintiéndose querida, el paso al matrimonio no sería tan complicado. La quería como esposa y quería que Nico no fuera su único hijo. Odiaba haberse perdido tantos años de la vida del niño, no haberlo conocido cuando era un bebé, no haber podido ayudarlo a dar sus primeros pasos. Pero cuando se casaran... Entonces se le ocurrió que no sabía nada del parto, si había estado sola, si fue fácil o difícil. Y tampoco sabía si Paula quería tener más hijos.
Habían tenido tan poco tiempo para hablar en privado... Paula evitaba estar a solas con él. Pero sería imposible evitarlo si compartían casa durante una semana. Cuando Nico se fuera a la cama...
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por la repentina llegada de su padre. Sin anunciarse, sin aviso de la secretaria, Horacio Alfonso entró en su despacho con la autoridad de un hombre acostumbrado a hacerse obedecer. Pedro adoptó un aire relajado, apoyándose en el respaldo del sillón y mirando a su padre con cierta curiosidad.
—¿A qué debo este honor?
Desde su enfrentamiento sobre Paula dos meses antes, sólo se habían encontrado en las reuniones del consejo de administración. Su padre lo miró sin poder disimular su impaciencia.
—Vamos a celebrar una comida el domingo de Pascua, como todos los años.
Eso significaba una reunión de familias italianas.
—Me alegro de que mamá esté más animada.
Horacio Alfonso apretó los labios.
—Me asombra que te preocupes por sus sentimientos. Ni siquiera te has molestado en visitarla...
—Soy yo el que siempre se preocupa por los sentimientos de todo el mundo, papá. Cuando alguien empiece a preocuparse por los míos...
—Tu madre sigue destrozada por la muerte de Fede.
—Lo sé. Y el hijo que le queda no es el que ella querría...
—Eres su único hijo ahora.
—No esperes que me ponga a dar saltos de alegría.
—Fede era tu hermano...
—Más tu hijo que mi hermano —lo interrumpió Pedro—. Te era leal a tí, no a mí. Me vendió para conseguir tu aprobación.
—Te salvó de hacer una locura —le espetó su padre.
Pedro respiró profundamente, intentando controlar las violentas emociones que amenazaban con convertir aquella conversación en una pelea. No tenía sentido discutir con su padre, era como hablar con una pared.
—¿Has dicho todo lo que tenías que decir?
Pedro observó cómo su padre libraba una batalla interna para controlar su cólera. Luego pareció llegar a la conclusión de que era mejor cambiar de tema:
—Tu madre te espera el domingo —anunció, dejando claro que a él su presencia le era indiferente.
—¿Paula y Nicolás están invitados?
—No —contestó Horacio, sin pensárselo un momento.
En realidad, daba igual, pensó Pedro. Sería imposible convencer a Paula para que fuera a su casa. Aún era demasiado pronto.
—Entonces, yo tampoco iré.
Su padre lo miró, furioso.
—Tu madre se llevará un disgusto.
—Siento disgustarla, pero es culpa tuya, papá. Vamos a poner esto en perspectiva.
—¿Qué perspectiva? Yo sólo espero que dejes de estar ciego algún día.
Con la satisfacción de haber dicho la última palabra, Horacio salió del despacho y cerró de un portazo.
La falta de confianza de Paula le había dado la idea. Como padre «separado», Pedro tenía derecho a llevarse al niño una semana de vacaciones. Si Paula no quería dejar a Nico solo con él... Seguía teniendo miedo de la familia Alfonso y no podía culparla. Pero cuando le mostró las fotografías de la casa de tres dormitorios que había alquilado y los sitios a los que podían llevar a Nico: Sea World, el parque de atracciones de la Warner, los parques temáticos... Sí, serían unas estupendas vacaciones familiares. Paula no podía negarse.
—Tres dormitorios —había repetido ella.
—Desde luego —le aseguró Pedro, aunque, en realidad, lo que deseaba era que sólo usaran dos.
Aquella vez pensaba llevar a cabo una deliberada seducción. Una vez que Paula estuviera compartiendo su cama, sintiéndose querida, el paso al matrimonio no sería tan complicado. La quería como esposa y quería que Nico no fuera su único hijo. Odiaba haberse perdido tantos años de la vida del niño, no haberlo conocido cuando era un bebé, no haber podido ayudarlo a dar sus primeros pasos. Pero cuando se casaran... Entonces se le ocurrió que no sabía nada del parto, si había estado sola, si fue fácil o difícil. Y tampoco sabía si Paula quería tener más hijos.
Habían tenido tan poco tiempo para hablar en privado... Paula evitaba estar a solas con él. Pero sería imposible evitarlo si compartían casa durante una semana. Cuando Nico se fuera a la cama...
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por la repentina llegada de su padre. Sin anunciarse, sin aviso de la secretaria, Horacio Alfonso entró en su despacho con la autoridad de un hombre acostumbrado a hacerse obedecer. Pedro adoptó un aire relajado, apoyándose en el respaldo del sillón y mirando a su padre con cierta curiosidad.
—¿A qué debo este honor?
Desde su enfrentamiento sobre Paula dos meses antes, sólo se habían encontrado en las reuniones del consejo de administración. Su padre lo miró sin poder disimular su impaciencia.
—Vamos a celebrar una comida el domingo de Pascua, como todos los años.
Eso significaba una reunión de familias italianas.
—Me alegro de que mamá esté más animada.
Horacio Alfonso apretó los labios.
—Me asombra que te preocupes por sus sentimientos. Ni siquiera te has molestado en visitarla...
—Soy yo el que siempre se preocupa por los sentimientos de todo el mundo, papá. Cuando alguien empiece a preocuparse por los míos...
—Tu madre sigue destrozada por la muerte de Fede.
—Lo sé. Y el hijo que le queda no es el que ella querría...
—Eres su único hijo ahora.
—No esperes que me ponga a dar saltos de alegría.
—Fede era tu hermano...
—Más tu hijo que mi hermano —lo interrumpió Pedro—. Te era leal a tí, no a mí. Me vendió para conseguir tu aprobación.
—Te salvó de hacer una locura —le espetó su padre.
Pedro respiró profundamente, intentando controlar las violentas emociones que amenazaban con convertir aquella conversación en una pelea. No tenía sentido discutir con su padre, era como hablar con una pared.
—¿Has dicho todo lo que tenías que decir?
Pedro observó cómo su padre libraba una batalla interna para controlar su cólera. Luego pareció llegar a la conclusión de que era mejor cambiar de tema:
—Tu madre te espera el domingo —anunció, dejando claro que a él su presencia le era indiferente.
—¿Paula y Nicolás están invitados?
—No —contestó Horacio, sin pensárselo un momento.
En realidad, daba igual, pensó Pedro. Sería imposible convencer a Paula para que fuera a su casa. Aún era demasiado pronto.
—Entonces, yo tampoco iré.
Su padre lo miró, furioso.
—Tu madre se llevará un disgusto.
—Siento disgustarla, pero es culpa tuya, papá. Vamos a poner esto en perspectiva.
—¿Qué perspectiva? Yo sólo espero que dejes de estar ciego algún día.
Con la satisfacción de haber dicho la última palabra, Horacio salió del despacho y cerró de un portazo.
jueves, 27 de octubre de 2016
Un Amor Inocente: Capítulo 16
Mañana van a elegir a los niños para el equipo de fútbol —anunció Nico, mientras volvían a casa—. ¿Vas a venir, papá?
—Tu padre tiene otras cosas que hacer mañana, cariño —intervino Paula.
Tener que soportar la propuesta de matrimonio dos días seguidos era demasiado para ella. Además, una visita en domingo no era parte del acuerdo.
—Seguro que los demás padres estarán allí —replicó Pedro, apretando el volante.
Paula sabía lo que estaba pensando: le habían robado cinco años de la vida de su hijo y ella seguía poniéndole obstáculos. Era injusto. Pero no sabía qué hacer, ya no sabía lo que estaba bien o mal. ¿Estaba siendo egoísta al limitar los días de visita? ¿Tenía que proteger a su hijo de los Alfonso cuando Pedro se había puesto tan inequívocamente de su lado?
—Es a las cuatro —dijo Nico—. Puedes hacer cosas el resto del día.
Paula cerró los ojos, desesperada. Pedro no estaba presionando para hacer las cosas a su manera. Era el propio Nico quien quería contar con su padre.
—A lo mejor podría pasarme un rato... —empezó a decir Pedro, tentando las aguas.
—Sí, a Nico le gustaría —suspiró ella por fin, vencida.
El alivio de Pedro era palpable. Y, al ver el brillo de alegría en los ojos de su hijo ante la posibilidad de que su padre fuera a verlo al entrenamiento, resultaba difícil lamentar esa decisión. No, posibilidad no, certeza. Paula estaba segura de que iría y Pedro se lo confirmó antes de despedirse, dándole las gracias por permitirle pasar un día más con Nico. Afortunadamente, no le pidió nada más. No con palabras, pero sí con los ojos. Quería tirar las barreras que había entre ellos y sabía que no estaría contento hasta que no hubiera límites en su relación. Pero ¿Por qué tanto interés? ¿Amor, posesión, venganza? Todos ellos sentimientos poderosos.
Paula estuvo despierta hasta muy tarde, dándole vueltas y vueltas al asunto. Pedro le había tirado el guante a sus padres: o la aceptaban a ella y a su hijo o lo perdían a él. Y esperaba ganar el reto.
El método usado para separarlos había sido muy sucio y demostraba hasta dónde podían llegar los Alfonso cuando querían algo. Y, en su opinión, el dolor de haber perdido a Federico no haría que cambiasen de actitud hacia ella. Querrían que Pedro cumpliera con su papel más que nunca, siendo el único hijo.
Pedro pensaba que Nico sería el factor determinante, su único nieto, pero Paula dudaba que el niño pudiera hacerlos cambiar de opinión. Los cien mil dólares del fideicomiso probaban cuánto estaban dispuestos a pagar para que ni ella ni su hijo se mezclaran en sus vidas. Seguramente, verían la reacción de Pedro ante la confesión de Federico como una rebelión contra ellos por haberlo manipulado y quizá se lo pensarían dos veces antes de meterse en su vida, pero Nico y ella... Podría convertirse en una amarga batalla.
La muerte de Federico había puesto en marcha algo que Paula no podía detener. Por su hijo. Pero no sabía si, al final, acabaría siendo un desastre. Por fin, se quedó dormida. Nico la despertó a la mañana siguiente, emocionado, diciendo que iba a jugar al fútbol todo el día para practicar. No tenía que preguntar por qué. La palabra «papá» aparecía prácticamente en cada frase. Pedro ya estaba en las gradas cuando llegaron al campo. Nico, por supuesto, ya había visto el Ferrari rojo en el aparcamiento y buscaba a su padre con la mirada.
Era muy fácil enamorarse de Pedro Alfonso, pero la experiencia y los años habían enseñado a Paula a controlar sus emociones. Nico no podía hacer lo mismo. ¿Cómo iba a saber el niño que debía protegerse, que aquello no era seguro? Había ciento sesenta y cinco niños en el campo de fútbol y el entrenador tenía que elegir el equipo de entre todos ellos. Cuando le tocó el turno a Nico, corrió como una bala por el campo, dispuesto a demostrar lo bueno que era. Pedro sonrió.
—Muy espabilado, ¿Verdad?
—Mucho —asintió ella—. Los partidos de la liga infantil son los sábados, así que podrás verlos.
Él se puso serio entonces.
—Yo no tengo nada que hacer los domingos, Pau. Preferiría pasarlos con ustedes.
—Pero tú tienes tu vida...
—Estoy mucho más interesado en una vida contigo y con Nico —replicó él.
—Vivimos en mundos diferentes, Pedro.
—¿Estás diciendo que debo dejarlo todo para poder estar con ustedes?
El corazón de Paula empezó a dar saltos. ¿Lo haría? ¿Lo dejaría todo por ellos? Pero lo lamentaría y la culparía a ella después.
—No, sólo digo que somos prisioneros de nosotros mismos, de nuestro propio pasado, y sería absurdo no reconocerlo.
Pedro sonrió, irónico.
—Sí, en eso tienes razón. Vivimos en una prisión, pero te sorprendería saber las ganas que tengo de librarme de la mía.
—Pero estás presionando a tus padres para que nos acepten y no van a hacerlo.
—Sólo estoy dándoles una oportunidad...
—Los estás obligando.
—No, les he dicho que tienen dos opciones. Ellos verán.
—¿Estás dispuesto a dejarlo todo? —preguntó Paula. No podía creerlo.
—Si tengo que hacerlo, sí.
Su corazón se derritió. Toda la resistencia, todas las dudas desaparecían ante aquella frase. Pedro apretó su mano entonces y fue como si le diera un ancla que impediría que se perdiera en la tormenta.
—No dudes de mi compromiso contigo y con Nico, Pau —dijo en voz baja—. No lo dudes ni un segundo.
Ella asintió con la cabeza. Quizá porque llevaba tanto tiempo sola... Y Pedro era el padre de Nico, el único hombre a que había amado en toda su vida. Debían esta juntos, ser una familia...
—¡Vamos, Nico!
El grito de Pedro interrumpió sus pensamientos. Paula vió a su hijo correr detrás de la pelota, engañar al portero y...
—¡Gol! —gritaron Pedro y Paula a la vez, entusiasmados.
Nico se volvió para comprobar si habían visto su hazaña y Paula aplaudió tan fuerte que le dolían las manos.
—¡Bien hecho, Nico! —gritó, con un nudo en la garganta.
—¡Ése es nuestro hijo! —sonrió Pedro, pasándole un brazo por los hombros—. El más rápido, el mejor.
¿Y si hubiera sido el más lento, el peor?, se preguntó ella. Pero no lo era, de modo que sería absurdo hacerse esas preguntas. Dudaba que Nico fuera malo en algo. Era hijo de Pedro. Y suyo.
—Cásate conmigo, Pau—le dijo él entonces, al oído—. Así es como debe ser.
Quería decir que sí. Estando tan cerca de él, todo su cuerpo anhelaba la intimidad, pero el miedo a las consecuencias era más fuerte.
—Dame tiempo —murmuró.
—En fin, por lo menos no es un «no» —intentó sonreír Pedro, apretando su mano posesivamente—. Estoy aquí para quedarme, Pau. Cuanto antes te des cuenta de eso, antes seremos una familia.
Eso podría ser verdad. Pero ella seguía teniendo miedo al compromiso. Había un largo futuro por delante. Y Pedro debía probar que estaba diciendo la verdad.
—Tu padre tiene otras cosas que hacer mañana, cariño —intervino Paula.
Tener que soportar la propuesta de matrimonio dos días seguidos era demasiado para ella. Además, una visita en domingo no era parte del acuerdo.
—Seguro que los demás padres estarán allí —replicó Pedro, apretando el volante.
Paula sabía lo que estaba pensando: le habían robado cinco años de la vida de su hijo y ella seguía poniéndole obstáculos. Era injusto. Pero no sabía qué hacer, ya no sabía lo que estaba bien o mal. ¿Estaba siendo egoísta al limitar los días de visita? ¿Tenía que proteger a su hijo de los Alfonso cuando Pedro se había puesto tan inequívocamente de su lado?
—Es a las cuatro —dijo Nico—. Puedes hacer cosas el resto del día.
Paula cerró los ojos, desesperada. Pedro no estaba presionando para hacer las cosas a su manera. Era el propio Nico quien quería contar con su padre.
—A lo mejor podría pasarme un rato... —empezó a decir Pedro, tentando las aguas.
—Sí, a Nico le gustaría —suspiró ella por fin, vencida.
El alivio de Pedro era palpable. Y, al ver el brillo de alegría en los ojos de su hijo ante la posibilidad de que su padre fuera a verlo al entrenamiento, resultaba difícil lamentar esa decisión. No, posibilidad no, certeza. Paula estaba segura de que iría y Pedro se lo confirmó antes de despedirse, dándole las gracias por permitirle pasar un día más con Nico. Afortunadamente, no le pidió nada más. No con palabras, pero sí con los ojos. Quería tirar las barreras que había entre ellos y sabía que no estaría contento hasta que no hubiera límites en su relación. Pero ¿Por qué tanto interés? ¿Amor, posesión, venganza? Todos ellos sentimientos poderosos.
Paula estuvo despierta hasta muy tarde, dándole vueltas y vueltas al asunto. Pedro le había tirado el guante a sus padres: o la aceptaban a ella y a su hijo o lo perdían a él. Y esperaba ganar el reto.
El método usado para separarlos había sido muy sucio y demostraba hasta dónde podían llegar los Alfonso cuando querían algo. Y, en su opinión, el dolor de haber perdido a Federico no haría que cambiasen de actitud hacia ella. Querrían que Pedro cumpliera con su papel más que nunca, siendo el único hijo.
Pedro pensaba que Nico sería el factor determinante, su único nieto, pero Paula dudaba que el niño pudiera hacerlos cambiar de opinión. Los cien mil dólares del fideicomiso probaban cuánto estaban dispuestos a pagar para que ni ella ni su hijo se mezclaran en sus vidas. Seguramente, verían la reacción de Pedro ante la confesión de Federico como una rebelión contra ellos por haberlo manipulado y quizá se lo pensarían dos veces antes de meterse en su vida, pero Nico y ella... Podría convertirse en una amarga batalla.
La muerte de Federico había puesto en marcha algo que Paula no podía detener. Por su hijo. Pero no sabía si, al final, acabaría siendo un desastre. Por fin, se quedó dormida. Nico la despertó a la mañana siguiente, emocionado, diciendo que iba a jugar al fútbol todo el día para practicar. No tenía que preguntar por qué. La palabra «papá» aparecía prácticamente en cada frase. Pedro ya estaba en las gradas cuando llegaron al campo. Nico, por supuesto, ya había visto el Ferrari rojo en el aparcamiento y buscaba a su padre con la mirada.
Era muy fácil enamorarse de Pedro Alfonso, pero la experiencia y los años habían enseñado a Paula a controlar sus emociones. Nico no podía hacer lo mismo. ¿Cómo iba a saber el niño que debía protegerse, que aquello no era seguro? Había ciento sesenta y cinco niños en el campo de fútbol y el entrenador tenía que elegir el equipo de entre todos ellos. Cuando le tocó el turno a Nico, corrió como una bala por el campo, dispuesto a demostrar lo bueno que era. Pedro sonrió.
—Muy espabilado, ¿Verdad?
—Mucho —asintió ella—. Los partidos de la liga infantil son los sábados, así que podrás verlos.
Él se puso serio entonces.
—Yo no tengo nada que hacer los domingos, Pau. Preferiría pasarlos con ustedes.
—Pero tú tienes tu vida...
—Estoy mucho más interesado en una vida contigo y con Nico —replicó él.
—Vivimos en mundos diferentes, Pedro.
—¿Estás diciendo que debo dejarlo todo para poder estar con ustedes?
El corazón de Paula empezó a dar saltos. ¿Lo haría? ¿Lo dejaría todo por ellos? Pero lo lamentaría y la culparía a ella después.
—No, sólo digo que somos prisioneros de nosotros mismos, de nuestro propio pasado, y sería absurdo no reconocerlo.
Pedro sonrió, irónico.
—Sí, en eso tienes razón. Vivimos en una prisión, pero te sorprendería saber las ganas que tengo de librarme de la mía.
—Pero estás presionando a tus padres para que nos acepten y no van a hacerlo.
—Sólo estoy dándoles una oportunidad...
—Los estás obligando.
—No, les he dicho que tienen dos opciones. Ellos verán.
—¿Estás dispuesto a dejarlo todo? —preguntó Paula. No podía creerlo.
—Si tengo que hacerlo, sí.
Su corazón se derritió. Toda la resistencia, todas las dudas desaparecían ante aquella frase. Pedro apretó su mano entonces y fue como si le diera un ancla que impediría que se perdiera en la tormenta.
—No dudes de mi compromiso contigo y con Nico, Pau —dijo en voz baja—. No lo dudes ni un segundo.
Ella asintió con la cabeza. Quizá porque llevaba tanto tiempo sola... Y Pedro era el padre de Nico, el único hombre a que había amado en toda su vida. Debían esta juntos, ser una familia...
—¡Vamos, Nico!
El grito de Pedro interrumpió sus pensamientos. Paula vió a su hijo correr detrás de la pelota, engañar al portero y...
—¡Gol! —gritaron Pedro y Paula a la vez, entusiasmados.
Nico se volvió para comprobar si habían visto su hazaña y Paula aplaudió tan fuerte que le dolían las manos.
—¡Bien hecho, Nico! —gritó, con un nudo en la garganta.
—¡Ése es nuestro hijo! —sonrió Pedro, pasándole un brazo por los hombros—. El más rápido, el mejor.
¿Y si hubiera sido el más lento, el peor?, se preguntó ella. Pero no lo era, de modo que sería absurdo hacerse esas preguntas. Dudaba que Nico fuera malo en algo. Era hijo de Pedro. Y suyo.
—Cásate conmigo, Pau—le dijo él entonces, al oído—. Así es como debe ser.
Quería decir que sí. Estando tan cerca de él, todo su cuerpo anhelaba la intimidad, pero el miedo a las consecuencias era más fuerte.
—Dame tiempo —murmuró.
—En fin, por lo menos no es un «no» —intentó sonreír Pedro, apretando su mano posesivamente—. Estoy aquí para quedarme, Pau. Cuanto antes te des cuenta de eso, antes seremos una familia.
Eso podría ser verdad. Pero ella seguía teniendo miedo al compromiso. Había un largo futuro por delante. Y Pedro debía probar que estaba diciendo la verdad.
Un Amor Inocente: Capítulo 15
—¿Cómo?
—La otra noche...
—No —lo interrumpió ella, poniéndose colorada.
—No usé condón, Pau, y ya que tú no tienes relaciones con ningún otro hombre, supongo que no tomas la píldora.
—Era un... momento seguro del ciclo. Un hecho del que se había percatado, asustada, en cuanto Pedro se marchó.
—¿Segura?
—Sí, segura.
—Una pena. Yo esperaba que...
—¿Qué esperabas? —lo interrumpió ella, furiosa.
—Espero poder cuidar de tí esta vez. Tener un hijo al que cuidemos juntos desde el principio...
—¿Era eso lo que querías cuando me llevaste a la cama?
—No —contestó Pedro—. Cuando te llevé a la cama sólo te deseaba a tí, Pau. Por eso no me acordé de usar preservativo. Y tú tampoco te acordaste, por cierto. ¿Qué crees que significa eso?
Paula no contestó. No podía negar que entre ellos existía una poderosa atracción, pero el matrimonio era algo completamente diferente. No pensaba tomar una decisión a toda prisa. Seis años eran mucho tiempo y no estaba segura de que aquello pudiera funcionar.
Fueron a un restaurante del puerto, donde Pedro había reservado mesa frente a un ventanal para poder ver los barcos... muchos barcos aquel fin de semana. Eso le recordó cómo había conocido a pedro y su hermano.
Su madre y ella habían decidido mudarse a un departamento cerca del puerto cuando su padrastro las dejó. Paula estaba en segundo de carrera y había conseguido un trabajo de verano en una de las tiendas del muelle. La familia Alfonso tenía una casa cerca de allí, seguramente seguirían teniéndola. Ese verano, los hermanos Alfonso navegaban todos los fines de semana. Había conocido a Federico antes, en la tienda. A Paula le pareció un chico guapísimo hasta que apareció Pedro. No sólo era mucho más guapo; en comparación, Federico parecía casi insignificante.
Paula miró a los hombres que había en el restaurante; ninguno de ellos podía compararse con Pedro. Él demandaba atención, la exigía, y Paula sabía que mantenerlo a distancia iba a ser muy difícil. Después de comer, fueron al parque y Nico se empeñó en demostrarle a su padre lo bien que se tiraba por el tobogán, lo alto que subía en los columpios... Paula se dejó caer sobre la hierba, resignándose a otra conversación privada con Pedro.
—Vamos a hablar de matrimonio —dijo él, sin preámbulo alguno.
Paula arrancó una brizna de hierba y empezó a jugar con ella mientras intentaba poner en orden sus pensamientos.
—Has tenido tiempo de pensarlo —insistió Pedro.
—Han pasado muchos años. No te conozco...
—¿Necesitas más tiempo?
—Sí.
—Entonces, lo estás pensando.
La satisfacción que había en su voz hizo que Paula se rebelara.
—Hay muchas cosas que solucionar, Pedro.
—Dime qué has pensado.
—Por ejemplo, ¿Has hablado de esto con tus padres?
—Les he dicho que o te aceptan como mi esposa o me pierden a mí. Y después de perder a un hijo, no creo que quieran perder al único que les queda.
Paula se quedó sin palabras. Hablaba como si fuera una cosa ya decidida, ya formalizada.
—¿Cuándo se lo has dicho?
—Cuando le pregunté a mi padre si había querido pagar por un aborto. No la semana anterior, sino mucho antes... antes incluso de volver a verla. Lo había decidido entonces. ¿Por desprecio a su padre, por venganza?
—Tus padres no quieren que te cases conmigo.
—No tienen elección.
—Pero yo sí —dijo Paula.
—Te aceptarán. Tienen mucho que perder si no lo hacen.
—Yo no quiero estar en medio de una pelea familiar. No quiero que Nico sufra en este juego. Se dará cuenta... sabrá que no lo quieren. No puedes obligar a tus padres a que quieran al niño.
—Esto no es un juego, Pau. Créeme, lo digo completamente en serio. Mis padres querrán a Nico, sin reservas —insistió Pedro—. Es su nieto, su único nieto. Fede ha muerto sin tener hijos y el futuro de la familia Alfonso está en manos de los nuestros. De modo que Nico será fundamental para mis padres.
Paula sintió un escalofrío.
—No me cargues con esa responsabilidad. No es justo. Te estás aprovechando de la muerte de tu hermano... y por mucho daño que nos hiciera, eso no es justo. Esto no tiene arreglo, ¿Es que no lo ves? Deberías casarte con otra mujer y dejarnos a mí y a Nico fuera de esto.
—No voy a hacerlo —insistió Pedro—. Tú eres la única mujer a la que he querido... a la que querré nunca.
Paula apartó la mirada, temiendo que viera en sus ojos cómo la afectaban esas palabras. Pero él debió de interpretarlo como una reacción negativa porque, sin apenas pausa, habló con un tono más firme, más decidido:
—Y Nico es mi hijo.
—La otra noche...
—No —lo interrumpió ella, poniéndose colorada.
—No usé condón, Pau, y ya que tú no tienes relaciones con ningún otro hombre, supongo que no tomas la píldora.
—Era un... momento seguro del ciclo. Un hecho del que se había percatado, asustada, en cuanto Pedro se marchó.
—¿Segura?
—Sí, segura.
—Una pena. Yo esperaba que...
—¿Qué esperabas? —lo interrumpió ella, furiosa.
—Espero poder cuidar de tí esta vez. Tener un hijo al que cuidemos juntos desde el principio...
—¿Era eso lo que querías cuando me llevaste a la cama?
—No —contestó Pedro—. Cuando te llevé a la cama sólo te deseaba a tí, Pau. Por eso no me acordé de usar preservativo. Y tú tampoco te acordaste, por cierto. ¿Qué crees que significa eso?
Paula no contestó. No podía negar que entre ellos existía una poderosa atracción, pero el matrimonio era algo completamente diferente. No pensaba tomar una decisión a toda prisa. Seis años eran mucho tiempo y no estaba segura de que aquello pudiera funcionar.
Fueron a un restaurante del puerto, donde Pedro había reservado mesa frente a un ventanal para poder ver los barcos... muchos barcos aquel fin de semana. Eso le recordó cómo había conocido a pedro y su hermano.
Su madre y ella habían decidido mudarse a un departamento cerca del puerto cuando su padrastro las dejó. Paula estaba en segundo de carrera y había conseguido un trabajo de verano en una de las tiendas del muelle. La familia Alfonso tenía una casa cerca de allí, seguramente seguirían teniéndola. Ese verano, los hermanos Alfonso navegaban todos los fines de semana. Había conocido a Federico antes, en la tienda. A Paula le pareció un chico guapísimo hasta que apareció Pedro. No sólo era mucho más guapo; en comparación, Federico parecía casi insignificante.
Paula miró a los hombres que había en el restaurante; ninguno de ellos podía compararse con Pedro. Él demandaba atención, la exigía, y Paula sabía que mantenerlo a distancia iba a ser muy difícil. Después de comer, fueron al parque y Nico se empeñó en demostrarle a su padre lo bien que se tiraba por el tobogán, lo alto que subía en los columpios... Paula se dejó caer sobre la hierba, resignándose a otra conversación privada con Pedro.
—Vamos a hablar de matrimonio —dijo él, sin preámbulo alguno.
Paula arrancó una brizna de hierba y empezó a jugar con ella mientras intentaba poner en orden sus pensamientos.
—Has tenido tiempo de pensarlo —insistió Pedro.
—Han pasado muchos años. No te conozco...
—¿Necesitas más tiempo?
—Sí.
—Entonces, lo estás pensando.
La satisfacción que había en su voz hizo que Paula se rebelara.
—Hay muchas cosas que solucionar, Pedro.
—Dime qué has pensado.
—Por ejemplo, ¿Has hablado de esto con tus padres?
—Les he dicho que o te aceptan como mi esposa o me pierden a mí. Y después de perder a un hijo, no creo que quieran perder al único que les queda.
Paula se quedó sin palabras. Hablaba como si fuera una cosa ya decidida, ya formalizada.
—¿Cuándo se lo has dicho?
—Cuando le pregunté a mi padre si había querido pagar por un aborto. No la semana anterior, sino mucho antes... antes incluso de volver a verla. Lo había decidido entonces. ¿Por desprecio a su padre, por venganza?
—Tus padres no quieren que te cases conmigo.
—No tienen elección.
—Pero yo sí —dijo Paula.
—Te aceptarán. Tienen mucho que perder si no lo hacen.
—Yo no quiero estar en medio de una pelea familiar. No quiero que Nico sufra en este juego. Se dará cuenta... sabrá que no lo quieren. No puedes obligar a tus padres a que quieran al niño.
—Esto no es un juego, Pau. Créeme, lo digo completamente en serio. Mis padres querrán a Nico, sin reservas —insistió Pedro—. Es su nieto, su único nieto. Fede ha muerto sin tener hijos y el futuro de la familia Alfonso está en manos de los nuestros. De modo que Nico será fundamental para mis padres.
Paula sintió un escalofrío.
—No me cargues con esa responsabilidad. No es justo. Te estás aprovechando de la muerte de tu hermano... y por mucho daño que nos hiciera, eso no es justo. Esto no tiene arreglo, ¿Es que no lo ves? Deberías casarte con otra mujer y dejarnos a mí y a Nico fuera de esto.
—No voy a hacerlo —insistió Pedro—. Tú eres la única mujer a la que he querido... a la que querré nunca.
Paula apartó la mirada, temiendo que viera en sus ojos cómo la afectaban esas palabras. Pero él debió de interpretarlo como una reacción negativa porque, sin apenas pausa, habló con un tono más firme, más decidido:
—Y Nico es mi hijo.
Un Amor Inocente: Capítulo 14
-¡Papá está aquí! —gritó Nico desde el porche—. ¡Y ha venido en el coche rojo! ¡El Ferrari!
El niño había estado fuera, esperando impaciente a su padre, y la doble atracción del Ferrari era un peligro. Paula corrió hacia el porche a tiempo para ver a Nico abriendo la verja...
—¡No cruces la calle! Pedro, alertado, levantó una mano. —¡Espérame ahí!
Pedro obedeció, pero no podía contener la emoción mientras observaba a su padre, que sonreía a su vez, encantado con el recibimiento del niño. Cuando llegó a su lado, lo tomó en brazos y lo lanzó al aire, riendo.
—¿Qué tal la semana?
Mientras Pedro le contaba lo bien que le iba en el colegio, a Paula se le encogió el corazón. Era difícil aceptar que ella sola no podía darle a su hijo todo lo que necesitaba. Nico quería a su padre. Y se parecían, eso era innegable. La cuestión era: ¿Debía dejar que Pedro entrase en sus vidas para siempre? Había estado pensándolo toda la semana, pero no encontraba respuesta. Pedro había cambiado, como había cambiado ella. Pero ver cómo miraba a su hijo, ver la respuesta de Nico... Quizá Pedro era capaz de amar a alguien de verdad. Si se casaban... pero la familia Alfonso seguía detrás, un padre poderoso al que no le gustaría nada que se hicieran las cosas en contra de sus deseos.
Pedro la miró entonces y su mirada le dijo de forma inequívoca que tampoco él iba a permitir que, aquella vez, las cosas no se hicieran a su gusto.
—¿Puedo subir en el coche rojo, mamá? ¿Puedo?
—No cabemos todos, cariño. Si vamos a ir al puerto, tendremos que ir en nuestro coche...
—Podríamos dar una vuelta a la manzana —sugirió Pedro.
—Ya no es un extraño, mamá —dijo Nico—. Puedo ir con él, ¿No?
Paula se puso colorada al recordar el argumento que le había dado para protegerlo.
—Cinco minutos como máximo —prometió Pedro.
—Muy bien, de acuerdo.
Él sonrió, triunfante, mientras Nico daba saltos de alegría en los brazos de su padre, dejando a Paula con la sensación de que estaba perdiendo el control sobre la vida de su hijo. De hecho, había empezado a perder el control desde que Pedro Alfonso apareció en sus vidas. Suspirando, entró en la casa, guardó todo lo que necesitaba en la mochila y cerró la puerta.
El Ferrari pasó rugiendo a su lado mientras se dirigía al Alpha Romeo. Pedro había cumplido su palabra: cinco minutos. No quería asustarla. El problema era que resultaba difícil no asustarse cada vez que lo veía. Esperó al lado del coche, preguntándose cómo iba a soportar su presencia durante todo el día: una visita al acuario, comer en uno de los restaurantes del puerto, jugar en el Parque de los Japoneses...
Padre e hijo emergieron del Ferrari y fueron de la mano hacia ella, los dos en vaqueros y camiseta. Parecían una familia y Nico iba felíz, dispuesto a ver los peces de su película favorita: Buscando a Nemo.
—Conduce tú —dijo Paula—. No me gusta conducir por el centro.
De todas formas, no era fácil ir sentada a su lado en un sitio tan pequeño. Estar cerca de él despertaba recuerdos de lo que pasó la última noche... Y no podía dejar que ocurriera de nuevo, no podía arriesgarse mientras intentaba encontrar una salida para aquella situación.
Nico no dejaba de hacer preguntas y Pedro contestaba, encantado, sin dejar de mirar la carretera. ¿Sería un buen padre para el niño?, se preguntó Paula. Descubrir que tenía un hijo había sido algo nuevo para él. Quería darle al niño todos los caprichos, pero ser padre era mucho más que eso.
En el acuario, Pedro corría de un lado a otro, emocionado. Ver a los tiburones nadando sobre sus cabezas era asombroso aunque, por supuesto, el pez favorito de su hijo era el pez payaso. Por fin, cuando el niño estuvo agotado, Paula sugirió una visita al lavabo antes de ir a comer.
—Debería llevarlo yo —sugirió Pedro—. Tenemos que ir al lavabo de caballeros.
—Pero es un niño pequeño...
—Lo llevaré yo, si no te importa.
Era su día con Nico y ella decidió no discutir. Cinco minutos después, su hijo llegó corriendo para contarle un secreto:
—He hecho pis en el urinario, con papá.
Paula soltó una carcajada.
—Ya era hora de que hiciéramos algo juntos —rió Pedro.
Nico corría delante de ellos hacia la salida y él decidió aprovechar la oportunidad:
—¿Alguna posibilidad de que hayas concebido otro hijo la semana pasada?
Paula lo miró, perpleja.
El niño había estado fuera, esperando impaciente a su padre, y la doble atracción del Ferrari era un peligro. Paula corrió hacia el porche a tiempo para ver a Nico abriendo la verja...
—¡No cruces la calle! Pedro, alertado, levantó una mano. —¡Espérame ahí!
Pedro obedeció, pero no podía contener la emoción mientras observaba a su padre, que sonreía a su vez, encantado con el recibimiento del niño. Cuando llegó a su lado, lo tomó en brazos y lo lanzó al aire, riendo.
—¿Qué tal la semana?
Mientras Pedro le contaba lo bien que le iba en el colegio, a Paula se le encogió el corazón. Era difícil aceptar que ella sola no podía darle a su hijo todo lo que necesitaba. Nico quería a su padre. Y se parecían, eso era innegable. La cuestión era: ¿Debía dejar que Pedro entrase en sus vidas para siempre? Había estado pensándolo toda la semana, pero no encontraba respuesta. Pedro había cambiado, como había cambiado ella. Pero ver cómo miraba a su hijo, ver la respuesta de Nico... Quizá Pedro era capaz de amar a alguien de verdad. Si se casaban... pero la familia Alfonso seguía detrás, un padre poderoso al que no le gustaría nada que se hicieran las cosas en contra de sus deseos.
Pedro la miró entonces y su mirada le dijo de forma inequívoca que tampoco él iba a permitir que, aquella vez, las cosas no se hicieran a su gusto.
—¿Puedo subir en el coche rojo, mamá? ¿Puedo?
—No cabemos todos, cariño. Si vamos a ir al puerto, tendremos que ir en nuestro coche...
—Podríamos dar una vuelta a la manzana —sugirió Pedro.
—Ya no es un extraño, mamá —dijo Nico—. Puedo ir con él, ¿No?
Paula se puso colorada al recordar el argumento que le había dado para protegerlo.
—Cinco minutos como máximo —prometió Pedro.
—Muy bien, de acuerdo.
Él sonrió, triunfante, mientras Nico daba saltos de alegría en los brazos de su padre, dejando a Paula con la sensación de que estaba perdiendo el control sobre la vida de su hijo. De hecho, había empezado a perder el control desde que Pedro Alfonso apareció en sus vidas. Suspirando, entró en la casa, guardó todo lo que necesitaba en la mochila y cerró la puerta.
El Ferrari pasó rugiendo a su lado mientras se dirigía al Alpha Romeo. Pedro había cumplido su palabra: cinco minutos. No quería asustarla. El problema era que resultaba difícil no asustarse cada vez que lo veía. Esperó al lado del coche, preguntándose cómo iba a soportar su presencia durante todo el día: una visita al acuario, comer en uno de los restaurantes del puerto, jugar en el Parque de los Japoneses...
Padre e hijo emergieron del Ferrari y fueron de la mano hacia ella, los dos en vaqueros y camiseta. Parecían una familia y Nico iba felíz, dispuesto a ver los peces de su película favorita: Buscando a Nemo.
—Conduce tú —dijo Paula—. No me gusta conducir por el centro.
De todas formas, no era fácil ir sentada a su lado en un sitio tan pequeño. Estar cerca de él despertaba recuerdos de lo que pasó la última noche... Y no podía dejar que ocurriera de nuevo, no podía arriesgarse mientras intentaba encontrar una salida para aquella situación.
Nico no dejaba de hacer preguntas y Pedro contestaba, encantado, sin dejar de mirar la carretera. ¿Sería un buen padre para el niño?, se preguntó Paula. Descubrir que tenía un hijo había sido algo nuevo para él. Quería darle al niño todos los caprichos, pero ser padre era mucho más que eso.
En el acuario, Pedro corría de un lado a otro, emocionado. Ver a los tiburones nadando sobre sus cabezas era asombroso aunque, por supuesto, el pez favorito de su hijo era el pez payaso. Por fin, cuando el niño estuvo agotado, Paula sugirió una visita al lavabo antes de ir a comer.
—Debería llevarlo yo —sugirió Pedro—. Tenemos que ir al lavabo de caballeros.
—Pero es un niño pequeño...
—Lo llevaré yo, si no te importa.
Era su día con Nico y ella decidió no discutir. Cinco minutos después, su hijo llegó corriendo para contarle un secreto:
—He hecho pis en el urinario, con papá.
Paula soltó una carcajada.
—Ya era hora de que hiciéramos algo juntos —rió Pedro.
Nico corría delante de ellos hacia la salida y él decidió aprovechar la oportunidad:
—¿Alguna posibilidad de que hayas concebido otro hijo la semana pasada?
Paula lo miró, perpleja.
Un Amor Inocente: Capítulo 13
—No creas que acostarme contigo significa nada.
—No vas a hacerme creer que te acuestas con cualquiera, Pau. Lo creí una vez y cometí el mayor error de mi vida.
—Esta vez es diferente.
—¿Por qué?
Ella buscó una explicación convincente.
—Estar embarazada no te hace muy deseable a ojos de los hombres. Y tener un hijo te roba mucho tiempo... Además, tuve que cuidar a mi madre cuando se puso enferma. No me había acostado con nadie desde la última vez que lo hice contigo y me has pillado en un momento de debilidad. Eso es todo.
—Porque era yo —insistió él, con arrogante seguridad—. Vuelve aquí. Deja que...
—¡No! Quiero te que vayas, Pedro.
Él se levantó de un salto y Paula, asustada, dio un paso atrás.
—Perdí la fé en tí y por eso no me crees —dijo Pedro, con expresión dolida—. ¿Se te ha ocurrido pensar lo que me dolió ver esas fotografías? Pensé que eras tú, que te habías acostado con mi hermano...
—¡Nunca me acosté con tu hermano!
—Lo sé, pero no eran sólo las fotos. Tú siempre eras muy simpática con Federico. Cada vez que estábamos los tres juntos, no te separabas de él.
—Porque era muy agradable conmigo. Tus padres me miraban como si fuera una basura... tu hermano era el único que me trataba bien.
—Fede me juró que eras tú la chica de las fotos, que estaba haciendo el amor contigo... ¡Era mi hermano, Paula! ¿Por qué iba a confesarme algo así si no era verdad? Tú eras la luz de mi vida y mi hermano la apagó de golpe. Ya no podía verte, ya no podía ver quién eras...
Paula se mordió los labios. ¿Debía seguir culpándolo por lo que pasó? ¿No había sufrido ya suficiente, tanto como ella?
—No tengas miedo de mí —siguió Pedro, mientras recogía su ropa del suelo—. Yo no quiero hacerte daño. Nunca he querido hacértelo.
Paula ya no estaba segura de nada. Sólo podía pensar en cuánto había amado a aquel hombre y cuánto podría amarlo. Pero Nico... no debía olvidar a Nico sólo porque Pedro seguía afectándola, seguía haciéndola sentir...
Cuando lo vió poniéndose los pantalones, sintió un escalofrío, no de miedo, sino de deseo. El recuerdo de lo que había pasado en aquella cama, en la que ahora tendría que dormir sola... Tenía a Nico, pero ser madre no colmaba todos sus deseos de mujer.
—La química que hay entre nosotros no va a desaparecer, Pau. Estará ahí la semana que viene, el mes que viene, el año que viene.
Era verdad y ella lo sabía.
—No puedo devolverte los años que nos robaron, pero podemos construir un futuro.
Tenía que ser así... por Nico. Pero ¿Podrían hacerlo?
—Ningún matrimonio es perfecto, pero te prometo una cosa —siguió él—. Haré todo lo posible para que funcione. Piénsalo, Pau. Volveré el sábado, como habíamos quedado.
Unos segundos después, había desaparecido. Paula dejó escapar un largo suspiro de alivio mientras se apoyaba en la pared, mirando la cama donde tan voluptuosamente había renunciado a su independencia. ¿Sería posible recuperarla? ¿Quería hacerlo? ¿Debía hacerlo? Tenía que encontrar las respuestas antes del sábado. Como habían quedando. Porque Pedro era el padre de Nico.
—No vas a hacerme creer que te acuestas con cualquiera, Pau. Lo creí una vez y cometí el mayor error de mi vida.
—Esta vez es diferente.
—¿Por qué?
Ella buscó una explicación convincente.
—Estar embarazada no te hace muy deseable a ojos de los hombres. Y tener un hijo te roba mucho tiempo... Además, tuve que cuidar a mi madre cuando se puso enferma. No me había acostado con nadie desde la última vez que lo hice contigo y me has pillado en un momento de debilidad. Eso es todo.
—Porque era yo —insistió él, con arrogante seguridad—. Vuelve aquí. Deja que...
—¡No! Quiero te que vayas, Pedro.
Él se levantó de un salto y Paula, asustada, dio un paso atrás.
—Perdí la fé en tí y por eso no me crees —dijo Pedro, con expresión dolida—. ¿Se te ha ocurrido pensar lo que me dolió ver esas fotografías? Pensé que eras tú, que te habías acostado con mi hermano...
—¡Nunca me acosté con tu hermano!
—Lo sé, pero no eran sólo las fotos. Tú siempre eras muy simpática con Federico. Cada vez que estábamos los tres juntos, no te separabas de él.
—Porque era muy agradable conmigo. Tus padres me miraban como si fuera una basura... tu hermano era el único que me trataba bien.
—Fede me juró que eras tú la chica de las fotos, que estaba haciendo el amor contigo... ¡Era mi hermano, Paula! ¿Por qué iba a confesarme algo así si no era verdad? Tú eras la luz de mi vida y mi hermano la apagó de golpe. Ya no podía verte, ya no podía ver quién eras...
Paula se mordió los labios. ¿Debía seguir culpándolo por lo que pasó? ¿No había sufrido ya suficiente, tanto como ella?
—No tengas miedo de mí —siguió Pedro, mientras recogía su ropa del suelo—. Yo no quiero hacerte daño. Nunca he querido hacértelo.
Paula ya no estaba segura de nada. Sólo podía pensar en cuánto había amado a aquel hombre y cuánto podría amarlo. Pero Nico... no debía olvidar a Nico sólo porque Pedro seguía afectándola, seguía haciéndola sentir...
Cuando lo vió poniéndose los pantalones, sintió un escalofrío, no de miedo, sino de deseo. El recuerdo de lo que había pasado en aquella cama, en la que ahora tendría que dormir sola... Tenía a Nico, pero ser madre no colmaba todos sus deseos de mujer.
—La química que hay entre nosotros no va a desaparecer, Pau. Estará ahí la semana que viene, el mes que viene, el año que viene.
Era verdad y ella lo sabía.
—No puedo devolverte los años que nos robaron, pero podemos construir un futuro.
Tenía que ser así... por Nico. Pero ¿Podrían hacerlo?
—Ningún matrimonio es perfecto, pero te prometo una cosa —siguió él—. Haré todo lo posible para que funcione. Piénsalo, Pau. Volveré el sábado, como habíamos quedado.
Unos segundos después, había desaparecido. Paula dejó escapar un largo suspiro de alivio mientras se apoyaba en la pared, mirando la cama donde tan voluptuosamente había renunciado a su independencia. ¿Sería posible recuperarla? ¿Quería hacerlo? ¿Debía hacerlo? Tenía que encontrar las respuestas antes del sábado. Como habían quedando. Porque Pedro era el padre de Nico.
martes, 25 de octubre de 2016
Un Amor Inocente: Capítulo 12
Su precioso pelo, suave, sedoso, increíblemente sensual... acariciarlo, acariciarla a ella había sido la mecha que encendió su deseo, la que lo llevó a un sitio al que no quería ir aún. Y, desde luego, no con el frenesí que se había apoderado de él. Paula lo abrazaba. ¿Era una reacción al clímax o un deseo de estar cerca? Tenía que moverse, tenía que decir algo antes de que ella fuera consciente de lo que acababa de pasar, antes de que lo lamentase, de que lo desdeñase como una vez la había desdeñado él.
Pedro se tumbó de espaldas, llevándola con él, atrapando una de sus piernas para mantener el contacto íntimo, pasando una mano por su espalda, por la curva de su trasero, deseando que ella sintiera que la estaba amando. El sexo había sido demasiado crudo, demasiado rápido. Había querido ganarse su confianza, pero... Que Paula le tuviera miedo era insoportable, una barrera que tenía que romper, aunque había perdido de vista ese objetivo cuando se puso a llorar. Y no había anticipado su fiera respuesta.
Dada la hostilidad de Paula, una hostilidad justificada, ¿Qué había detrás de su pasión? No podía creer que siguiera deseándolo después de lo que había pasado. Aunque sin duda era así; su respuesta en la cama era la misma. Pero ¿Era eso suficiente como para construir una relación? Tendría que serlo porque no podían volver atrás. Además, para Nico sería mejor tener un padre y una madre. Y demostraría que su decisión de hacerse responsable del niño era firme. Tenía que decírselo, antes de que Paula se apartara. Sabía que iba a sonar mal, pero si hablaba de sentimientos ella podría rechazarlo. Paula no confiaría en eso. De modo que Pedro simplemente anunció lo que deseaba:
—Quiero casarme contigo.
Casarse con él... La sorprendente propuesta despertó todo tipo de alarma en su cerebro. Paula no había querido pensar en lo que acababan de hacer. Era más fácil dejarse llevar, bloquear la realidad hasta que tuviera que enfrentarse con ella. Pero una propuesta de matrimonio... Intentó apartarse, oyendo los latidos de su corazón, un sonido agradable un momento antes, turbador en aquel momento.
—No. Quédate conmigo —dijo Pedro.
—No conviertas esto en una pelea. Deja que me aparte.
—¿Por qué?
—Acabo de recordar quién eres —contestó Paula, sin importarle que eso le hiciera daño, deseando poder pensar, no dejarse influir por la fuerte conexión sexual que había entre ellos.
—No digas eso —exclamó Pedro, tumbándola de espaldas, con un brazo a cada lado de su cara, mirándola a los ojos—. Tú sabías que era yo quien te estaba besando... sabías con quién estabas en la cama... sabías quién...
—¿Estaba dándose un revolcón conmigo? —lo interrumpió ella.
—Tú querías esto, Pau.
Lo estaba usando contra ella, estaba usando esa rendición insensata, esa fantasía de que estaban juntos otra vez, su amor tan fuerte que podía con todo. No era así. Pedro había estado con otras mujeres mientras ella tuvo que lidiar sola con todo.
—¿Lo has pasado bien, Pedro?
—No lo habría pasado tan bien si tú no hubieras respondido como lo has hecho — contestó él.
—Y crees que puedes aprovecharte, que puedes entrar en mi vida...
—Éramos una pareja estupenda, Pau.
—Una pena que no pensaras eso hace seis años.
—Pero tenemos un hijo. Deberíamos ser una familia.
Nico. Eso era lo único que le importaba.
—Una familia es algo más que un hijo. No quiero que seas mi marido.
—Pero te has acostado conmigo...
—Quería que recordases lo que habías perdido, Pedro. ¿Cuántas mujeres ha habido después de mí?
—Eso es irrelevante —contestó él.
—Cuando te acostabas con ellas, ¿Te acordabas de mí?
—Sí. Nunca he encontrado a una mujer como tú.
Por un momento, la vehemente respuesta dejó a Paula sin palabras. Para ella, sólo había existido Pedro, nadie más. Si él sentía lo mismo... Pero no podía ser. Había aceptado la palabra de su hermano, había puesto a su familia antes que a ella.
—¡No te creo! —exclamó, saltando de la cama.
—¡Es verdad!
—¡Cállate, Nico está en la otra habitación! —exclamó Paula, poniéndose la bata.
—Nuestro hijo —le recordó Pedro—. ¿No crees que sería mejor para él tener un padre?
Paula se volvió, furiosa.
—Eso es lo único que quieres, ¿No? A Nico, no a mí.
—Te equivocas. Los quiero a los dos.
Seguía tumbado en la cama, apoyado en un codo, desnudo y magnífico. Era lógico que no hubiera deseado a otro hombre. Quizá no lo haría nunca. Y podía tenerlo. Sólo tendría que decir que sí...
Pero ¿Podría vivir con él y ser felíz? ¿Cómo iba a confiar en él después de lo que había pasado?
Tenía que decirle que se fuera, echarlo de su casa, no dejar que jugara con sus traidores sentimientos. La sensación de intimidad seguía flotando en el aire y Paula decidió encender la luz. Con la luz encendida, podría ver las cosas con más claridad. Pero eso no la ayudó nada. La desnudez de Pedro era más poderosa con la luz encendida, recordándole vivamente lo que acababa de pasar, lo que había sentido...
Pedro se tumbó de espaldas, llevándola con él, atrapando una de sus piernas para mantener el contacto íntimo, pasando una mano por su espalda, por la curva de su trasero, deseando que ella sintiera que la estaba amando. El sexo había sido demasiado crudo, demasiado rápido. Había querido ganarse su confianza, pero... Que Paula le tuviera miedo era insoportable, una barrera que tenía que romper, aunque había perdido de vista ese objetivo cuando se puso a llorar. Y no había anticipado su fiera respuesta.
Dada la hostilidad de Paula, una hostilidad justificada, ¿Qué había detrás de su pasión? No podía creer que siguiera deseándolo después de lo que había pasado. Aunque sin duda era así; su respuesta en la cama era la misma. Pero ¿Era eso suficiente como para construir una relación? Tendría que serlo porque no podían volver atrás. Además, para Nico sería mejor tener un padre y una madre. Y demostraría que su decisión de hacerse responsable del niño era firme. Tenía que decírselo, antes de que Paula se apartara. Sabía que iba a sonar mal, pero si hablaba de sentimientos ella podría rechazarlo. Paula no confiaría en eso. De modo que Pedro simplemente anunció lo que deseaba:
—Quiero casarme contigo.
Casarse con él... La sorprendente propuesta despertó todo tipo de alarma en su cerebro. Paula no había querido pensar en lo que acababan de hacer. Era más fácil dejarse llevar, bloquear la realidad hasta que tuviera que enfrentarse con ella. Pero una propuesta de matrimonio... Intentó apartarse, oyendo los latidos de su corazón, un sonido agradable un momento antes, turbador en aquel momento.
—No. Quédate conmigo —dijo Pedro.
—No conviertas esto en una pelea. Deja que me aparte.
—¿Por qué?
—Acabo de recordar quién eres —contestó Paula, sin importarle que eso le hiciera daño, deseando poder pensar, no dejarse influir por la fuerte conexión sexual que había entre ellos.
—No digas eso —exclamó Pedro, tumbándola de espaldas, con un brazo a cada lado de su cara, mirándola a los ojos—. Tú sabías que era yo quien te estaba besando... sabías con quién estabas en la cama... sabías quién...
—¿Estaba dándose un revolcón conmigo? —lo interrumpió ella.
—Tú querías esto, Pau.
Lo estaba usando contra ella, estaba usando esa rendición insensata, esa fantasía de que estaban juntos otra vez, su amor tan fuerte que podía con todo. No era así. Pedro había estado con otras mujeres mientras ella tuvo que lidiar sola con todo.
—¿Lo has pasado bien, Pedro?
—No lo habría pasado tan bien si tú no hubieras respondido como lo has hecho — contestó él.
—Y crees que puedes aprovecharte, que puedes entrar en mi vida...
—Éramos una pareja estupenda, Pau.
—Una pena que no pensaras eso hace seis años.
—Pero tenemos un hijo. Deberíamos ser una familia.
Nico. Eso era lo único que le importaba.
—Una familia es algo más que un hijo. No quiero que seas mi marido.
—Pero te has acostado conmigo...
—Quería que recordases lo que habías perdido, Pedro. ¿Cuántas mujeres ha habido después de mí?
—Eso es irrelevante —contestó él.
—Cuando te acostabas con ellas, ¿Te acordabas de mí?
—Sí. Nunca he encontrado a una mujer como tú.
Por un momento, la vehemente respuesta dejó a Paula sin palabras. Para ella, sólo había existido Pedro, nadie más. Si él sentía lo mismo... Pero no podía ser. Había aceptado la palabra de su hermano, había puesto a su familia antes que a ella.
—¡No te creo! —exclamó, saltando de la cama.
—¡Es verdad!
—¡Cállate, Nico está en la otra habitación! —exclamó Paula, poniéndose la bata.
—Nuestro hijo —le recordó Pedro—. ¿No crees que sería mejor para él tener un padre?
Paula se volvió, furiosa.
—Eso es lo único que quieres, ¿No? A Nico, no a mí.
—Te equivocas. Los quiero a los dos.
Seguía tumbado en la cama, apoyado en un codo, desnudo y magnífico. Era lógico que no hubiera deseado a otro hombre. Quizá no lo haría nunca. Y podía tenerlo. Sólo tendría que decir que sí...
Pero ¿Podría vivir con él y ser felíz? ¿Cómo iba a confiar en él después de lo que había pasado?
Tenía que decirle que se fuera, echarlo de su casa, no dejar que jugara con sus traidores sentimientos. La sensación de intimidad seguía flotando en el aire y Paula decidió encender la luz. Con la luz encendida, podría ver las cosas con más claridad. Pero eso no la ayudó nada. La desnudez de Pedro era más poderosa con la luz encendida, recordándole vivamente lo que acababa de pasar, lo que había sentido...
Un Amor Inocente: Capítulo 11
Paula sonrió. Sí, estaba orgullosa de Nico. Y le gustaba que Pedro reconociera que había criado bien al niño.
—Te juro que no es mi intención quitarte al niño. ¿Cómo iba a hacerlo? Nico no podría tener una madre mejor. Así que, por favor, no tengas miedo de mí.
Ella no quería tenerlo, pero...
—Hoy... Nico es una novedad para tí y tú para él, pero no será así siempre. No tendrás tiempo para él y si mi hijo se siente abandonado...
—Haré todo lo posible por estar con él.
—Las cosas cambian, Pedro. Otras personas podrían interferir...
—Esta vez no —la interrumpió Pedro, mirándola a los ojos—. Y algunas cosas no cambian.
El corazón de Paula empezó a latir con fuerza, alarmada cuando él tomó su cara entre las manos.
—¿Recuerdas cómo era antes?
El deseo estaba presente en sus ojos, en el ligero temblor de sus manos. Paula no se apartó. Una fuerza magnética la mantenía pegada a él. Y tampoco apartó la cara cuando Pedro se inclinó, su intención innegable. Sólo era consciente de un deseo de que pasara, de saber, de sentir, de recordar. Al notar el roce de sus labios, sintió un escalofrío. No había vuelto a besar a un hombre desde la última vez que besó a Pedro Alfonso. Y sus labios seguían siendo igual de seductores, su lengua igualmente erótica.
La tentación de responder era irresistible. El deseo de volver a sentir lo que sintió una vez, insuperable. Surgía de la sensación de que se lo habían robado, que la habían apartado de su vida como si estuviera muerta, sin que fuera culpa suya. Pero ella no estaba muerta. Estaba viva, podía sentirlo en cada centímetro de su piel, en los latidos de su corazón. Quería recuperar aquello, la pasión que habían compartido. Pedro se lo debía. Le debía tanto...
Un torrente de emociones la sacó de su pasividad, exigiendo cierta satisfacción. Su lengua empezó a bailar un tango erótico con la de él, sus brazos, como por voluntad propia, se enredaron alrededor de su cuello, negando fieramente el final de un beso que empezaba a convertirse en una batalla, en una invasión, en un asalto frenético. Pedro ya no acariciaba su cara. Le agarraba el trasero, levantándola un poco para que entrase en contacto íntimo con su entrepierna. Ella sintió una exultante alegría al notar su erección. Se frotaba contra él, provocativa, deliberadamente, despertando el deseo al que él había dado la espalda.
Pedro se apartó un momento para buscar aire y luego la tomó en brazos y la llevó al dormitorio, respirando agitadamente. Paula no protestó. Era emocionante que la llevase a la cama otra vez, sabiendo que no pensaba más que en tenerla, a ella, la mujer a la que había echado de su vida. Ytemblaba con una sensación de poder... una sensación primitiva y urgente que le decía que, después de tantos años, aquel hombre era suyo, tan completamente suyo que cualquier otra mujer, incluso la más adecuada para un miembro de la familia Alfonso, no tenía nada que hacer.
La habitación estaba a oscuras, pero podía ver a Pedro claramente, ver el gesto de tensión en su rostro mientras la dejaba sobre la cama y le quitaba la ropa a toda velocidad. Sin delicadeza, sin caricias, con un deseo urgente. Ella no intentó ni ayudar ni entorpecer. Lo observaba, disfrutando secretamente del deseo masculino mientras Pedro se arrancaba la ropa, mientras se colocaba sobre la cama para abrirle las piernas con la rodilla, su físico magnífico, su piel morena cubriendo unos músculos en tensión, deseando tenerla como la había tenido tantas veces. Y, por un momento, Paula lo odió por ello. Lo detestó por el desdén con que la había echado de su vida... Y, sin embargo, cuando lo recibió en su interior, sintió que llenaba un vacío.
Pedro se detuvo, suspirando, y ella esperó que ésa fuera una señal de que, por fin, estaba donde quería estar, donde siempre debió estar. Pero no podía creerlo porque, de ser así, nunca la habría dejado marchar. Cerró los ojos y se concentró en sentirlo dentro, sin importarle lo que significaba para él, deseando capturar todas las sensaciones olvidadas, el placer de aquel movimiento rítmico, el deseo, la locura. Y Pedro hizo lo que esperaba. Siempre lo había hecho. En general, no de aquella forma tan violenta, pero igualmente excitante. Él jadeaba. Paula también, acomodándolo en su interior, las piernas enredadas sobre sus duras nalgas, empujándolo hacia ella, arqueando la espalda, sus pechos rozando el torso masculino mientras él se agitaba en un frenesí de deseo, la tensión cada vez más explosiva.
Pronto tuvo que cerrar los ojos, perdida en un mundo al que sólo Pedro Alfonso la había llevado. Mientras flotaba, sintió la liberación masculina, los chorros de fluido ardientes mezclándose con los de ella, incrementando el placer, la sensación de plenitud que era igual que en sus recuerdos. Luego cayó sobre ella y enterró la cara en su pelo. Paula lo abrazó, aprovechando la intimidad del momento antes de que desapareciera. Por un minuto, al menos, era suyo y, conscientemente, se olvidó de la realidad, vivió un sueño perdido, un sueño que no podría durar.
—Te juro que no es mi intención quitarte al niño. ¿Cómo iba a hacerlo? Nico no podría tener una madre mejor. Así que, por favor, no tengas miedo de mí.
Ella no quería tenerlo, pero...
—Hoy... Nico es una novedad para tí y tú para él, pero no será así siempre. No tendrás tiempo para él y si mi hijo se siente abandonado...
—Haré todo lo posible por estar con él.
—Las cosas cambian, Pedro. Otras personas podrían interferir...
—Esta vez no —la interrumpió Pedro, mirándola a los ojos—. Y algunas cosas no cambian.
El corazón de Paula empezó a latir con fuerza, alarmada cuando él tomó su cara entre las manos.
—¿Recuerdas cómo era antes?
El deseo estaba presente en sus ojos, en el ligero temblor de sus manos. Paula no se apartó. Una fuerza magnética la mantenía pegada a él. Y tampoco apartó la cara cuando Pedro se inclinó, su intención innegable. Sólo era consciente de un deseo de que pasara, de saber, de sentir, de recordar. Al notar el roce de sus labios, sintió un escalofrío. No había vuelto a besar a un hombre desde la última vez que besó a Pedro Alfonso. Y sus labios seguían siendo igual de seductores, su lengua igualmente erótica.
La tentación de responder era irresistible. El deseo de volver a sentir lo que sintió una vez, insuperable. Surgía de la sensación de que se lo habían robado, que la habían apartado de su vida como si estuviera muerta, sin que fuera culpa suya. Pero ella no estaba muerta. Estaba viva, podía sentirlo en cada centímetro de su piel, en los latidos de su corazón. Quería recuperar aquello, la pasión que habían compartido. Pedro se lo debía. Le debía tanto...
Un torrente de emociones la sacó de su pasividad, exigiendo cierta satisfacción. Su lengua empezó a bailar un tango erótico con la de él, sus brazos, como por voluntad propia, se enredaron alrededor de su cuello, negando fieramente el final de un beso que empezaba a convertirse en una batalla, en una invasión, en un asalto frenético. Pedro ya no acariciaba su cara. Le agarraba el trasero, levantándola un poco para que entrase en contacto íntimo con su entrepierna. Ella sintió una exultante alegría al notar su erección. Se frotaba contra él, provocativa, deliberadamente, despertando el deseo al que él había dado la espalda.
Pedro se apartó un momento para buscar aire y luego la tomó en brazos y la llevó al dormitorio, respirando agitadamente. Paula no protestó. Era emocionante que la llevase a la cama otra vez, sabiendo que no pensaba más que en tenerla, a ella, la mujer a la que había echado de su vida. Ytemblaba con una sensación de poder... una sensación primitiva y urgente que le decía que, después de tantos años, aquel hombre era suyo, tan completamente suyo que cualquier otra mujer, incluso la más adecuada para un miembro de la familia Alfonso, no tenía nada que hacer.
La habitación estaba a oscuras, pero podía ver a Pedro claramente, ver el gesto de tensión en su rostro mientras la dejaba sobre la cama y le quitaba la ropa a toda velocidad. Sin delicadeza, sin caricias, con un deseo urgente. Ella no intentó ni ayudar ni entorpecer. Lo observaba, disfrutando secretamente del deseo masculino mientras Pedro se arrancaba la ropa, mientras se colocaba sobre la cama para abrirle las piernas con la rodilla, su físico magnífico, su piel morena cubriendo unos músculos en tensión, deseando tenerla como la había tenido tantas veces. Y, por un momento, Paula lo odió por ello. Lo detestó por el desdén con que la había echado de su vida... Y, sin embargo, cuando lo recibió en su interior, sintió que llenaba un vacío.
Pedro se detuvo, suspirando, y ella esperó que ésa fuera una señal de que, por fin, estaba donde quería estar, donde siempre debió estar. Pero no podía creerlo porque, de ser así, nunca la habría dejado marchar. Cerró los ojos y se concentró en sentirlo dentro, sin importarle lo que significaba para él, deseando capturar todas las sensaciones olvidadas, el placer de aquel movimiento rítmico, el deseo, la locura. Y Pedro hizo lo que esperaba. Siempre lo había hecho. En general, no de aquella forma tan violenta, pero igualmente excitante. Él jadeaba. Paula también, acomodándolo en su interior, las piernas enredadas sobre sus duras nalgas, empujándolo hacia ella, arqueando la espalda, sus pechos rozando el torso masculino mientras él se agitaba en un frenesí de deseo, la tensión cada vez más explosiva.
Pronto tuvo que cerrar los ojos, perdida en un mundo al que sólo Pedro Alfonso la había llevado. Mientras flotaba, sintió la liberación masculina, los chorros de fluido ardientes mezclándose con los de ella, incrementando el placer, la sensación de plenitud que era igual que en sus recuerdos. Luego cayó sobre ella y enterró la cara en su pelo. Paula lo abrazó, aprovechando la intimidad del momento antes de que desapareciera. Por un minuto, al menos, era suyo y, conscientemente, se olvidó de la realidad, vivió un sueño perdido, un sueño que no podría durar.
Un Amor Inocente: Capítulo 10
Sábado... el primer día de Nico con su padre. Pedro hizo su aparición estelar en un Alpha Romeo descapotable y le entregó las llaves a Paula mientras anunciaba que el coche era un regalo para que no tuviera que llevar a Nico en el autobús.
Un coche caro, descapotable, no un utilitario, que habría sido mucho más normal. La casa en la que vivían no tenía garaje, de modo que el Alpha Romeo rojo llamaría la atención de todo el mundo. Pero ¿Se le ocurría eso a un Alfonso? No. Sin embargo, Paula necesitaba el coche. Habían empezado las prácticas deportivas y tenía que llevar a Nico de un lado a otro... Sí, desde luego sería mejor que tomar el autobús. Y ni siquiera se le ocurrió protestar al ver la expresión decidida de Pedro.
No había vuelto a tocar un coche desde que murió su madre y conducir un Alpha Romeo nuevo... Además, con Pedro en el asiento del pasajero mientras iban al campo de fútbol se puso aún más nerviosa. Afortunadamente, consiguió llegar sin ningún incidente. Pero cuando Nico anunció orgullosamente a todos sus compañeros: «es mi padre», tuvo que apretar los dientes. Hasta entonces había sido tímido con Pedro, seguramente porque no entendía lo que pasaba e intuía las reservas de su madre. Pero incluso un niño pequeño podía ver que los demás padres no eran como Pedro Alfonso. Ni en presencia, ni en cansina, ni... en nada. Entonces se dió cuenta de que no habría forma de detener aquello. Lógicamente, Nico se encariñaría con él. Pero si le hacía daño a su hijo... Paula apretó los puños. Lo único que podía hacer era vigilar. No pensaba dejar que Pedro saliera solo con el niño. Por el momento, había aceptado el trato. Por el momento. Pero estaba segura de que pronto querría romperlo.
Después del entrenamiento fueron a unos grandes almacenes, donde Pedro compró un par de botas de fútbol para el niño. Luego fueron a una juguetería y compró una pelota y una portería, con red y todo, para que Nico pudiera practicar en el jardín. Comieron en un restaurante de comida rápida, el favorito de Nico. El niño no dejaba de mostrar su entusiasmo por el helado de plátano mientras Paula apenas podía tragar su ensalada. Volvieron a casa y, después de colocar la portería en el jardín, Pedro enseñó a Nico a golpear el balón con el canto del pie, practicando el dribbling y mostrando unas habilidades que dejaron a su hijo boquiabierto. Le dolía verlos, padre e hijo, pasándolo tan bien. Nico tenía la atención de un hombre, la comprensión de un hombre, las actividades que sólo podía llevar a cabo con un hombre. Seguramente, una persona sola no podía darle a un niño todo lo que necesitaba, por muy sensata y dedicada que fuera. Pero la vida no era tan fácil.
Por la noche, después de bañar a Nico y darle la cena, el niño les leyó un cuento. Pedro se quedó sorprendido al comprobar que, con cinco años, ya leía perfectamente. Después, le dieron las buenas noches y fueron a la cocina.
—Quiero darte las gracias —dijo Pedro, tomándola del brazo.
—¡Suéltame!
Paula se apartó, sin mirarlo.
—No quiero que me tengas miedo...
—Entonces, por favor, márchate. Ya has pasado el día con Nico, no hay razón para que te quedes.
—¿He hecho algo mal?
—No. Nico lo ha pasado muy bien.
Pedro levantó las manos.
—Entonces, ¿Por qué no quieres hablar conmigo?
—¿Qué es lo que quieres? —exclamó Paula—. ¿Que te dé mi aprobación?
Había tenido que disimular durante todo el día, fingir que le gustaba que Nico estuviera con su padre... pero no era verdad. Pedro seguía siendo una amenaza para ella.
—¿De verdad te resulta tan difícil compartirlo conmigo? —suspiró Pedro.
Ella se agarró al respaldó de una silla, intentando contener las lágrimas.
—Te has ganado la simpatía de mi hijo. Ya está hecho. Y ahora, por favor, vete.
Tenía los ojos llenos de lágrimas pero, para que no la viera llorar, se volvió hacia el fregadero y tomó el único vaso que había para lavarlo. No se percató de que Pedro se había acercado hasta que se lo quitó de las manos. Y no pudo hacer nada cuando él la abrazó, cuando empezó a acariciar su pelo con una ternura que hizo que se desmoronara. Sus hombros eran tan anchos, tan fuertes. Había pasado tanto tiempo desde que alguien la había abrazado... Que fuera Pedro daba igual. De hecho, así era más fácil. No quería luchar. No podía hacerlo. Por fin, Paula dejó de llorar, agotada.
—Pau... no estoy intentando robarte a Nico. Por favor, créeme.
Ella cerró los ojos. Estaba demasiado cansada para discutir.
—Eres su madre —siguió Pedro, con voz ronca—. Has criado muy bien a Nico. Debes estar orgullosa de él. Es un niño estupendo y no sé cómo darte las gracias por haber hecho todo esto tú sola.
Un coche caro, descapotable, no un utilitario, que habría sido mucho más normal. La casa en la que vivían no tenía garaje, de modo que el Alpha Romeo rojo llamaría la atención de todo el mundo. Pero ¿Se le ocurría eso a un Alfonso? No. Sin embargo, Paula necesitaba el coche. Habían empezado las prácticas deportivas y tenía que llevar a Nico de un lado a otro... Sí, desde luego sería mejor que tomar el autobús. Y ni siquiera se le ocurrió protestar al ver la expresión decidida de Pedro.
No había vuelto a tocar un coche desde que murió su madre y conducir un Alpha Romeo nuevo... Además, con Pedro en el asiento del pasajero mientras iban al campo de fútbol se puso aún más nerviosa. Afortunadamente, consiguió llegar sin ningún incidente. Pero cuando Nico anunció orgullosamente a todos sus compañeros: «es mi padre», tuvo que apretar los dientes. Hasta entonces había sido tímido con Pedro, seguramente porque no entendía lo que pasaba e intuía las reservas de su madre. Pero incluso un niño pequeño podía ver que los demás padres no eran como Pedro Alfonso. Ni en presencia, ni en cansina, ni... en nada. Entonces se dió cuenta de que no habría forma de detener aquello. Lógicamente, Nico se encariñaría con él. Pero si le hacía daño a su hijo... Paula apretó los puños. Lo único que podía hacer era vigilar. No pensaba dejar que Pedro saliera solo con el niño. Por el momento, había aceptado el trato. Por el momento. Pero estaba segura de que pronto querría romperlo.
Después del entrenamiento fueron a unos grandes almacenes, donde Pedro compró un par de botas de fútbol para el niño. Luego fueron a una juguetería y compró una pelota y una portería, con red y todo, para que Nico pudiera practicar en el jardín. Comieron en un restaurante de comida rápida, el favorito de Nico. El niño no dejaba de mostrar su entusiasmo por el helado de plátano mientras Paula apenas podía tragar su ensalada. Volvieron a casa y, después de colocar la portería en el jardín, Pedro enseñó a Nico a golpear el balón con el canto del pie, practicando el dribbling y mostrando unas habilidades que dejaron a su hijo boquiabierto. Le dolía verlos, padre e hijo, pasándolo tan bien. Nico tenía la atención de un hombre, la comprensión de un hombre, las actividades que sólo podía llevar a cabo con un hombre. Seguramente, una persona sola no podía darle a un niño todo lo que necesitaba, por muy sensata y dedicada que fuera. Pero la vida no era tan fácil.
Por la noche, después de bañar a Nico y darle la cena, el niño les leyó un cuento. Pedro se quedó sorprendido al comprobar que, con cinco años, ya leía perfectamente. Después, le dieron las buenas noches y fueron a la cocina.
—Quiero darte las gracias —dijo Pedro, tomándola del brazo.
—¡Suéltame!
Paula se apartó, sin mirarlo.
—No quiero que me tengas miedo...
—Entonces, por favor, márchate. Ya has pasado el día con Nico, no hay razón para que te quedes.
—¿He hecho algo mal?
—No. Nico lo ha pasado muy bien.
Pedro levantó las manos.
—Entonces, ¿Por qué no quieres hablar conmigo?
—¿Qué es lo que quieres? —exclamó Paula—. ¿Que te dé mi aprobación?
Había tenido que disimular durante todo el día, fingir que le gustaba que Nico estuviera con su padre... pero no era verdad. Pedro seguía siendo una amenaza para ella.
—¿De verdad te resulta tan difícil compartirlo conmigo? —suspiró Pedro.
Ella se agarró al respaldó de una silla, intentando contener las lágrimas.
—Te has ganado la simpatía de mi hijo. Ya está hecho. Y ahora, por favor, vete.
Tenía los ojos llenos de lágrimas pero, para que no la viera llorar, se volvió hacia el fregadero y tomó el único vaso que había para lavarlo. No se percató de que Pedro se había acercado hasta que se lo quitó de las manos. Y no pudo hacer nada cuando él la abrazó, cuando empezó a acariciar su pelo con una ternura que hizo que se desmoronara. Sus hombros eran tan anchos, tan fuertes. Había pasado tanto tiempo desde que alguien la había abrazado... Que fuera Pedro daba igual. De hecho, así era más fácil. No quería luchar. No podía hacerlo. Por fin, Paula dejó de llorar, agotada.
—Pau... no estoy intentando robarte a Nico. Por favor, créeme.
Ella cerró los ojos. Estaba demasiado cansada para discutir.
—Eres su madre —siguió Pedro, con voz ronca—. Has criado muy bien a Nico. Debes estar orgullosa de él. Es un niño estupendo y no sé cómo darte las gracias por haber hecho todo esto tú sola.
Un Amor Inocente: Capítulo 9
—La diferencia es... que yo habría intentado averiguar la verdad, habría intentado convencerte —dijo él, con tristeza— Aunque entiendo que tú no lo hicieras. Mi familia había preparado muy bien todo el montaje. Sabían que tú no tenías dinero, ni recursos, que no podrías hacer nada. Tú no podías contratar un detective para probar tu inocencia, así que ganaron ellos. Y nosotros perdimos algo muy importante. Sobre todo yo. Nuestra relación y... a nuestro hijo.
A pesar del calor, Paula sintió un escalofrío... como si los fantasmas de lo que pudo ser estuvieran pisando la tumba de su amor. Pero tenía que recordarse a sí misma que aquello era agua pasada. No podían retomar lo que dejaron atrás, no podían cambiar nada. Su relación había muerto seis años antes y ahora eran personas diferentes. El tiempo y la experiencia los había separado aún más.
—¿Es justo por tu parte obligarme a seguir perdiendo, Pau? —preguntó Pedro.
—Tú tomaste una decisión —respondió ella, haciendo un esfuerzo para mantener el escudo protector, para no ablandarse—. ¿Crees que voy a olvidarlo?
—No —suspiró él—. Pero esperaba que me entendieras, por lo menos.
—Intento hacerlo.
—¿Y no podrías perdonarme?
—Pedro, no quiero que ni tú ni tu familia se acerquen a mi hijo. No confío en ninguno de ustedes. De haber querido, podrías haber investigado esas fotos. Admites que tú tenías recursos para hacerlo...
—Ojala lo hubiera hecho. ¿Crees que yo gané algo, Pau? ¿Quién crees que ha perdido en toda esta historia?
Ella levantó la barbilla, orgullosa.
—Nico y yo tenemos una relación muy especial. ¿Por qué no nos dejas en paz? Tú te alejaste de mí. Aléjate de mí ahora también y olvida que existo. Así seremos todos más felices.
—No —dijo él, de repente agresivo—. No pienso seguir siendo el perdedor. Lucharé para conseguir derechos de visita, llevaré este asunto a todos los tribunales que haga falta. Me da igual lo que haya que hacer. Quiero ser parte de la vida de mi hijo.
Paula se llevó una mano al corazón. Sus peores miedos se habían hecho realidad. Pedro quería la custodia de Nico.
—Puedes decir que no y hacernos pasar a todos por un infierno —siguió Pedro— o puedes sentarte conmigo y discutir si tener un padre sería bueno para Nicolás.
No tenía elección y lo sabía. Una batalla legal por la custodia del niño sería terrible para él.
—¿Qué decides, Pau?
Estaba exigiéndole una confianza que no podía darle por el momento, pero quizá podría ganársela si de verdad lo que deseaba era la felicidad de Nico.
—No lo sé, tengo que pensarlo.
—Puedes estar completamente segura de una cosa —dijo Pedro entonces—. Esta vez... esta vez... nada en la tierra hará que me eche atrás.
A pesar del calor, Paula sintió un escalofrío... como si los fantasmas de lo que pudo ser estuvieran pisando la tumba de su amor. Pero tenía que recordarse a sí misma que aquello era agua pasada. No podían retomar lo que dejaron atrás, no podían cambiar nada. Su relación había muerto seis años antes y ahora eran personas diferentes. El tiempo y la experiencia los había separado aún más.
—¿Es justo por tu parte obligarme a seguir perdiendo, Pau? —preguntó Pedro.
—Tú tomaste una decisión —respondió ella, haciendo un esfuerzo para mantener el escudo protector, para no ablandarse—. ¿Crees que voy a olvidarlo?
—No —suspiró él—. Pero esperaba que me entendieras, por lo menos.
—Intento hacerlo.
—¿Y no podrías perdonarme?
—Pedro, no quiero que ni tú ni tu familia se acerquen a mi hijo. No confío en ninguno de ustedes. De haber querido, podrías haber investigado esas fotos. Admites que tú tenías recursos para hacerlo...
—Ojala lo hubiera hecho. ¿Crees que yo gané algo, Pau? ¿Quién crees que ha perdido en toda esta historia?
Ella levantó la barbilla, orgullosa.
—Nico y yo tenemos una relación muy especial. ¿Por qué no nos dejas en paz? Tú te alejaste de mí. Aléjate de mí ahora también y olvida que existo. Así seremos todos más felices.
—No —dijo él, de repente agresivo—. No pienso seguir siendo el perdedor. Lucharé para conseguir derechos de visita, llevaré este asunto a todos los tribunales que haga falta. Me da igual lo que haya que hacer. Quiero ser parte de la vida de mi hijo.
Paula se llevó una mano al corazón. Sus peores miedos se habían hecho realidad. Pedro quería la custodia de Nico.
—Puedes decir que no y hacernos pasar a todos por un infierno —siguió Pedro— o puedes sentarte conmigo y discutir si tener un padre sería bueno para Nicolás.
No tenía elección y lo sabía. Una batalla legal por la custodia del niño sería terrible para él.
—¿Qué decides, Pau?
Estaba exigiéndole una confianza que no podía darle por el momento, pero quizá podría ganársela si de verdad lo que deseaba era la felicidad de Nico.
—No lo sé, tengo que pensarlo.
—Puedes estar completamente segura de una cosa —dijo Pedro entonces—. Esta vez... esta vez... nada en la tierra hará que me eche atrás.
sábado, 22 de octubre de 2016
Un Amor Inocente: Capítulo 8
—Entonces, ¿Me crees?
—Sin ninguna duda.
Esa frase encogió su corazón. Si la hubiera creído seis años antes...
—Está claro que tu padrastro vió la oportunidad de sacar partido de la situación y lo hizo —siguió Pedro.
La creía porque, en aquella ocasión, había pruebas. No porque tuviera fe en ella, pensó Paula.
Era fácil deducir la verdad después de leer el informe del investigador privado. En él aparecía la fecha en la que su padrastro se marchó de Sidney. También decía que se había jugado el dinero, los cien mil dólares, y que había una demanda contra él por estafa en el concesionario de coches usados en el que solía trabajar.
¡Su padrastro! Paula se ponía furiosa cada vez que lo pensaba.
—Al menos, no era mi padre. Yo no tengo que vivir con él como tú tienes que vivir con el tuyo.
Horacio Alfonso también había engañado a su precioso hijo, escondiéndole la noticia de su embarazo para que se casara con una mujer que interesaba más a su familia.
—Le he dejado claro lo que pienso de todo esto —contestó Pedro—. Sabe que no debe interferir en mi vida de nuevo.
—Y yo no quiero que ni él, ni tú ni nadie de tu familia interfiera en la mía — replicó Paula, sacando el cheque del bolso—. Toma, esto es tuyo. Con esto no conseguirás comprar a Nico.
Pedro sacudió la cabeza.
—No quería comprarte, Pau. Era sólo mi contribución como padre del niño.
—Me ha ido bien sin tí todos estos años y prefiero que siga siendo así.
—Pero no tienes por qué seguir cuidando sola de Nico...
—¿Crees que con esto solucionas algo, Pedro?
—No, pero es una ayuda —suspiró él.
—Nosotros vivimos en mundos diferentes y Nico es mi hijo —insistió Paula—. No sería bueno hacerle creer otra cosa. Por favor, quédate con el cheque.
Frustrado por esa negativa, Pedro rompió el cheque en pedazos y se acercó a una papelera para tirarlos.
—El dinero corrompe —dijo Paula, irónica—. Los dos sabemos eso, ¿Verdad?
—Puede, pero no tiene por qué. Se puede usar para hacer el bien. Y para eso lo quería yo.
Quizá... quizá no. Paula no estaba preparada para arriesgarse.
—Puedo vivir sin ese dinero. Ya lo he demostrado. Nico es un niño felíz, normal, inteligente. No necesita...
—No estás pensando en él —la interrumpió Pedro—. Has tomado una decisión basándote en lo que tú quieres.
—Soy su madre —replicó ella—. Sé lo que es mejor para mi hijo.
—¿Como mi padre sabía lo que era mejor para mí? —la retó Pedro, irónico.
Paula se quedó pensativa un momento. Era cierto que reaccionaba de forma tan violenta por lo que pasó seis años atrás. Pero... ¿Estaba pensando en su hijo? El instinto le decía que sí. ¿O era el miedo? Controlar la vida de su hijo era lo que Horacio Alfonso pretendía al romper su relación con Pedro. ¿Estaba ella haciendo lo mismo?
—¿De verdad puedes decir, después de estos seis años, que tu padre no sabía lo que era mejor para tí?
—Sí, claro que puedo —contestó él, sin vacilar—. Te perdí, Pau. Y he perdido cinco años de la vida de mi hijo.
—Pero debes de haber conocido a otras mujeres... mujeres más compatibles con tu familia.
—Ah, sí —sonrió Pedro, irónico—. Un largo desfile de mujeres. Y no quise casarme con ninguna.
—¿Por qué no?
—Porque no podía sentir con ellas lo que sentía contigo.
—Eso fue hace mucho tiempo —replicó Paula, a la defensiva.
Pedro no contestó. Sencillamente, la miró a los ojos. Y ella tuvo que apartar la mirada. No quería que viera en ellos... Pero era absurdo, todo era absurdo. Ya no podría confiar en él. Nunca.
—Sí, aquello fue hace mucho tiempo. Y la ruptura fue culpa mía por no creer en tu palabra —dijo Pedro al fin—. Es verdad que somos de mundos diferentes y quizá eso también fue un factor a tener en cuenta. Si yo hubiera sido más accesible, quizá habrías intentando convencerme.
No. Estaba demasiado herida como para intentar convencerlo. Cuando recordaba cómo la había mirado esa noche, cómo le había hablado, cómo la rechazó... incluso ahora, después de seis años, no podía soportarlo.
—Me pregunto cómo habrías reaccionado tú —siguió Pedro— si te hubieran enseñado fotografías de una hermana tuya conmigo en la cama... o con un hombre que se parecía a mí. Una chica que llevaba el reloj que tú misma me habías regalado, que tuviera una marca de nacimiento exactamente igual a una mía... si tu hermana te hubiera jurado que era yo. ¿Me habrías creído, Pau?
Era difícil imaginarlo. ¿Lo habría creído? ¿Habría creído a su hermana? ¿Habría podido creer que Pedro era suyo y sólo suyo? ¿Habría sido capaz de creer que un hombre tan guapo, tan poderoso, no se estaba divirtiendo con las dos hermanas? Paula no podía contestar a esa pregunta.
—Sin ninguna duda.
Esa frase encogió su corazón. Si la hubiera creído seis años antes...
—Está claro que tu padrastro vió la oportunidad de sacar partido de la situación y lo hizo —siguió Pedro.
La creía porque, en aquella ocasión, había pruebas. No porque tuviera fe en ella, pensó Paula.
Era fácil deducir la verdad después de leer el informe del investigador privado. En él aparecía la fecha en la que su padrastro se marchó de Sidney. También decía que se había jugado el dinero, los cien mil dólares, y que había una demanda contra él por estafa en el concesionario de coches usados en el que solía trabajar.
¡Su padrastro! Paula se ponía furiosa cada vez que lo pensaba.
—Al menos, no era mi padre. Yo no tengo que vivir con él como tú tienes que vivir con el tuyo.
Horacio Alfonso también había engañado a su precioso hijo, escondiéndole la noticia de su embarazo para que se casara con una mujer que interesaba más a su familia.
—Le he dejado claro lo que pienso de todo esto —contestó Pedro—. Sabe que no debe interferir en mi vida de nuevo.
—Y yo no quiero que ni él, ni tú ni nadie de tu familia interfiera en la mía — replicó Paula, sacando el cheque del bolso—. Toma, esto es tuyo. Con esto no conseguirás comprar a Nico.
Pedro sacudió la cabeza.
—No quería comprarte, Pau. Era sólo mi contribución como padre del niño.
—Me ha ido bien sin tí todos estos años y prefiero que siga siendo así.
—Pero no tienes por qué seguir cuidando sola de Nico...
—¿Crees que con esto solucionas algo, Pedro?
—No, pero es una ayuda —suspiró él.
—Nosotros vivimos en mundos diferentes y Nico es mi hijo —insistió Paula—. No sería bueno hacerle creer otra cosa. Por favor, quédate con el cheque.
Frustrado por esa negativa, Pedro rompió el cheque en pedazos y se acercó a una papelera para tirarlos.
—El dinero corrompe —dijo Paula, irónica—. Los dos sabemos eso, ¿Verdad?
—Puede, pero no tiene por qué. Se puede usar para hacer el bien. Y para eso lo quería yo.
Quizá... quizá no. Paula no estaba preparada para arriesgarse.
—Puedo vivir sin ese dinero. Ya lo he demostrado. Nico es un niño felíz, normal, inteligente. No necesita...
—No estás pensando en él —la interrumpió Pedro—. Has tomado una decisión basándote en lo que tú quieres.
—Soy su madre —replicó ella—. Sé lo que es mejor para mi hijo.
—¿Como mi padre sabía lo que era mejor para mí? —la retó Pedro, irónico.
Paula se quedó pensativa un momento. Era cierto que reaccionaba de forma tan violenta por lo que pasó seis años atrás. Pero... ¿Estaba pensando en su hijo? El instinto le decía que sí. ¿O era el miedo? Controlar la vida de su hijo era lo que Horacio Alfonso pretendía al romper su relación con Pedro. ¿Estaba ella haciendo lo mismo?
—¿De verdad puedes decir, después de estos seis años, que tu padre no sabía lo que era mejor para tí?
—Sí, claro que puedo —contestó él, sin vacilar—. Te perdí, Pau. Y he perdido cinco años de la vida de mi hijo.
—Pero debes de haber conocido a otras mujeres... mujeres más compatibles con tu familia.
—Ah, sí —sonrió Pedro, irónico—. Un largo desfile de mujeres. Y no quise casarme con ninguna.
—¿Por qué no?
—Porque no podía sentir con ellas lo que sentía contigo.
—Eso fue hace mucho tiempo —replicó Paula, a la defensiva.
Pedro no contestó. Sencillamente, la miró a los ojos. Y ella tuvo que apartar la mirada. No quería que viera en ellos... Pero era absurdo, todo era absurdo. Ya no podría confiar en él. Nunca.
—Sí, aquello fue hace mucho tiempo. Y la ruptura fue culpa mía por no creer en tu palabra —dijo Pedro al fin—. Es verdad que somos de mundos diferentes y quizá eso también fue un factor a tener en cuenta. Si yo hubiera sido más accesible, quizá habrías intentando convencerme.
No. Estaba demasiado herida como para intentar convencerlo. Cuando recordaba cómo la había mirado esa noche, cómo le había hablado, cómo la rechazó... incluso ahora, después de seis años, no podía soportarlo.
—Me pregunto cómo habrías reaccionado tú —siguió Pedro— si te hubieran enseñado fotografías de una hermana tuya conmigo en la cama... o con un hombre que se parecía a mí. Una chica que llevaba el reloj que tú misma me habías regalado, que tuviera una marca de nacimiento exactamente igual a una mía... si tu hermana te hubiera jurado que era yo. ¿Me habrías creído, Pau?
Era difícil imaginarlo. ¿Lo habría creído? ¿Habría creído a su hermana? ¿Habría podido creer que Pedro era suyo y sólo suyo? ¿Habría sido capaz de creer que un hombre tan guapo, tan poderoso, no se estaba divirtiendo con las dos hermanas? Paula no podía contestar a esa pregunta.
Un Amor Inocente: Capítulo 7
Ya nada podría ser igual. Paula se dijo a sí misma que ésa era otra razón para ver a Pedro Alfonso esa mañana. Desde que llegó el abogado para mostrarle los documentos legales y el informe del investigador privado sobre el paradero de su padrastro, tenía la sensación de que el largo brazo de los Alfonso se cerraba sobre ella para quedarse con Nico. Tenía que averiguar cuál era su objetivo.
Estaba asustada desde su primer encuentro con Pedro dos semanas antes y ahora sabía que se había enfrentado con su padre y que había movido hilos para demostrar que su padrastro la había engañado. Pero eso no libraba de culpa a los Alfonso.
Su pulso se aceleró al comprobar que ya eran las nueve y media. Tenía que marcharse. Una última mirada al espejo del dormitorio le hizo ver que el carmín de labios había desaparecido; seguramente ella misma se lo había comido por los nervios. Le temblaban las manos mientras volvía a pintárselos. Aunque era absurdo preocuparse por su apariencia.
La madre de Pedro probablemente mostraría claramente su desaprobación por su barato vestido de algodón, pero no pensaba ver a la madre de Pedro.
Era el verano más caluroso en Australia y, aunque estaban en marzo, aún no había refrescado. Tenía un paseo de media hora por delante y ese vestido tan ligero evitaría que sudase antes de verse con Pedro. Se hizo una coleta, se colocó un sombrero de paja, unas cómodas sandalias y unas gafas de sol y salió de la casa, intentando controlar los latidos de su corazón al pensar que iba a ver al padre de su hijo. Al menos, no le había pedido que fuera con Nico. De hecho, había sido una amable petición hecha a través de su abogado. Ella misma había elegido el sitio y la hora.
Era una reunión necesaria dado el terrible fraude que había perpetrado su padrastro, que incluía falsificar su firma y usar su embarazo como excusa para extorsionar una enorme cantidad de dinero. ¡Cien mil dólares! Aún no podía creerlo. El cheque le estaba quemando en el bolso. Había llegado junto con los demás papeles que le envió el abogado, pero no podía quedárselo. Para empezar, porque su padrastro se había apropiado de ese dinero y ella no tenía intención de hacer lo mismo. Además, quería ser independiente, como lo había sido hasta aquel momento. Tenía que devolver el cheque y encontrarse con Pedro era la forma más directa de hacerlo. Quería dejarle claro que ella no le había pedido dinero y no lo necesitaba.
No pensaba usar el dinero del fideicomiso porque, de esa forma, Pedro se sentiría con derecho a visitar a Nico y ella estaba convencida de que debía alejar a su hijo de la familia Alfonso. Mejor no deberles nada. Podía sacar adelante a su hijo sin ayuda de nadie.
Había quedado con Pedro en un parque, un sitio público, lleno de gente. Y lo vió de inmediato, sentado en un banco bajo la sombra de un árbol. Estaba mirando hacia la pista del aeropuerto de Mascot, donde despegaban y aterrizaban aviones constantemente. Por eso los alquileres allí eran tan baratos. Parecía tranquilo, aunque ella no lo estaba en absoluto. Pero era importante mostrarse tranquila, segura de sí misma.
Era totalmente irrelevante que Pedro siguiera siendo el hombre más atractivo que había visto nunca. Pedro Alfonso y todo lo que iba con él debía ser expulsado de su vida de inmediato. Con esa resolución en mente, Paula se puso en marcha. Pedro se levantó al verla llegar, sus oscuros ojos clavados en ella, observando cada detalle.
Paula se alegraba de llevar gafas de sol porque no sólo escondían sus pensamientos sino que, además, permitían que le devolviera el escrutinio. De nuevo, llevaba ropa de sport: pantalones de color beige, camisa blanca. Muy informal. Imaginó que habría elegido el atuendo a propósito... ¿O estaría preparado? ¿Querría que bajase la guardia mientras él se preparaba para atacar? ¿Sería posible que aún la encontrase deseable? Se le encogió el estómago al pensarlo. Pero su pulso se aceleró al verlo sonreír.
—Encantado de volver a verte, Pau—la saludó, con lo que parecía un tono sincero.
Pero daba igual. ¿Creía que iba a olvidar lo que le había hecho? ¿Que iba a perdonarlo por echarla de su vida la misma noche que iba a decirle que estaba embarazada?
—Yo no puedo decir lo mismo —replicó—. Sólo he venido a devolverte el cheque. A ponerlo directamente en tus manos para que no se pierda o aparezca en un sitio que no es o...
—Pau, te debo la manutención del niño desde hace cinco años —la interrumpió Pedro—. Cualquier juez te diría que ese dinero es tuyo.
—No lo quiero. No te lo he pedido —replicó ella, abriendo el bolso con manos temblorosas—. No sabía que mi padrastro le hubiera pedido dinero a tu padre hasta que me dió esos mil dólares...
—Sí, eso fue muy inteligente por su parte. Te dió mil dólares para convencerte de que mi padre quería que abortaras. Lo tenía todo bien preparado. Desaparecido el niño, no habría más lazos con la familia Alfonso y tú no te enterarías del fideicomiso.
Estaba asustada desde su primer encuentro con Pedro dos semanas antes y ahora sabía que se había enfrentado con su padre y que había movido hilos para demostrar que su padrastro la había engañado. Pero eso no libraba de culpa a los Alfonso.
Su pulso se aceleró al comprobar que ya eran las nueve y media. Tenía que marcharse. Una última mirada al espejo del dormitorio le hizo ver que el carmín de labios había desaparecido; seguramente ella misma se lo había comido por los nervios. Le temblaban las manos mientras volvía a pintárselos. Aunque era absurdo preocuparse por su apariencia.
La madre de Pedro probablemente mostraría claramente su desaprobación por su barato vestido de algodón, pero no pensaba ver a la madre de Pedro.
Era el verano más caluroso en Australia y, aunque estaban en marzo, aún no había refrescado. Tenía un paseo de media hora por delante y ese vestido tan ligero evitaría que sudase antes de verse con Pedro. Se hizo una coleta, se colocó un sombrero de paja, unas cómodas sandalias y unas gafas de sol y salió de la casa, intentando controlar los latidos de su corazón al pensar que iba a ver al padre de su hijo. Al menos, no le había pedido que fuera con Nico. De hecho, había sido una amable petición hecha a través de su abogado. Ella misma había elegido el sitio y la hora.
Era una reunión necesaria dado el terrible fraude que había perpetrado su padrastro, que incluía falsificar su firma y usar su embarazo como excusa para extorsionar una enorme cantidad de dinero. ¡Cien mil dólares! Aún no podía creerlo. El cheque le estaba quemando en el bolso. Había llegado junto con los demás papeles que le envió el abogado, pero no podía quedárselo. Para empezar, porque su padrastro se había apropiado de ese dinero y ella no tenía intención de hacer lo mismo. Además, quería ser independiente, como lo había sido hasta aquel momento. Tenía que devolver el cheque y encontrarse con Pedro era la forma más directa de hacerlo. Quería dejarle claro que ella no le había pedido dinero y no lo necesitaba.
No pensaba usar el dinero del fideicomiso porque, de esa forma, Pedro se sentiría con derecho a visitar a Nico y ella estaba convencida de que debía alejar a su hijo de la familia Alfonso. Mejor no deberles nada. Podía sacar adelante a su hijo sin ayuda de nadie.
Había quedado con Pedro en un parque, un sitio público, lleno de gente. Y lo vió de inmediato, sentado en un banco bajo la sombra de un árbol. Estaba mirando hacia la pista del aeropuerto de Mascot, donde despegaban y aterrizaban aviones constantemente. Por eso los alquileres allí eran tan baratos. Parecía tranquilo, aunque ella no lo estaba en absoluto. Pero era importante mostrarse tranquila, segura de sí misma.
Era totalmente irrelevante que Pedro siguiera siendo el hombre más atractivo que había visto nunca. Pedro Alfonso y todo lo que iba con él debía ser expulsado de su vida de inmediato. Con esa resolución en mente, Paula se puso en marcha. Pedro se levantó al verla llegar, sus oscuros ojos clavados en ella, observando cada detalle.
Paula se alegraba de llevar gafas de sol porque no sólo escondían sus pensamientos sino que, además, permitían que le devolviera el escrutinio. De nuevo, llevaba ropa de sport: pantalones de color beige, camisa blanca. Muy informal. Imaginó que habría elegido el atuendo a propósito... ¿O estaría preparado? ¿Querría que bajase la guardia mientras él se preparaba para atacar? ¿Sería posible que aún la encontrase deseable? Se le encogió el estómago al pensarlo. Pero su pulso se aceleró al verlo sonreír.
—Encantado de volver a verte, Pau—la saludó, con lo que parecía un tono sincero.
Pero daba igual. ¿Creía que iba a olvidar lo que le había hecho? ¿Que iba a perdonarlo por echarla de su vida la misma noche que iba a decirle que estaba embarazada?
—Yo no puedo decir lo mismo —replicó—. Sólo he venido a devolverte el cheque. A ponerlo directamente en tus manos para que no se pierda o aparezca en un sitio que no es o...
—Pau, te debo la manutención del niño desde hace cinco años —la interrumpió Pedro—. Cualquier juez te diría que ese dinero es tuyo.
—No lo quiero. No te lo he pedido —replicó ella, abriendo el bolso con manos temblorosas—. No sabía que mi padrastro le hubiera pedido dinero a tu padre hasta que me dió esos mil dólares...
—Sí, eso fue muy inteligente por su parte. Te dió mil dólares para convencerte de que mi padre quería que abortaras. Lo tenía todo bien preparado. Desaparecido el niño, no habría más lazos con la familia Alfonso y tú no te enterarías del fideicomiso.
Un Amor Inocente: Capítulo 6
—No sigas por ahí, papá. Has perdido a un hijo y estás a punto de perder a otro.
—Hice lo que creí mejor para tí, Pedro —dijo su padre, intentando contemporizar—. Estabas embelesado por...
—He venido a darte una oportunidad —lo interrumpió Pedro—. Quiero que me digas si es verdad que pagaste mil dólares para que Paula abortase.
—¡Eso es mentira! —explotó Horacio Alfonso, levantándose del sillón—. Esa mujer es una mentirosa y está intentado enfrentarte conmigo. Le dí cien mil dólares y prometí darle más cuando fuera necesario.
Pedro se quedó atónito.
—Entonces, ¿Por qué no tiene dinero? ¿Por qué vive casi en la pobreza?
—Debe de haberlo escondido.
—No, eso no es verdad. He contratado a un detective y no hay dinero. De hecho, no tiene ayuda de nadie. Su padrastro desapareció cuando estaba embarazada, su madre murió de cáncer cuando el niño tenía dieciocho meses. Y ha sobrevivido dando masajes...
—Masajes —repitió Horacio, con expresión desdeñosa.
Pedro apretó los puños. Nunca había sentido deseos de pegar a su padre.
—Masajes terapéuticos —explicó—. Estaba estudiando psicoterapia en la universidad, pero tuvo que dejar la carrera a medias porque no tenía ayuda de nadie. De modo que todas las pruebas están contra tí, papá.
Su padre lo miró, ofendido.
—¿Dudas de mi palabra?
—Así es.
—Puedo probarte que entregué cien mil dólares.
—¡Demuéstralo!
—Los papeles están en el bufete de mi abogado.
—Llámalo ahora mismo entonces. Dile que traiga los papeles y enséñamelos... ahora, antes de que puedas inventar más mentiras.
Horacio apretó los dientes mientras levantaba el teléfono, desafiante. Y desafiante también, Pedro se acercó a una de las altas y puntiagudas ventanas, con una vista limitada del jardín. Las vistas limitadas no eran sólo un problema de la arquitectura de aquella casa. La limitada visión que su padre tenía de Paula le resultaba ofensiva, sobre todo teniendo en cuenta que ella era la víctima en aquella conspiración. Si el abogado no aparecía con pruebas, no sabía si podría perdonar a su padre...
—Juan, siento molestarte, pero esto es una emergencia. Necesito los papeles de Paula Chaves ahora mismo... Sí, estoy en casa. Tráelos en cuanto puedas.
Pedro no se volvió. No tenía nada más que decir. Haber visto a Paula en persona después de tantos años... no era sólo su hijo lo que le interesaba.
¿Había dejado de desearla? Ver a Fede en la cama con ella lo había vuelto loco. Pensar que le había dado a su hermano lo que él creía sólo suyo, el regalo de verla completamente abandonada... De alguna forma, tendría que persuadirla para que le confiara aquel regalo de nuevo. De alguna forma...
—Se creó un fideicomiso para la educación del niño —empezó a decir su padre, volviendo a sentarse en el sillón.
Si eso era cierto, no había querido un aborto. Sin embargo, Pedro no estaba dispuesto a dudar de la palabra de Paula. Entonces, ¿Quién había inventado lo del aborto? ¿Habría decidido alguno de los subalternos de su padre que era mejor librarse del problema?
—Sólo tenía que escribirnos cuando necesitara más dinero —siguió Horacio.
—Pero no lo hizo, ¿verdad? —lo retó Pedro.
—No hubo respuesta.
De modo que Paula no sabía nada del fideicomiso...
—Yo hablé personalmente con su padrastro —siguió su padre, después de estar un rato tamborileando con los dedos sobre el escritorio—. Todo se hizo a través de él y tú has dicho que desapareció antes de que naciera el niño. Si lo que dices es verdad, seguramente se quedó con el dinero y no le habló del fideicomiso.
El padrastro de Paula. Claro, su padre tenía que cargar la responsabilidad a otra persona. Pero no la culpa. Nada de aquello habría pasado sin la mano controladora de Horacio Alfonso moviéndolo todo.
—Pues entonces cometiste un error al confiar en él, ¿No? Y tampoco te importó lo que le pasara a mi hijo.
—Pedro...
—Esperemos que lleguen esos papeles. Si lo que dices es verdad, quizá... sólo quizá, podría haber una relación viable entre los dos.
—Eres mi hijo. Lo que se hizo, se hizo por...
—No digas que por mí. No estabas pensando en mí. Ni en Paula. Estabas pensando en lo que tú querías. Cuando dejes de pensar en lo que tú quieres y empieces a respetar mis deseos, quizá podremos hablar de algo.
—Estoy dándote lo que quieres. He llamado a Juan para que traiga las pruebas...
—Ése es el primer paso.
Su padre levantó la barbilla orgullosamente.
—¿Cuál es el segundo?
—Si vuelves a hablar de Paula Chaves de forma despreciativa, me iré de aquí y no volveré jamás.
—Muy bien. ¿Hay un tercer paso?
—El tercer paso es aceptarla a ella y a su hijo. Y te aseguro que sabré si mueves un dedo para interferir en nuestra vida otra vez.
—Si te interesa el chico...
—No sólo el chico. Pienso hacer todo lo que esté en mi mano para convencer a Paula de que se case conmigo.
La expresión de su padre cambió por completo.
—No hay necesidad de eso. Entiendo que te interese el chico, pero...
La violencia que Pedro había intentado controlar hasta aquel momento explotó de repente. Furioso, se acercó en dos zancadas al escritorio y le dió un tremendo puñetazo.
—¡Entiéndeme a mí! —exclamó, colérico—. Paula Chaves debería haber sido mi esposa hace seis años. Quiero que sea mi esposa y lo será.
—Hice lo que creí mejor para tí, Pedro —dijo su padre, intentando contemporizar—. Estabas embelesado por...
—He venido a darte una oportunidad —lo interrumpió Pedro—. Quiero que me digas si es verdad que pagaste mil dólares para que Paula abortase.
—¡Eso es mentira! —explotó Horacio Alfonso, levantándose del sillón—. Esa mujer es una mentirosa y está intentado enfrentarte conmigo. Le dí cien mil dólares y prometí darle más cuando fuera necesario.
Pedro se quedó atónito.
—Entonces, ¿Por qué no tiene dinero? ¿Por qué vive casi en la pobreza?
—Debe de haberlo escondido.
—No, eso no es verdad. He contratado a un detective y no hay dinero. De hecho, no tiene ayuda de nadie. Su padrastro desapareció cuando estaba embarazada, su madre murió de cáncer cuando el niño tenía dieciocho meses. Y ha sobrevivido dando masajes...
—Masajes —repitió Horacio, con expresión desdeñosa.
Pedro apretó los puños. Nunca había sentido deseos de pegar a su padre.
—Masajes terapéuticos —explicó—. Estaba estudiando psicoterapia en la universidad, pero tuvo que dejar la carrera a medias porque no tenía ayuda de nadie. De modo que todas las pruebas están contra tí, papá.
Su padre lo miró, ofendido.
—¿Dudas de mi palabra?
—Así es.
—Puedo probarte que entregué cien mil dólares.
—¡Demuéstralo!
—Los papeles están en el bufete de mi abogado.
—Llámalo ahora mismo entonces. Dile que traiga los papeles y enséñamelos... ahora, antes de que puedas inventar más mentiras.
Horacio apretó los dientes mientras levantaba el teléfono, desafiante. Y desafiante también, Pedro se acercó a una de las altas y puntiagudas ventanas, con una vista limitada del jardín. Las vistas limitadas no eran sólo un problema de la arquitectura de aquella casa. La limitada visión que su padre tenía de Paula le resultaba ofensiva, sobre todo teniendo en cuenta que ella era la víctima en aquella conspiración. Si el abogado no aparecía con pruebas, no sabía si podría perdonar a su padre...
—Juan, siento molestarte, pero esto es una emergencia. Necesito los papeles de Paula Chaves ahora mismo... Sí, estoy en casa. Tráelos en cuanto puedas.
Pedro no se volvió. No tenía nada más que decir. Haber visto a Paula en persona después de tantos años... no era sólo su hijo lo que le interesaba.
¿Había dejado de desearla? Ver a Fede en la cama con ella lo había vuelto loco. Pensar que le había dado a su hermano lo que él creía sólo suyo, el regalo de verla completamente abandonada... De alguna forma, tendría que persuadirla para que le confiara aquel regalo de nuevo. De alguna forma...
—Se creó un fideicomiso para la educación del niño —empezó a decir su padre, volviendo a sentarse en el sillón.
Si eso era cierto, no había querido un aborto. Sin embargo, Pedro no estaba dispuesto a dudar de la palabra de Paula. Entonces, ¿Quién había inventado lo del aborto? ¿Habría decidido alguno de los subalternos de su padre que era mejor librarse del problema?
—Sólo tenía que escribirnos cuando necesitara más dinero —siguió Horacio.
—Pero no lo hizo, ¿verdad? —lo retó Pedro.
—No hubo respuesta.
De modo que Paula no sabía nada del fideicomiso...
—Yo hablé personalmente con su padrastro —siguió su padre, después de estar un rato tamborileando con los dedos sobre el escritorio—. Todo se hizo a través de él y tú has dicho que desapareció antes de que naciera el niño. Si lo que dices es verdad, seguramente se quedó con el dinero y no le habló del fideicomiso.
El padrastro de Paula. Claro, su padre tenía que cargar la responsabilidad a otra persona. Pero no la culpa. Nada de aquello habría pasado sin la mano controladora de Horacio Alfonso moviéndolo todo.
—Pues entonces cometiste un error al confiar en él, ¿No? Y tampoco te importó lo que le pasara a mi hijo.
—Pedro...
—Esperemos que lleguen esos papeles. Si lo que dices es verdad, quizá... sólo quizá, podría haber una relación viable entre los dos.
—Eres mi hijo. Lo que se hizo, se hizo por...
—No digas que por mí. No estabas pensando en mí. Ni en Paula. Estabas pensando en lo que tú querías. Cuando dejes de pensar en lo que tú quieres y empieces a respetar mis deseos, quizá podremos hablar de algo.
—Estoy dándote lo que quieres. He llamado a Juan para que traiga las pruebas...
—Ése es el primer paso.
Su padre levantó la barbilla orgullosamente.
—¿Cuál es el segundo?
—Si vuelves a hablar de Paula Chaves de forma despreciativa, me iré de aquí y no volveré jamás.
—Muy bien. ¿Hay un tercer paso?
—El tercer paso es aceptarla a ella y a su hijo. Y te aseguro que sabré si mueves un dedo para interferir en nuestra vida otra vez.
—Si te interesa el chico...
—No sólo el chico. Pienso hacer todo lo que esté en mi mano para convencer a Paula de que se case conmigo.
La expresión de su padre cambió por completo.
—No hay necesidad de eso. Entiendo que te interese el chico, pero...
La violencia que Pedro había intentado controlar hasta aquel momento explotó de repente. Furioso, se acercó en dos zancadas al escritorio y le dió un tremendo puñetazo.
—¡Entiéndeme a mí! —exclamó, colérico—. Paula Chaves debería haber sido mi esposa hace seis años. Quiero que sea mi esposa y lo será.
Un Amor Inocente: Capítulo 5
Pedro apenas podía controlar su cólera mientras subía por el camino de carruajes hasta la mansión neogótica que su padre había comprado en Bellevue Hill cinco años antes. Veinte millones de dólares había pagado por ella y seguramente ahora podría venderla por treinta, dada su antigüedad y la panorámica sobre la Ópera de Sidney. Veinte millones por una casa. Nada, comparado con lo que valdría un nieto. Un detective privado había encontrado la dirección de Paula en un barrio modesto, Brighton-Le-Sands. Por lo visto, no pudo terminar la carrera y trabajaba como masajista. Vivía de alquiler y no tenía coche ni tarjetas de crédito.
Pedro se preguntó si habría roto el cheque de su padre en pedazos como gesto de desprecio hacia una familia que la había tratado como si fuera una cualquiera. Cuando se acercó a ella, Paula ya lo había rechazado antes de que dijera nada. El niño era sólo de ella. Vendido por mil dólares... mil dólares.
Él seguía sin creer que su padre hubiera pagado para que abortase. Eso iba completamente en contra de las creencias de su familia y Horacio Alfonso era un hombre muy tradicional. Podría haber querido que un bastardo desapareciera para evitar un problema en la dirección de la empresa Alfonso-Luzzani, pero un aborto... No. De todas formas, estaba decidido a hablar con su padre. Había perdido a Paula, había perdido cinco años de la vida de su hijo porque no la creyó, y no pensaba volver a cometer ese error. Su padre debía responder por lo que había hecho. O por lo que no había hecho.
Pedro detuvo el Ferrari en la imponente entrada. Cuarenta y cinco habitaciones, pensó, irónico. Más que suficientes para una familia sin descendencia. Su hermano habría tenido hijos, pero Fede había muerto y su viuda había vuelto con su familia para buscar consuelo. Las habitaciones de los niños estaban vacías. Tantas habitaciones vacías. Sintió ese vacío mientras caminaba por el inmenso vestíbulo hacia el cuarto de estar, sus pasos resonando sobre el suelo de mármol. Su madre estaba en el sillón de siempre, de luto, ahogando sus penas en una copa de jerez mientras veía las noticias en televisión.
—Hola, mamá. ¿Dónde está papá?
Su madre no volvió la cabeza.
—En la biblioteca —contestó, con el tono vacío que usaba desde la muerte de Federico.
No tenía interés en él. Ni en nada. Pedro dudaba que se enterase de las noticias. Nada de lo que pasara en el mundo podía afectarla. Pero el dinero no puede evitar un aborto o una muerte accidental. Ni puede ofrecer solaz tras la muerte de un hijo.
Se dirigió a la biblioteca. No podía hacer nada por ella. Además, su madre nunca aprobó a Paula. Si ella también había tomado parte en la conspiración... Pedro tuvo que apretar los dientes para contener la rabia. Las maquinaciones que tuvieron lugar a sus espaldas... Pero debía contenerse mientras escuchaba y observaba, mientras sopesaba la idea de romper con su familia. Desde luego, para Paula ellos eran el enemigo y tenía razón.
Entró en la biblioteca sin llamar a la puerta. Su padre estaba sentado tras el magnifico escritorio de caoba, trabajando en un ordenador portátil que llevaba a todas partes, seguramente comprobando cómo iban sus inversiones. Él siempre había admirado a su padre, un hombre formidable que sabía lo que quería e iba a por ello usando todo lo que fuera necesario.
Horacio Alfonso tenía amigos en el mundo de la política, amigos en la iglesia, amigos donde era importante tenerlos. Intercambiaban favores e información, convirtiéndose en una élite, un grupo de privilegiados que movía millones. Pero no era sólo su dinero lo que impresionaba a sus «amigos». Era su energía, su carismática presencia. Altura, inteligencia, exigentes ojos oscuros, pelo gris, nariz aguileña... Horacio era un hombre que no perdía el tiempo y no decía tonterías.
Su padre levantó la cabeza, sorprendido.
—¡Pedro! Me alegro de que hayas venido. ¿Has hablado con tu madre?
La familia era lo primero. Pedro sonrió, irónico.
—Esto requiere tu atención inmediata —dijo, tirando un sobre encima del escritorio.
—¿Qué es esto?
—Fotos. ¿Recuerdas las fotos que me enseñaste hace seis años?
Horacio Alfonso miró a su hijo, sorprendido.
—¿Las has guardado?
—No. Éstas son fotos nuevas, papá.
—No entiendo.
—Lo entenderás en cuanto las veas —dijo Pedro, rasgando el sobre y tirando las fotografías sobre el escritorio, una por una—. Paula Chaves y mi hijo. Mi hijo, que ahora tiene cinco años. Mi hijo, cuya existencia yo desconocía. Míralo, papá.
Su padre no cambió de expresión.
—¿Cómo sabes que es tu hijo?
—No me vengas con ésas. Fede me lo confesó todo antes de morir. Me contó lo de las fotos, lo del embarazo, que pagaste para que abortase... ¡No intentes negarlo!
Horacio Alfonso apretó los labios, echándose hacia atrás en el sillón, pensativo.
—Paula no era la mujer adecuada para un hombre como tú.
Pedro se preguntó si habría roto el cheque de su padre en pedazos como gesto de desprecio hacia una familia que la había tratado como si fuera una cualquiera. Cuando se acercó a ella, Paula ya lo había rechazado antes de que dijera nada. El niño era sólo de ella. Vendido por mil dólares... mil dólares.
Él seguía sin creer que su padre hubiera pagado para que abortase. Eso iba completamente en contra de las creencias de su familia y Horacio Alfonso era un hombre muy tradicional. Podría haber querido que un bastardo desapareciera para evitar un problema en la dirección de la empresa Alfonso-Luzzani, pero un aborto... No. De todas formas, estaba decidido a hablar con su padre. Había perdido a Paula, había perdido cinco años de la vida de su hijo porque no la creyó, y no pensaba volver a cometer ese error. Su padre debía responder por lo que había hecho. O por lo que no había hecho.
Pedro detuvo el Ferrari en la imponente entrada. Cuarenta y cinco habitaciones, pensó, irónico. Más que suficientes para una familia sin descendencia. Su hermano habría tenido hijos, pero Fede había muerto y su viuda había vuelto con su familia para buscar consuelo. Las habitaciones de los niños estaban vacías. Tantas habitaciones vacías. Sintió ese vacío mientras caminaba por el inmenso vestíbulo hacia el cuarto de estar, sus pasos resonando sobre el suelo de mármol. Su madre estaba en el sillón de siempre, de luto, ahogando sus penas en una copa de jerez mientras veía las noticias en televisión.
—Hola, mamá. ¿Dónde está papá?
Su madre no volvió la cabeza.
—En la biblioteca —contestó, con el tono vacío que usaba desde la muerte de Federico.
No tenía interés en él. Ni en nada. Pedro dudaba que se enterase de las noticias. Nada de lo que pasara en el mundo podía afectarla. Pero el dinero no puede evitar un aborto o una muerte accidental. Ni puede ofrecer solaz tras la muerte de un hijo.
Se dirigió a la biblioteca. No podía hacer nada por ella. Además, su madre nunca aprobó a Paula. Si ella también había tomado parte en la conspiración... Pedro tuvo que apretar los dientes para contener la rabia. Las maquinaciones que tuvieron lugar a sus espaldas... Pero debía contenerse mientras escuchaba y observaba, mientras sopesaba la idea de romper con su familia. Desde luego, para Paula ellos eran el enemigo y tenía razón.
Entró en la biblioteca sin llamar a la puerta. Su padre estaba sentado tras el magnifico escritorio de caoba, trabajando en un ordenador portátil que llevaba a todas partes, seguramente comprobando cómo iban sus inversiones. Él siempre había admirado a su padre, un hombre formidable que sabía lo que quería e iba a por ello usando todo lo que fuera necesario.
Horacio Alfonso tenía amigos en el mundo de la política, amigos en la iglesia, amigos donde era importante tenerlos. Intercambiaban favores e información, convirtiéndose en una élite, un grupo de privilegiados que movía millones. Pero no era sólo su dinero lo que impresionaba a sus «amigos». Era su energía, su carismática presencia. Altura, inteligencia, exigentes ojos oscuros, pelo gris, nariz aguileña... Horacio era un hombre que no perdía el tiempo y no decía tonterías.
Su padre levantó la cabeza, sorprendido.
—¡Pedro! Me alegro de que hayas venido. ¿Has hablado con tu madre?
La familia era lo primero. Pedro sonrió, irónico.
—Esto requiere tu atención inmediata —dijo, tirando un sobre encima del escritorio.
—¿Qué es esto?
—Fotos. ¿Recuerdas las fotos que me enseñaste hace seis años?
Horacio Alfonso miró a su hijo, sorprendido.
—¿Las has guardado?
—No. Éstas son fotos nuevas, papá.
—No entiendo.
—Lo entenderás en cuanto las veas —dijo Pedro, rasgando el sobre y tirando las fotografías sobre el escritorio, una por una—. Paula Chaves y mi hijo. Mi hijo, que ahora tiene cinco años. Mi hijo, cuya existencia yo desconocía. Míralo, papá.
Su padre no cambió de expresión.
—¿Cómo sabes que es tu hijo?
—No me vengas con ésas. Fede me lo confesó todo antes de morir. Me contó lo de las fotos, lo del embarazo, que pagaste para que abortase... ¡No intentes negarlo!
Horacio Alfonso apretó los labios, echándose hacia atrás en el sillón, pensativo.
—Paula no era la mujer adecuada para un hombre como tú.
jueves, 20 de octubre de 2016
Un Amor Inocente: Capítulo 4
El niño obedeció, pero antes de llegar a la casa se volvió y miró a Pedro, desafiante:
—¡No le hagas daño a mi mamá!
Él sacudió la cabeza, con expresión dolida.
—No he venido a hacerle daño. Sólo he venido a hablar.
Nico miró a su madre y ella le hizo un gesto para que siguiera adelante. Cuando estuvo segura de que el niño no podía oírlos, miró al hombre que no tenía derecho a estar allí. Ningún derecho.
—¿Qué querías decirme? —le espetó, furiosa. Lo odiaba por ponerla en esa posición, por entrometerse en su vida.
—También es mi hijo —contestó Pedro.
—No lo es —respondió Paula, con vehemencia.
—He visto una copia de su partida de nacimiento. La fecha...
—En su partida de nacimiento no consta el nombre del padre. Pone «padre desconocido». Después de todo, yo no era más que una fulana que iba de cama en cama, ¿Recuerdas?
Pedro apretó los dientes.
—Me equivoqué.
—Un poquito tarde para revisar tu opinión, ¿No te parece?
—Lo siento. Debería haberte creído, Paula. Tú no eras la chica de las fotos. Ahora lo sé.
Ella apartó la mirada. Esa disculpa no cambiaba nada en absoluto. Nada podría borrar el dolor, la amargura del pasado. Nada podría compensarla por lo que había perdido, por lo que Pedro le había arrebatado esa terrible noche. Y no pensaba ablandarse por una simple disculpa.
—¿Cómo lo sabes? Tu hermano era la estrella de esas fotos. Lo creíste a él, ¿No?
Pedro apretó la mandíbula. Sus ojos tenían una expresión distante, lejana.
—Mi hermano... murió el mes pasado.
¿Federico muerto? ¿Tan joven? Paula recordó a Federico Alfonso: pelo oscuro, rizado, ojos seductores, sonrisa traviesa que complementaba su imagen de playboy. No tenía el físico atlético de Pedro, no era tan dinámico, pero tenía una simpatía que atraía de inmediato. Le había caído bien, se reían juntos, pero al lado de Pedro no tenía nada que hacer. Federico siempre le pareció un chico divertido. Hasta que lo vió en aquellas fotos. Ese recordatorio la devolvió al presente.
—Lo siento mucho, pedro. Pero la muerte de tu hermano no tiene nada que ver conmigo.
—Estaba pensando en tí antes de morir, Pau. Sus últimas palabras fueron sobre tí.
De modo que Federico había confesado la verdad. Y, por supuesto, Pedro había creído esa confesión que la libraba de culpa.
—Da igual.
—A mí no.
—Tú no cuentas —replicó Paula—. Dejaste de contar en mi vida hace mucho tiempo.
—Muy bien —suspiró él—. Pero yo no sabía nada de tu embarazo hasta que Fede me lo contó antes de morir. Y ahora sé que hay un hijo. Nuestro hijo, Pau.
—¡Es mío!
No quería ni pensar que Nico era hijo de aquel hombre. Ella le había dado la vida, esa vida que los Alfonso quisieron destruir.
—Una prueba de ADN puede demostrar...
—¿Has hablado con tu padre de esto? —lo interrumpió Paula.
Quería saber si había actuado por su cuenta, sin el apoyo del poderoso Horacio Alfonso. Pedro era una amenaza, pero si su padre tenía algo que ver... eso sería mucho peor.
—No es asunto suyo.
—Perdona, pero sí lo es. Tu padre pagó mil dólares para que yo abortase. Él mató a tu hijo, Pedro.
Pedro la miró, atónito.
—¡No! Él no haría eso. Mi padre nunca haría eso.
—Lo hizo. De modo que mi hijo es mío, sólo mío, porque yo elegí tenerlo.
—Pau —empezó a decir él, con expresión angustiada—. Yo no tuve nada que ver con eso.
—¿Cómo que no? No me creíste, Pedro. Aceptaste lo que te contaba tu familia sin escucharme siquiera. Vuelve con ellos, vuelve a la vida que han planeado para tí. Aquí no eres bienvenido.
Pedro estaba perplejo por aquella revelación y Paula aprovechó la oportunidad para cerrar la verja y dirigirse hacia su casa. Estaba tensa, esperando oír pasos tras ella, esperando que la siguiera, pero no fue así. De modo que entró en la casa y cerró con llave, dejando fuera al hombre que jamás debería haber vuelto a aparecer en su vida. No era justo. Pedro Alfonso sólo podría ofrecerle más dolor.
—¡No le hagas daño a mi mamá!
Él sacudió la cabeza, con expresión dolida.
—No he venido a hacerle daño. Sólo he venido a hablar.
Nico miró a su madre y ella le hizo un gesto para que siguiera adelante. Cuando estuvo segura de que el niño no podía oírlos, miró al hombre que no tenía derecho a estar allí. Ningún derecho.
—¿Qué querías decirme? —le espetó, furiosa. Lo odiaba por ponerla en esa posición, por entrometerse en su vida.
—También es mi hijo —contestó Pedro.
—No lo es —respondió Paula, con vehemencia.
—He visto una copia de su partida de nacimiento. La fecha...
—En su partida de nacimiento no consta el nombre del padre. Pone «padre desconocido». Después de todo, yo no era más que una fulana que iba de cama en cama, ¿Recuerdas?
Pedro apretó los dientes.
—Me equivoqué.
—Un poquito tarde para revisar tu opinión, ¿No te parece?
—Lo siento. Debería haberte creído, Paula. Tú no eras la chica de las fotos. Ahora lo sé.
Ella apartó la mirada. Esa disculpa no cambiaba nada en absoluto. Nada podría borrar el dolor, la amargura del pasado. Nada podría compensarla por lo que había perdido, por lo que Pedro le había arrebatado esa terrible noche. Y no pensaba ablandarse por una simple disculpa.
—¿Cómo lo sabes? Tu hermano era la estrella de esas fotos. Lo creíste a él, ¿No?
Pedro apretó la mandíbula. Sus ojos tenían una expresión distante, lejana.
—Mi hermano... murió el mes pasado.
¿Federico muerto? ¿Tan joven? Paula recordó a Federico Alfonso: pelo oscuro, rizado, ojos seductores, sonrisa traviesa que complementaba su imagen de playboy. No tenía el físico atlético de Pedro, no era tan dinámico, pero tenía una simpatía que atraía de inmediato. Le había caído bien, se reían juntos, pero al lado de Pedro no tenía nada que hacer. Federico siempre le pareció un chico divertido. Hasta que lo vió en aquellas fotos. Ese recordatorio la devolvió al presente.
—Lo siento mucho, pedro. Pero la muerte de tu hermano no tiene nada que ver conmigo.
—Estaba pensando en tí antes de morir, Pau. Sus últimas palabras fueron sobre tí.
De modo que Federico había confesado la verdad. Y, por supuesto, Pedro había creído esa confesión que la libraba de culpa.
—Da igual.
—A mí no.
—Tú no cuentas —replicó Paula—. Dejaste de contar en mi vida hace mucho tiempo.
—Muy bien —suspiró él—. Pero yo no sabía nada de tu embarazo hasta que Fede me lo contó antes de morir. Y ahora sé que hay un hijo. Nuestro hijo, Pau.
—¡Es mío!
No quería ni pensar que Nico era hijo de aquel hombre. Ella le había dado la vida, esa vida que los Alfonso quisieron destruir.
—Una prueba de ADN puede demostrar...
—¿Has hablado con tu padre de esto? —lo interrumpió Paula.
Quería saber si había actuado por su cuenta, sin el apoyo del poderoso Horacio Alfonso. Pedro era una amenaza, pero si su padre tenía algo que ver... eso sería mucho peor.
—No es asunto suyo.
—Perdona, pero sí lo es. Tu padre pagó mil dólares para que yo abortase. Él mató a tu hijo, Pedro.
Pedro la miró, atónito.
—¡No! Él no haría eso. Mi padre nunca haría eso.
—Lo hizo. De modo que mi hijo es mío, sólo mío, porque yo elegí tenerlo.
—Pau —empezó a decir él, con expresión angustiada—. Yo no tuve nada que ver con eso.
—¿Cómo que no? No me creíste, Pedro. Aceptaste lo que te contaba tu familia sin escucharme siquiera. Vuelve con ellos, vuelve a la vida que han planeado para tí. Aquí no eres bienvenido.
Pedro estaba perplejo por aquella revelación y Paula aprovechó la oportunidad para cerrar la verja y dirigirse hacia su casa. Estaba tensa, esperando oír pasos tras ella, esperando que la siguiera, pero no fue así. De modo que entró en la casa y cerró con llave, dejando fuera al hombre que jamás debería haber vuelto a aparecer en su vida. No era justo. Pedro Alfonso sólo podría ofrecerle más dolor.
Un Amor Inocente: Capítulo 3
—Algo... que tenía que hacer para un cliente. Lo haré mañana —contestó ella, haciendo tiempo para que Pedro Alfonso se alejara.
—Será mejor que lo pongas en la lista —le aconsejó Nico, recordando una de las manías de su madre—. Así no se te olvidará.
—Lo haré en cuanto lleguemos a casa.
—Bueno, venga —insistió el niño, tirando de su mano.
Paula se obligó a sí misma a caminar. Pero tenía que mirar para ver dónde estaba Pedro Alfonso y cuando volvió la cabeza, la angustia fue mayor. Porque Pedro estaba cruzando la calle y la miraba fijamente, decidido. No estaba mirando a otra parte, la miraba a ella.
No podía evitar la confrontación, se dijo a sí misma, al ver que Pedro se detenía ante la verja de su casa. Estaba mirando a Nico. Buscando el parecido, pensó, asustada. La familia Alfonso era muy rica. Si Pedro decidía pedir la custodia de Nico... y Paula sabía que solían jugar sucio. Conseguir una mujer que se parecía a ella para hacerle esas fotos, robarle la pulsera y devolverla después para que la llevase cuando Pedro la acusara de... la acusara y la dejara por una infidelidad que no había cometido.
Gente despiadada. Gente cruel. Gente sin corazón, sin sentimientos por los demás. Pero Pedro no podía estar seguro de que fuera su hijo. Sí, tenía la piel morena y el pelo oscuro como él, pero también tenía sus ojos azules, su boca y, desde luego, su alegre personalidad. Tendría que pedir una prueba de ADN para estar seguro. ¿Podría ella negarse?
—¿Conoces a ese hombre que está en la puerta, mamá?
No tenía sentido negarlo. Pedro iba a dirigirse a ella por su nombre, sin ninguna duda.
—Sí, sí lo conozco, Nico.
—¿Puedes pedirle que me lleve en su coche?
—¡No! —le salió del alma.
Paula se inclinó para tomar a su hijo por los hombros—. No debes pedirle que te lleve en su coche, cariño. No debes ir con él a ningún sitio. ¿Me oyes, Nico?
Su vehemencia asustó al niño. Y Paula se asustó también, al pensar que la sencillez de su vida iba a verse amenazada.
—¿Es un hombre malo? —preguntó Nico en voz baja.
¿Era malo Pedro? Una vez lo había amado. Lo amó con toda su alma. Por eso, que no creyera en ella fue tan devastador. Incluso ahora no podía decir que Pedro fuera malo, aunque se había dejado engañar por su familia.
—No, es que no debes irte con ningún extraño, ya lo sabes. ¿De acuerdo, Nico? ¿Me lo prometes?
—Te lo prometo —dijo el niño.
—Voy a darte la llave. Una vez que abra la verja, entra en casa y toma unas galletas de la cocina. ¿De acuerdo?
—¿Vas a hablar con ese hombre?
—Sí, tengo que hablar con él. No se irá hasta que lo haga.
Nico miró a Pedro con expresión furiosa.
—Es grande. ¿Quieres que llame a la policía, mamá?
Paula le había enseñado el número, una precaución necesaria ya que ella era la única adulta en la casa y si le pasara algo... pero intentó calmarse al ver que Nico parecía asustado.
—No, no hace falta. Sólo estaré con él unos minutos —le aseguró, sacando una llave del bolsillo—. Haz lo que te he dicho, ¿De acuerdo?
El niño asintió.
Siguieron caminando, de la mano, con la barbilla orgullosamente levantada. Habían pasado muchos años, demasiados, desde que lo dejó entrar en su vida, desde que sucumbió a su encanto masculino.
Pedro Alfonso era grande a ojos de Nico, pero desde el punto de vista de Paula... era poderoso, alto, de hombros anchos, con un físico imponente y sin una gota de grasa. Era el tipo de hombre que, de inmediato, llama la atención de una mujer.
Llevaba unos vaqueros negros, sin duda de diseño italiano. Una camisa de sport negra, remangada, destacaba la anchura de su torso y los poderosos antebrazos. Había puesto una mano en la verja, como si no estuviera dispuesto a dejarla escapar. Pero no tenía ningún derecho. Y aún debía demostrar que era el padre de Nico. Paula miró esa mano sin disimular su disgusto y él la bajó, en un gesto de conciliación.
—¿Puedo hablar un momento contigo, Paula?
Su voz, tan ronca, tan masculina, despertó viejos recuerdos. Los susurros en la cama, sus caricias, sus besos. Paula se puso colorada de vergüenza por dejar que aquel hombre le recordase lo que hubo una vez entre ellos.
—Por favor, apártate de la verja. Hablaré contigo, pero mi hijo tiene que entrar en casa.
—Me gustaría que nos presentaras —dijo Pedro, sonriendo al niño, mostrándose encantador... por si acaso era su hijo.
Paula apretó los dientes.
—Es mi hijo, eso es todo lo que tienes que saber. Nico, entra en casa y haz lo que te he dicho.
—Será mejor que lo pongas en la lista —le aconsejó Nico, recordando una de las manías de su madre—. Así no se te olvidará.
—Lo haré en cuanto lleguemos a casa.
—Bueno, venga —insistió el niño, tirando de su mano.
Paula se obligó a sí misma a caminar. Pero tenía que mirar para ver dónde estaba Pedro Alfonso y cuando volvió la cabeza, la angustia fue mayor. Porque Pedro estaba cruzando la calle y la miraba fijamente, decidido. No estaba mirando a otra parte, la miraba a ella.
No podía evitar la confrontación, se dijo a sí misma, al ver que Pedro se detenía ante la verja de su casa. Estaba mirando a Nico. Buscando el parecido, pensó, asustada. La familia Alfonso era muy rica. Si Pedro decidía pedir la custodia de Nico... y Paula sabía que solían jugar sucio. Conseguir una mujer que se parecía a ella para hacerle esas fotos, robarle la pulsera y devolverla después para que la llevase cuando Pedro la acusara de... la acusara y la dejara por una infidelidad que no había cometido.
Gente despiadada. Gente cruel. Gente sin corazón, sin sentimientos por los demás. Pero Pedro no podía estar seguro de que fuera su hijo. Sí, tenía la piel morena y el pelo oscuro como él, pero también tenía sus ojos azules, su boca y, desde luego, su alegre personalidad. Tendría que pedir una prueba de ADN para estar seguro. ¿Podría ella negarse?
—¿Conoces a ese hombre que está en la puerta, mamá?
No tenía sentido negarlo. Pedro iba a dirigirse a ella por su nombre, sin ninguna duda.
—Sí, sí lo conozco, Nico.
—¿Puedes pedirle que me lleve en su coche?
—¡No! —le salió del alma.
Paula se inclinó para tomar a su hijo por los hombros—. No debes pedirle que te lleve en su coche, cariño. No debes ir con él a ningún sitio. ¿Me oyes, Nico?
Su vehemencia asustó al niño. Y Paula se asustó también, al pensar que la sencillez de su vida iba a verse amenazada.
—¿Es un hombre malo? —preguntó Nico en voz baja.
¿Era malo Pedro? Una vez lo había amado. Lo amó con toda su alma. Por eso, que no creyera en ella fue tan devastador. Incluso ahora no podía decir que Pedro fuera malo, aunque se había dejado engañar por su familia.
—No, es que no debes irte con ningún extraño, ya lo sabes. ¿De acuerdo, Nico? ¿Me lo prometes?
—Te lo prometo —dijo el niño.
—Voy a darte la llave. Una vez que abra la verja, entra en casa y toma unas galletas de la cocina. ¿De acuerdo?
—¿Vas a hablar con ese hombre?
—Sí, tengo que hablar con él. No se irá hasta que lo haga.
Nico miró a Pedro con expresión furiosa.
—Es grande. ¿Quieres que llame a la policía, mamá?
Paula le había enseñado el número, una precaución necesaria ya que ella era la única adulta en la casa y si le pasara algo... pero intentó calmarse al ver que Nico parecía asustado.
—No, no hace falta. Sólo estaré con él unos minutos —le aseguró, sacando una llave del bolsillo—. Haz lo que te he dicho, ¿De acuerdo?
El niño asintió.
Siguieron caminando, de la mano, con la barbilla orgullosamente levantada. Habían pasado muchos años, demasiados, desde que lo dejó entrar en su vida, desde que sucumbió a su encanto masculino.
Pedro Alfonso era grande a ojos de Nico, pero desde el punto de vista de Paula... era poderoso, alto, de hombros anchos, con un físico imponente y sin una gota de grasa. Era el tipo de hombre que, de inmediato, llama la atención de una mujer.
Llevaba unos vaqueros negros, sin duda de diseño italiano. Una camisa de sport negra, remangada, destacaba la anchura de su torso y los poderosos antebrazos. Había puesto una mano en la verja, como si no estuviera dispuesto a dejarla escapar. Pero no tenía ningún derecho. Y aún debía demostrar que era el padre de Nico. Paula miró esa mano sin disimular su disgusto y él la bajó, en un gesto de conciliación.
—¿Puedo hablar un momento contigo, Paula?
Su voz, tan ronca, tan masculina, despertó viejos recuerdos. Los susurros en la cama, sus caricias, sus besos. Paula se puso colorada de vergüenza por dejar que aquel hombre le recordase lo que hubo una vez entre ellos.
—Por favor, apártate de la verja. Hablaré contigo, pero mi hijo tiene que entrar en casa.
—Me gustaría que nos presentaras —dijo Pedro, sonriendo al niño, mostrándose encantador... por si acaso era su hijo.
Paula apretó los dientes.
—Es mi hijo, eso es todo lo que tienes que saber. Nico, entra en casa y haz lo que te he dicho.
Un Amor Inocente: Capítulo 2
Uno de los momentos favoritos del día para Paula era cuando iba a buscar a su hijo al colegio. Nicolás, un niño de cinco años, siempre tenía cosas que contar: los juegos en el recreo, los halagos que había recibido de la profesora, los deberes. Aquel día estaba orgulloso porque la señorita le había pedido que leyera un cuento a sus compañeros.
—¿Qué cuento?
—Era de un conejo que se llamaba Jack y...
Paula sonreía mientras su hijo se lo contaba. Nico era muy inteligente y muy espabilado para su edad. Al principio, tuvo miedo de que no se encontrara a gusto con sus compañeros pero, hasta el momento, todo iba de maravilla. Había pasado un mes desde que empezó el colegio y no hubo lágrimas el primer día cuando se despidieron. Nico estaba encantado, con los ojitos azules brillantes mientras le decía adiós con la mano, más que feliz de lanzarse a la aventura. Afortunadamente.
No era fácil ser madre soltera, sin nadie que le aconsejara, que le echase una mano. Pero Nico parecía contento con la situación. De hecho, más que contento; era un niño felíz que nunca la molestaba cuando estaba tratando con los clientes. Aunque ahora, rodeado de niños que tenían familias normales... ¿qué iba a contestar cuando le preguntase dónde estaba su padre? Y lo haría, era inevitable. Habían sido sólo los dos durante tanto tiempo.
Nico no recordaba a su abuela, que murió cuando él tenía dieciocho meses. Y la propia Paula era hija única, sin tías ni primos. El embarazo, tener el niño, cuidar de su madre cuando la quimioterapia no pudo hacer ya nada... los amigos de la universidad habían ido desapareciendo poco a poco y estaba tan ocupada con la sala de masajes terapéuticos... en fin, no tenía tiempo para hacer vida social.
Si hubiera tenido que trabajar fuera de casa... pero no quería dejar a Nico con una niñera o en una guardería. Era su hijo. Trabajar en casa, sin embargo, los había aislado un poco. Su vida era muy solitaria. Ahora que Nico empezaba a ir al colegio, debería empezar a pensar en el futuro, quizá terminar la carrera de psicoterapia que había tenido que dejar a medias, salir un poco para conocer a alguien... quizá buscar un padre para su hijo.
—¡Mira ese coche rojo, mamá! —gritó el niño entonces.
Paula ya lo estaba mirando. Era un Ferrari. Reconoció la marca de inmediato porque Pedro Alfonso tenía uno igual. Pedro Alfonso. Pensar en él hizo que se le encogiera el corazón.
—¿Podemos comprar un coche así? —preguntó su hijo, emocionado.
—No necesitamos un coche, Nico.
Y tampoco podían permitírselo. Pagar el alquiler de la casita en la que vivían, más los gastos, se llevaba casi todos sus ingresos. Lo poco que podía ahorrar era para una emergencia. ¿Qué haría un Ferrari allí, en un barrio tan modesto?, se preguntó.
—Otras mamás van a buscar a los niños en coche —insistió Nico.
Paula hizo una mueca. Ya empezaban las comparaciones.
—Porque esos niños no viven cerca del colegio, como nosotros. Tenemos suerte de poder ir paseando, ¿No?
—Pero cuando llueve no es una suerte —protestó su hijo.
—Pensé que te gustaba ponerte las botas amarillas.
—Sí, me gusta.
Paula sonrió.
—Y pisar los charcos.
—Sí —dijo el niño, mirando el Ferrari—. Pero también me gustan los coches.
Paula volvió a mirar el coche y tuvo que detenerse. Su corazón empezó a latir como si quisiera salirse de su pecho. Pero no podía ser...
La puerta del Ferrari se había abierto y el hombre que salía de él... no podía ser, era imposible. Entonces el hombre volvió la cabeza y la miró directamente. Y era él, Pedro Alfonso. Imposible confundir esas facciones tan masculinas, las largas pestañas, los ojos oscuros, el flequillo negro que caía sobre su frente, como el de Nicolás.
¡Nicolás!
Paula sintió pánico. ¿Habría descubierto que no usó el dinero que le dieron los Alfonso para un aborto? ¿Y por qué buscar a un niño que, a ojos de Pedro, podría no ser suyo? Ni de Federico, ya que la creía una libertina que iba de cama en cama. Pero quizá se estaba asustando por nada. Quizá no la había reconocido. Era una mamá paseando con su hijo. Con una coleta, sin arreglar, en camiseta y vaqueros, no llamaba mucho la atención. Seguramente, Pedro no la habría reconocido, seguramente estaba allí por otra razón.
—¿Mamá?
—Dime, hijo.
—¿Por qué nos hemos parado?
«Porque estoy muerta de miedo». Paula respiró profundamente.
—Es que... se me había olvidado una cosa.
—¿Qué?
—¿Qué cuento?
—Era de un conejo que se llamaba Jack y...
Paula sonreía mientras su hijo se lo contaba. Nico era muy inteligente y muy espabilado para su edad. Al principio, tuvo miedo de que no se encontrara a gusto con sus compañeros pero, hasta el momento, todo iba de maravilla. Había pasado un mes desde que empezó el colegio y no hubo lágrimas el primer día cuando se despidieron. Nico estaba encantado, con los ojitos azules brillantes mientras le decía adiós con la mano, más que feliz de lanzarse a la aventura. Afortunadamente.
No era fácil ser madre soltera, sin nadie que le aconsejara, que le echase una mano. Pero Nico parecía contento con la situación. De hecho, más que contento; era un niño felíz que nunca la molestaba cuando estaba tratando con los clientes. Aunque ahora, rodeado de niños que tenían familias normales... ¿qué iba a contestar cuando le preguntase dónde estaba su padre? Y lo haría, era inevitable. Habían sido sólo los dos durante tanto tiempo.
Nico no recordaba a su abuela, que murió cuando él tenía dieciocho meses. Y la propia Paula era hija única, sin tías ni primos. El embarazo, tener el niño, cuidar de su madre cuando la quimioterapia no pudo hacer ya nada... los amigos de la universidad habían ido desapareciendo poco a poco y estaba tan ocupada con la sala de masajes terapéuticos... en fin, no tenía tiempo para hacer vida social.
Si hubiera tenido que trabajar fuera de casa... pero no quería dejar a Nico con una niñera o en una guardería. Era su hijo. Trabajar en casa, sin embargo, los había aislado un poco. Su vida era muy solitaria. Ahora que Nico empezaba a ir al colegio, debería empezar a pensar en el futuro, quizá terminar la carrera de psicoterapia que había tenido que dejar a medias, salir un poco para conocer a alguien... quizá buscar un padre para su hijo.
—¡Mira ese coche rojo, mamá! —gritó el niño entonces.
Paula ya lo estaba mirando. Era un Ferrari. Reconoció la marca de inmediato porque Pedro Alfonso tenía uno igual. Pedro Alfonso. Pensar en él hizo que se le encogiera el corazón.
—¿Podemos comprar un coche así? —preguntó su hijo, emocionado.
—No necesitamos un coche, Nico.
Y tampoco podían permitírselo. Pagar el alquiler de la casita en la que vivían, más los gastos, se llevaba casi todos sus ingresos. Lo poco que podía ahorrar era para una emergencia. ¿Qué haría un Ferrari allí, en un barrio tan modesto?, se preguntó.
—Otras mamás van a buscar a los niños en coche —insistió Nico.
Paula hizo una mueca. Ya empezaban las comparaciones.
—Porque esos niños no viven cerca del colegio, como nosotros. Tenemos suerte de poder ir paseando, ¿No?
—Pero cuando llueve no es una suerte —protestó su hijo.
—Pensé que te gustaba ponerte las botas amarillas.
—Sí, me gusta.
Paula sonrió.
—Y pisar los charcos.
—Sí —dijo el niño, mirando el Ferrari—. Pero también me gustan los coches.
Paula volvió a mirar el coche y tuvo que detenerse. Su corazón empezó a latir como si quisiera salirse de su pecho. Pero no podía ser...
La puerta del Ferrari se había abierto y el hombre que salía de él... no podía ser, era imposible. Entonces el hombre volvió la cabeza y la miró directamente. Y era él, Pedro Alfonso. Imposible confundir esas facciones tan masculinas, las largas pestañas, los ojos oscuros, el flequillo negro que caía sobre su frente, como el de Nicolás.
¡Nicolás!
Paula sintió pánico. ¿Habría descubierto que no usó el dinero que le dieron los Alfonso para un aborto? ¿Y por qué buscar a un niño que, a ojos de Pedro, podría no ser suyo? Ni de Federico, ya que la creía una libertina que iba de cama en cama. Pero quizá se estaba asustando por nada. Quizá no la había reconocido. Era una mamá paseando con su hijo. Con una coleta, sin arreglar, en camiseta y vaqueros, no llamaba mucho la atención. Seguramente, Pedro no la habría reconocido, seguramente estaba allí por otra razón.
—¿Mamá?
—Dime, hijo.
—¿Por qué nos hemos parado?
«Porque estoy muerta de miedo». Paula respiró profundamente.
—Es que... se me había olvidado una cosa.
—¿Qué?
Un Amor Inocente: Capítulo 1
Recuerda Paula... Paula Chaves... Oír aquel nombre de labios de su hermano Federico, casi en su último suspiro, fue una sorpresa para Pedro Alfonso. ¿Por qué recordaba aquello ahora? ¿Por qué perder el tiempo cuando el tiempo era tan precioso?
En unos minutos, Federico saldría de la unidad de cuidados intensivos para ser trasladado a un quirófano en el que podrían o no salvar su vida. Tenía un cincuenta por ciento de posibilidades, le habían dicho los médicos. Sus padres estaban en la sala de espera con el cura y la mujer de Federico, angustiados todos. Y le parecía una locura hablar de aquella chica, Paula Chaves, una vieja herida entre los dos que Pedro había intentado olvidar para preservar la armonía familiar.
—Eso es agua pasada —dijo, para que Federico no se sintiera culpable—. Ya está olvidado.
—No, Pepe —insistió su hermano, haciendo un terrible, doloroso, esfuerzo para hablar—. Te mentí. No era Paula... en las fotos. Nunca estuvo conmigo... fue una trampa... para alejarla de tu vida.
¿No era Paula?
Pedro apretó los dientes. No podía ser cierto. Eso sería monstruoso. Pero si no fuera cierto, ¿Por qué iba Federico a hacer esa confesión en un momento tan delicado como aquél? A menos que quisiera limpiar su conciencia... Y si lo que decía era cierto...
Los fantasmas del pasado aparecieron de repente. Las fotografías que provocaron su ruptura con Paula... Federico en la cama con ella, la marca de nacimiento en forma de fresa que Paula tenía en el muslo, el largo cabello rubio cayendo sobre la almohada, la pulserita, tan peculiar, tres círculos en blanco, rosa y dorado, en su muñeca. Su rostro, aquel precioso rostro de brillantes ojos azules, los labios generosos, siempre sonrientes, los fascinantes hoyitos en la mejilla... escondidos por la cabeza de Federico que, inclinado, parecía decirle algo al oído.
Pero Pedro no había dudado que fuera Paula. El pelo, las largas piernas, la marca en el muslo, la pulsera... Además, su hermano le confesó haber mantenido una aventura con ella. ¿Por qué no iba a acostarse con Paula si ella estaba dispuesta?
Paula se reía con Federico, tonteaba con él... Pedro había pensado que, al menos, se sentía cómoda con un miembro de su familia. Incluso agradeció a su hermano que se lo pusiera un poco más fácil... hasta que esas fotos le abrieron los ojos. Cegado por esas imágenes, no imaginó que pudiera ser una trampa, no aceptó las protestas de Paula, no quiso creer que había perdido la pulsera y que luego laencontró milagrosamente. No encontró razones para no pensar que Paula era una fulana que se acostaba con los dos hermanos Alfonso.
—¿Por qué? —consiguió preguntar, con la voz rota, intentando a duras penas contener su rabia—. Yo la quería, Fede.
Si su hermano no estuviera medio muerto, tumbado en aquella camilla, tan pálido como la sábana que lo cubría, lo habría matado.
—¿Por qué? —repitió, intentando entender aquella maldad. Su propio hermano, la persona en la que más confiaba, la persona a la que decidió creer por encima de Paula... porque era de su familia—. ¿Qué satisfacción pudiste obtener de esa mentira? ¿Por qué destruir mi amor por Paula?
«Me clavaste un cuchillo en el corazón, tan hondo que no he podido amar a otra mujer».
—Papá quería... que se fuera. Paula no era la mujer... adecuada. Él había elegido... a Ivana para tí.
Ivana Luzzani, que jamás le había gustado. Ivana, con quien Fedrico se había casado para conseguir la aprobación de su padre. Un matrimonio que lo colocó al frente de la constructora Luzzani, el negocio perfecto para complementar la inmobiliaria Alfonso. La ironía fue que los nietos, tan deseados por ambas familias, no llegaron nunca. Ivana había sufrido dos abortos por el momento y si Federico moría...
—Yo tenía celos de tí... El hermano mayor, el hijo favorito. Yo quería que papá... confiara en mí.
Pedro sacudió la cabeza, sin saber qué decir.
—No importa —murmuró por fin, haciendo un esfuerzo.
La vida siguió adelante. Habían pasado seis años y sería imposible volver con Paula. No querría ni mirarlo después de cómo la había tratado.
Y frente a él estaba su hermano, que podría morir en el quirófano. ¿De qué valdría enfadarse con él cuando sabía que el culpable de todo era su padre? Su padre, el poderoso Horacio Alfonso, siempre decidido a salirse con la suya, como fuera. Pedro decidió que lo importante en aquel momento era que Federico estuviera tranquilo.
—Siento habértelo puesto difícil, Fede. Siendo el hermano mayor...
—No es culpa tuya. Era doloroso ver cómo su hermano se esforzaba por respirar. Las costillas aplastadas, heridas internas por el accidente de coche... era increíble que siguiera vivo.
Y consciente.
—Tengo que decirte...
—Ya has dicho suficiente —lo interrumpió Pedro, decidido a evitar que su hermano sufriera inútilmente—. No pasa nada. Ya hablaremos de ello.
—Escucha... Paula, estaba... embarazada.
—¿Qué?
Pedro se quedó atónito. Paula embarazada... embarazada. Pero ella no le había dicho que lo estuviera. Y tomaba la píldora.
—¿Cómo lo sabes?
—Su padrastro fue a hablar con papá... y tenía pruebas.
—¿Por qué no habló conmigo?
—Porque... quería dinero.
—¿Y lo consiguió?
—Sí, papá le pagó. No sé si Paula... tuvo el niño... pero es posible que tengas... un
hijo en alguna parte —contestó su hermano, con lágrimas en los ojos—. Yo no dejo ninguno.
—No te rindas, Fede—lo animó Pedro, con el corazón en la garganta—. No te atrevas a rendirte. Eres mi hermano y me da lo mismo lo que hayas hecho, tienes que salir de ésta.
Federico Alfonso intentó sonreír.
—Me gustaba... cuando éramos niños... y tú eras el líder, Pepe.
—Lo pasábamos muy bien, sí.
—Siento que... ya no lo pasemos bien.
—Podemos seguir haciéndolo —le prometió Pedro, apretando su mano, intentando contagiarle su fuerza—. Saldrás de ésta, ya lo verás. No pienso dejar que te vayas, Fede.
Los enfermeros entraron en ese momento para llevárselo al quirófano. Pedro tuvo que soltar su mano, apartarse. No sabía qué decir ante aquella separación... quizá una separación final. Fue Federico quien dijo las últimas palabras:
—Busca... a Paula.
En unos minutos, Federico saldría de la unidad de cuidados intensivos para ser trasladado a un quirófano en el que podrían o no salvar su vida. Tenía un cincuenta por ciento de posibilidades, le habían dicho los médicos. Sus padres estaban en la sala de espera con el cura y la mujer de Federico, angustiados todos. Y le parecía una locura hablar de aquella chica, Paula Chaves, una vieja herida entre los dos que Pedro había intentado olvidar para preservar la armonía familiar.
—Eso es agua pasada —dijo, para que Federico no se sintiera culpable—. Ya está olvidado.
—No, Pepe —insistió su hermano, haciendo un terrible, doloroso, esfuerzo para hablar—. Te mentí. No era Paula... en las fotos. Nunca estuvo conmigo... fue una trampa... para alejarla de tu vida.
¿No era Paula?
Pedro apretó los dientes. No podía ser cierto. Eso sería monstruoso. Pero si no fuera cierto, ¿Por qué iba Federico a hacer esa confesión en un momento tan delicado como aquél? A menos que quisiera limpiar su conciencia... Y si lo que decía era cierto...
Los fantasmas del pasado aparecieron de repente. Las fotografías que provocaron su ruptura con Paula... Federico en la cama con ella, la marca de nacimiento en forma de fresa que Paula tenía en el muslo, el largo cabello rubio cayendo sobre la almohada, la pulserita, tan peculiar, tres círculos en blanco, rosa y dorado, en su muñeca. Su rostro, aquel precioso rostro de brillantes ojos azules, los labios generosos, siempre sonrientes, los fascinantes hoyitos en la mejilla... escondidos por la cabeza de Federico que, inclinado, parecía decirle algo al oído.
Pero Pedro no había dudado que fuera Paula. El pelo, las largas piernas, la marca en el muslo, la pulsera... Además, su hermano le confesó haber mantenido una aventura con ella. ¿Por qué no iba a acostarse con Paula si ella estaba dispuesta?
Paula se reía con Federico, tonteaba con él... Pedro había pensado que, al menos, se sentía cómoda con un miembro de su familia. Incluso agradeció a su hermano que se lo pusiera un poco más fácil... hasta que esas fotos le abrieron los ojos. Cegado por esas imágenes, no imaginó que pudiera ser una trampa, no aceptó las protestas de Paula, no quiso creer que había perdido la pulsera y que luego laencontró milagrosamente. No encontró razones para no pensar que Paula era una fulana que se acostaba con los dos hermanos Alfonso.
—¿Por qué? —consiguió preguntar, con la voz rota, intentando a duras penas contener su rabia—. Yo la quería, Fede.
Si su hermano no estuviera medio muerto, tumbado en aquella camilla, tan pálido como la sábana que lo cubría, lo habría matado.
—¿Por qué? —repitió, intentando entender aquella maldad. Su propio hermano, la persona en la que más confiaba, la persona a la que decidió creer por encima de Paula... porque era de su familia—. ¿Qué satisfacción pudiste obtener de esa mentira? ¿Por qué destruir mi amor por Paula?
«Me clavaste un cuchillo en el corazón, tan hondo que no he podido amar a otra mujer».
—Papá quería... que se fuera. Paula no era la mujer... adecuada. Él había elegido... a Ivana para tí.
Ivana Luzzani, que jamás le había gustado. Ivana, con quien Fedrico se había casado para conseguir la aprobación de su padre. Un matrimonio que lo colocó al frente de la constructora Luzzani, el negocio perfecto para complementar la inmobiliaria Alfonso. La ironía fue que los nietos, tan deseados por ambas familias, no llegaron nunca. Ivana había sufrido dos abortos por el momento y si Federico moría...
—Yo tenía celos de tí... El hermano mayor, el hijo favorito. Yo quería que papá... confiara en mí.
Pedro sacudió la cabeza, sin saber qué decir.
—No importa —murmuró por fin, haciendo un esfuerzo.
La vida siguió adelante. Habían pasado seis años y sería imposible volver con Paula. No querría ni mirarlo después de cómo la había tratado.
Y frente a él estaba su hermano, que podría morir en el quirófano. ¿De qué valdría enfadarse con él cuando sabía que el culpable de todo era su padre? Su padre, el poderoso Horacio Alfonso, siempre decidido a salirse con la suya, como fuera. Pedro decidió que lo importante en aquel momento era que Federico estuviera tranquilo.
—Siento habértelo puesto difícil, Fede. Siendo el hermano mayor...
—No es culpa tuya. Era doloroso ver cómo su hermano se esforzaba por respirar. Las costillas aplastadas, heridas internas por el accidente de coche... era increíble que siguiera vivo.
Y consciente.
—Tengo que decirte...
—Ya has dicho suficiente —lo interrumpió Pedro, decidido a evitar que su hermano sufriera inútilmente—. No pasa nada. Ya hablaremos de ello.
—Escucha... Paula, estaba... embarazada.
—¿Qué?
Pedro se quedó atónito. Paula embarazada... embarazada. Pero ella no le había dicho que lo estuviera. Y tomaba la píldora.
—¿Cómo lo sabes?
—Su padrastro fue a hablar con papá... y tenía pruebas.
—¿Por qué no habló conmigo?
—Porque... quería dinero.
—¿Y lo consiguió?
—Sí, papá le pagó. No sé si Paula... tuvo el niño... pero es posible que tengas... un
hijo en alguna parte —contestó su hermano, con lágrimas en los ojos—. Yo no dejo ninguno.
—No te rindas, Fede—lo animó Pedro, con el corazón en la garganta—. No te atrevas a rendirte. Eres mi hermano y me da lo mismo lo que hayas hecho, tienes que salir de ésta.
Federico Alfonso intentó sonreír.
—Me gustaba... cuando éramos niños... y tú eras el líder, Pepe.
—Lo pasábamos muy bien, sí.
—Siento que... ya no lo pasemos bien.
—Podemos seguir haciéndolo —le prometió Pedro, apretando su mano, intentando contagiarle su fuerza—. Saldrás de ésta, ya lo verás. No pienso dejar que te vayas, Fede.
Los enfermeros entraron en ese momento para llevárselo al quirófano. Pedro tuvo que soltar su mano, apartarse. No sabía qué decir ante aquella separación... quizá una separación final. Fue Federico quien dijo las últimas palabras:
—Busca... a Paula.
Un Amor Inocente: Sinopsis
El impetuoso Pedro Alfonso echó a Paula Chaves de su vida porque creyó que lo había engañado con su hermano. Seis años después, Pedro descubrió que Paula era inocente y había sido su hermano el que había mentido... ¡Y que el hijo de ella era suyo! Paula no quería tener nada que ver con Pedro y no estaba dispuesta a dejarse comprar... Pero él tampoco parecía dispuesto a aceptar un no por respuesta...
martes, 18 de octubre de 2016
La Venganza: Capítulo 41
-Porque necesitaba saber la verdad.
-¿Acerca de qué?
-Acerca de por qué había ocultado el comportamiento de mi padre. Esto le hizo adquirir mala reputación, y perder tu respeto. ¿Alguna vez le pediste que te dijera la verdad, Pedro?
-Ya la sabía.
-Mi padre era culpable, ahora lo sé. Tía Juana me lo ha contado todo.
-Ya te he dicho que no me importa si tu padre era culpable o no -se dirigió al mueble bar y se sirvió un vaso de whisdy-. ¡Hasta logró que se suicidara!
Paula movió la cabeza.
-Estás equivocado.
-No, no lo estoy -se tomó el contenido del vaso de un solo trago -. No sé qué te habrá dicho mi padre, pero te advierto que es un gran mentiroso. Engañó a mi madre durante treinta y cinco años.
Paula levantó la mano y le estampó una fuerte bofetada en la mejilla sin inmutarse ante la fiereza que mostraron los ojos masculinos.
-Sírvete otro trago, Pedro, creo que vas a necesitarlo -le aconsejó.
-Eres una...
-Siéntate, Pedro -gritó enfadada-. Y escúchame un momento.
-Paula...
Antes de que él pudiera añadir algo más, comenzó a hablar y pronto se esfumaron sus airadas protestas cuando la joven empezó su relato, escuchando con atención. Pedro se sentó en el sofá. Al llegar al final, Paula estaba tan pálida como él, habían sido demasiadas emociones.
-Siéntate -la voz de Pedro era mucho más amable.
Le ofreció un vaso de coñac.
-Gracias -dió un sorbo, e inmediatamente desapareció su inquietud-. Así que ya lo ves, Pedro. Tu padre tuvo mucho cuidado de no permitir que se supiera la verdad, aunque ello significara que le culparas para siempre. Le perdonas ahora, ¿No es así? -preguntó ansiosa.
-Sí – En su voz se traslucía una gran emoción.
-¡Gracias a Dios! -exclamó felíz.
-¿Por qué me has contado todo esto, Paula? -preguntó ansioso.
-Para que te reconcilies con tu padre.
-¿No hay otra razón?
Ella se sonrojó.
-No.
-¿Ninguna?
Paula colocó el vaso sobre la mesa y se levantó con intención de marcharse.
-Será mejor que me vaya.
-¿No abrigas también la esperanza de que al contarme todo esto, pudiera aclararse el malentendido entre nosotros? -preguntó con voz alterada.
Ella se aferró a su respuesta.
-No...
-Si no dices que sí, Paula, te juro que soy capaz de cualquier cosa -le dijo, tembloroso.
Le miró con ojos enternecidos.
-¡Pedro... !
-Te amo, Paula-musitó-. Y creo que tú también me amas -Tu plan se volvió contra tí, ¿Verdad mi amor? La rodeó con sus brazos, temblando. -Te enamoraste de mí a pesar de todo.
Le apoyó la cabeza en su pecho.
-Mi pobre niña. Así que te entregaste a mí por amor.
-Sí -apenas podía creer que su sueño se estuviera convirtiendo en realidad.
Pedro rió tiernamente.
-No tienes que decir que sí a todo, cariño -le tomó el rostro con las manos, mirándola fijamente-. Soy incapaz de hacerte el más mínimo daño.
A Paula se le hizo un nudo en la garganta.
-Te amo.
Dejó escapar un grito triunfal, y sus labios buscaron los de ella.
-Borraremos la amargura del pasado con nuestro amor, Pau-comentó. besándola.
-¿Y tu padre? -sumida en su inmensa felicidad recordó a Horacio y el sacrificio que había hecho durante tantos años.
-Iré a verle.
-Mañana -le urgió ella.
-Bueno, mañana no. Voy a llamarle por teléfono, y los dos iremos a verle otro día. Tengo otros planes para mañana.
-¿Cuáles?
-Por ejemplo, hacer los arreglos necesarios para casarnos. Por que te casarás conmigo, ¿No es así, Pau? -preguntó.
-¡Oh, sí! --exclamó radiante.
-Pero no irás a dejarme esta noche, ¿O sí? -el deseo hacía brillar los ojos masculinos.
Ella sonrió.
-Si me quedo puede que no salgamos mañana a buscar los papeles y...
-Iremos el martes -susurró besándola apasionadamente.
-Sí -gimió ella entre sus brazos-. Iremos el martes. O quizá el miércoles... o el jueves....
FIN
-¿Acerca de qué?
-Acerca de por qué había ocultado el comportamiento de mi padre. Esto le hizo adquirir mala reputación, y perder tu respeto. ¿Alguna vez le pediste que te dijera la verdad, Pedro?
-Ya la sabía.
-Mi padre era culpable, ahora lo sé. Tía Juana me lo ha contado todo.
-Ya te he dicho que no me importa si tu padre era culpable o no -se dirigió al mueble bar y se sirvió un vaso de whisdy-. ¡Hasta logró que se suicidara!
Paula movió la cabeza.
-Estás equivocado.
-No, no lo estoy -se tomó el contenido del vaso de un solo trago -. No sé qué te habrá dicho mi padre, pero te advierto que es un gran mentiroso. Engañó a mi madre durante treinta y cinco años.
Paula levantó la mano y le estampó una fuerte bofetada en la mejilla sin inmutarse ante la fiereza que mostraron los ojos masculinos.
-Sírvete otro trago, Pedro, creo que vas a necesitarlo -le aconsejó.
-Eres una...
-Siéntate, Pedro -gritó enfadada-. Y escúchame un momento.
-Paula...
Antes de que él pudiera añadir algo más, comenzó a hablar y pronto se esfumaron sus airadas protestas cuando la joven empezó su relato, escuchando con atención. Pedro se sentó en el sofá. Al llegar al final, Paula estaba tan pálida como él, habían sido demasiadas emociones.
-Siéntate -la voz de Pedro era mucho más amable.
Le ofreció un vaso de coñac.
-Gracias -dió un sorbo, e inmediatamente desapareció su inquietud-. Así que ya lo ves, Pedro. Tu padre tuvo mucho cuidado de no permitir que se supiera la verdad, aunque ello significara que le culparas para siempre. Le perdonas ahora, ¿No es así? -preguntó ansiosa.
-Sí – En su voz se traslucía una gran emoción.
-¡Gracias a Dios! -exclamó felíz.
-¿Por qué me has contado todo esto, Paula? -preguntó ansioso.
-Para que te reconcilies con tu padre.
-¿No hay otra razón?
Ella se sonrojó.
-No.
-¿Ninguna?
Paula colocó el vaso sobre la mesa y se levantó con intención de marcharse.
-Será mejor que me vaya.
-¿No abrigas también la esperanza de que al contarme todo esto, pudiera aclararse el malentendido entre nosotros? -preguntó con voz alterada.
Ella se aferró a su respuesta.
-No...
-Si no dices que sí, Paula, te juro que soy capaz de cualquier cosa -le dijo, tembloroso.
Le miró con ojos enternecidos.
-¡Pedro... !
-Te amo, Paula-musitó-. Y creo que tú también me amas -Tu plan se volvió contra tí, ¿Verdad mi amor? La rodeó con sus brazos, temblando. -Te enamoraste de mí a pesar de todo.
Le apoyó la cabeza en su pecho.
-Mi pobre niña. Así que te entregaste a mí por amor.
-Sí -apenas podía creer que su sueño se estuviera convirtiendo en realidad.
Pedro rió tiernamente.
-No tienes que decir que sí a todo, cariño -le tomó el rostro con las manos, mirándola fijamente-. Soy incapaz de hacerte el más mínimo daño.
A Paula se le hizo un nudo en la garganta.
-Te amo.
Dejó escapar un grito triunfal, y sus labios buscaron los de ella.
-Borraremos la amargura del pasado con nuestro amor, Pau-comentó. besándola.
-¿Y tu padre? -sumida en su inmensa felicidad recordó a Horacio y el sacrificio que había hecho durante tantos años.
-Iré a verle.
-Mañana -le urgió ella.
-Bueno, mañana no. Voy a llamarle por teléfono, y los dos iremos a verle otro día. Tengo otros planes para mañana.
-¿Cuáles?
-Por ejemplo, hacer los arreglos necesarios para casarnos. Por que te casarás conmigo, ¿No es así, Pau? -preguntó.
-¡Oh, sí! --exclamó radiante.
-Pero no irás a dejarme esta noche, ¿O sí? -el deseo hacía brillar los ojos masculinos.
Ella sonrió.
-Si me quedo puede que no salgamos mañana a buscar los papeles y...
-Iremos el martes -susurró besándola apasionadamente.
-Sí -gimió ella entre sus brazos-. Iremos el martes. O quizá el miércoles... o el jueves....
FIN
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