sábado, 30 de enero de 2016

Se Solicita Niñera: Capítulo 8

-Mira, Pau, siento que... -empezó a decir Pedro.

-No, tú no lo sientes. Tal vez sientas no haber podido convencerme de que me convirtiera en la niñera de tu bebé, pero no que intentaste embaucarme para que aceptara esa tarea. ¿Te das cuenta de lo frívolo que pareces? Te has pasado la vida entera sirviéndote de tu encanto para encandilar a las mujeres, con el fin de servir a tus intereses, ¿verdad? Apuesto a que el noventa por ciento de tu clientela es femenina, porque te resulta más fácil manipularlas a ellas que a los hombres.

-Pues perderías la apuesta -replicó Pedro con frialdad.

-No te imaginabas que podría negarme, ¿eh? Simplemente lo diste por hecho porque me gustaba tu bebé... y sí, admito que me vuelven loca los niños... y que me entraron ganas de ayudarte cuando me miraste de esa manera, con una sonrisa tan seductora -abrió una de las puertas que daban a la tienda-. Desgraciadamente para tí, ya me he encontrado antes con hombres seductores. Ahora, si me disculpas, tengo trabajo que hacer.

La expresión de Pedro era sombría. Vaciló por un momento, y Paula no pudo evitar estremecerse al ver el oscuro fuego que brillaba en sus ojos.

-Muy bien -se dirigió hacia la puerta, pero se volvió en el último instante-: te has equivocado conmigo, pero tenías razón en una cosa. No lamento haber intentado embaucarte para que cuidaras a Valen. Mi principal interés es encontrar a alguien que la quiera tanto como yo. Contigo sabía que estaría a salvo, y que se sentiría querida -y se marchó sin mirar atrás.

Paula se dijo que debería sentirse contenta de haberle plantado cara de esa manera, Pero en lugar de eso, sus palabras finales aún resonaban en sus oídos, haciéndola sentirse débil... y culpable. Aquella rata... había sido perfectamente consciente de lo que le había dicho, y del efecto que eso le provocaría.


El partido estaba empatado a tres puntos. Mientras corría por el campo de lacrosse, con un ojo en la pelota, Pedro estaba absolutamente distraído. Su mirada y su atención escapaban cada treinta minutos para concentrarse en la tribuna descubierta que estaba a la derecha del campo de juego, donde Paula Chaves se había sentado poco antes del mismo momento del comienzo del partido.

Se había sorprendido tanto al verla por primera vez, que el entrenador había tenido que gritar su nombre tres veces para llamar su atención. ¿Qué diablos podía estar haciendo Paula en su partido? Estaba absolutamente seguro de que jamás la había visto antes allí. Durante cerca de diez minutos estuvo acariciando la bendita idea de que había ido allí a buscarlo, para disculparse de las cosas que le había dicho dos semanas atrás... u once días, para ser exactos.

Pero luego, mientras esperaba a que comenzara el partido, Pedro se había dado cuenta de que estaba con la hermana de uno de sus compañeros de equipo, Zaira. Justo en ese instante, Zaira le dijo algo a Paula mientras señalaba a Pedro con el dedo; Pau también lo miró, y una expresión de sorpresa se dibujó en su rostro. Estaba seguro de que, a pesar de la máscara de indiferencia que adoptó en seguida, lo había reconocido. Zaira lo saludó con la mano, pero Pedro fingió no haberla visto mientras el entrenador reunía a los jugadores para explicarles su estrategia de último minuto. Debió de haber sido una simple casualidad que Zaira la hubiera invitado a asistir a aquel partido. Pedro sabía que las dos se conocían porque en alguna ocasión Zaira  había mencionado a Pau en su presencia.

De pronto, un delantero le pasó la bola. Pedro apenas tuvo tiempo de controlarla con el palo y marcar gol antes de que lo embistiera un defensa del equipo contrario, golpeándolo en el pecho y derribándolo. Un griterío se elevó en la tribuna. Sus compañeros de equipo lo rodeaban, bailando de alegría; un ridículo comportamiento para aquel montón de tipos enfundados en armaduras y cubiertos con máscaras. Alguien le tendió una mano para ayudarlo a salir del campo.

-¡Fuera, chico!

Pedro hizo una mueca. Se estaba haciendo demasiado viejo para aquel deporte. Durante los cinco últimos años se lo había estado repitiendo, pero aquel año iba en serio. La próxima temporada sólo volvería a pisar un campo de lacrosse como entrenador.

Volviéndose hacia el banco, guardó el equipo en su saco de deporte. ¿Dónde diablos se había metido la mujer que estaba cuidando a Valen? Romina, la esposa de uno de sus compañeros había consentido en hacerse cargo de Valentina durante los partidos para que él pudiera terminar la temporada, y Pedro sabía perfectamente por qué: era tan competitiva como su marido. Si Pedro no jugaba y la alienación se cambiaba a última hora, eso habría afectado a la confianza del equipo y, por consiguiente, reducido las posibilidades de ganar el campeonato.

Al final de la tribuna, distinguió la melena rubia de la mujer, y hacia allí se dirigió con el saco a la espalda.

-Oye -le dijo ella en cuanto lo vio acercarse-. Creo que tu niña necesita que la cambien.

Se la puso en los brazos y le encajó la bolsa de pañales entre la axila y el saco de deporte, mientras Pedro miraba a la niña, que parecía dormir plácidamente. Aunque, indudablemente, su olor no dejaba duda alguna de que necesitaba un cambio de pañal.

-¿Qué pasa, cariño? -su marido apareció detrás de ella, y la saludó con un beso-. ¿Te ha puesto nerviosa este bebé? Creo que necesitamos algunos años más de práctica -le sonrió de manera íntima-... al menos para asegurarnos de saber hacer los niños correctamente...

Pedro los contempló con cierta envidia mientras se alejaban abrazados de la cintura. Una vez él mismo había ansiado aquel tipo de cercanía, y durante un tiempo creyó haberla conseguido. Un tiempo que se le hizo demasiado corto. Pero aquella tarde no quería recordar, sino hablar con Paula Chaves.

Aunque casi se habría conformado con mirarla, pensó mientras contemplaba sus magníficas piernas, expuestas por sus pantalones cortos. Se detuvo al lado de Zaira, que estaba hablando con su hermano.

Mientras sonreía a las dos mujeres que estaban frente a él, no pudo evitar sentirse un poquito nervioso. Por mucho que detestara admitirlo, le debía a Pau una disculpa. Había pensado en llamarla, pero aquello era mejor.

Se Solicita Niñera: Capítulo 7

-Me encantaría -la tomó en brazos-. Hola, corazón. ¿Qué tal andamos hoy?

Apuesto a que te estás divirtiendo con el tío Pedro.

-No sé si nos estamos divirtiendo -rió Pedro-, pero desde luego, lo intentamos.

Valentina bostezó e hizo una mueca, concentrando la mirada en los ojos de Paula.

Y entonces esbozó una gran sonrisa.

-¡Oh, mira! -exclamó deleitada-. Me está sonriendo.

-Ahora mismo es capaz de sonreírle a cualquier cosa.

-Oh, gracias. Muy halagador por tu parte -Paula siguió acunando al bebé, encantada-. ¿Reconoces una cara simpática cuando la ves, eh, chiquitita? -levantó la cabeza para sonreír a Pedro-. Ésta siempre ha sido mi edad favorita. Adoro a los niños cuando son tan pequeños. Luego, cuando ya gatean, también son deliciosos, pero de una manera diferente. Y cuando van al colegio, son realmente divertidos....

Se interrumpió de pronto, conteniendo el aliento. Pedro seguía estando muy cerca, pero ella se había olvidado cuando se concentró en el bebé. Ahora lo recordaba. Él le estaba mirando la boca mientras hablaba: era una insignificancia, pero aquel gesto le resultaba insoportablemente seductor. Incluso cuando dejó de hablar Pedro no la miró a los ojos, sino que continuó contemplando sus labios.

Era como si el tiempo se hubiera detenido. Conteniendo el aliento, sentía florecer una extraña calidez en su interior, una excitación que nada tenía que ver con los sentimientos maternales que Valentina le había suscitado. Lentamente Pedro levantó una mano para acariciarle la mejilla, rozando con el dedo índice su labio superior y siguiendo con la mirada el movimiento.

Paula no dejaba de mirarlo intensamente, de admirar sus rasgos. No creía haber visto nunca antes un hombre tan atractivo. Pedro levantó entonces la mirada; una mirada cargada de una multitud de mensajes que no hacían sino excitarla aun más. De pronto, Valentina escogió ese momento para eructar sonoramente, y los dos miraron al bebé.

Paula se echó a reír, aliviada de que desapareciera la tensión de los últimos instantes.

-Toma, sostenla tú. Parece que ejerzo un efecto negativo sobre ella.

-Lo dudo mucho. Ejerces un efecto muy positivo; sobre ella y sobre mí.

Conmovida por sus palabras, Paula intentó decirse que era el ligón más incorregible que había conocido nunca. Mentalmente se recriminó por haber sucumbido a su encanto, aunque sólo hubiera sido por un momento.

-Bueno, gracias por la visita. Espero que tu período de adaptación siga tranquilamente su curso.

De repente, cuando estaba volviendo a colocar a Valentina en su mochila, Pedro se detuvo.

-¿Paula?

Por un instante ella creyó haber visto una expresión de culpabilidad en su rostro, pero no tardó en desaparecer para volver a mostrar al afable e increíblemente atractivo Pedro.

-De verdad, tengo que volver al trabajo ahora...

-Lo sé. Esto sólo te llevará un minuto. Tengo algo sobre lo que me gustaría que pensaras.

¿Pensar? ¿Pedro quería que pensara? «Yo pienso que verte otra vez, aunque sólo sea por casualidad, es una mala idea», le dijo en silencio. Él podría hacerle olvidar demasiadas cosas, ofrecerle demasiado...

-Necesito que alguien que cuide de Valentina mientras trabajo. ¿Te apetecería a tí?

-¿Yo? -tardó unos segundos en asimilar sus palabras. Un frío intenso la invadió, acabando con la calidez que antes había sentido. No había nada que despreciara más que los hombres que se servían de su encanto para pedir «favores». Tuvo que hacer un esfuerzo para mantener una expresión indiferente-. ¿Quién la está cuidando ahora? -preguntó. Por debajo de su apariencia tranquila, la rabia la iba consumiendo por momentos.

-Me la he estado llevando al trabajo -respondió-. Entre Martina y yo... Martina es mi secretaria... hemos podido arreglarnos, pero ha sido una locura. Valentina realmente necesita estar con alguien que le dedique más tiempo.

-¿Qué te hace pensar que yo tengo ese tiempo?

-Yo... bueno, la tienda está adosada a tu casa, ¿no? Tú coses, lo cual no te obliga a tratar continuamente con gente, y eres fantástica con Valentina... sé que te encantan los niños.

-Sí, Pedro, la tienda está adosada a mi casa -Paula enterró las manos en su melena para echársela hacia atrás-. ¿Sabes por qué? Porque durante la temporada nupcial, estoy demasiada ocupada para perder tiempo conduciendo de mi casa al trabajo y del trabajo a mi casa -levantó la voz-. ¿Y cómo crees que me aseguro que la ropa que hago les sienta bien a mis clientas? Se la pruebo yo.

-Yo no...

-Tengo gente saliendo y entrando de aquí durante todo el día, probando ropa y haciendo consultas de materiales y diseños. Hoy mismo tengo programadas visitas de clientas hasta las ocho de la noche. Ven aquí.

Paula se volvió para dirigirse a la parte trasera de la tienda, recorriendo la sala de probadores y la de costura. Había materiales de trabajo por doquier.

-Viendo todo esto... ¿te parece acaso que tendría tiempo para cuidar además de un bebé? -preguntó con voz airada.

Detrás de ella, Sofía su ayudante, saludó al recién llegado:

-Hola, yo soy Sofía. ¿Eres tú Pedro, el de las rosas?

-Ése soy yo. Me alegro de conocerte, Sofía. Hazme un favor y dile al forense que he muerto atragantado por tantas rosas.

Sofía se echó a reír, evidentemente deleitada, y Paula pensó amargamente que Pedro podía hacer que la mayoría de las mujeres hicieran lo que se le antojase. Pero, para su desgracia, ella no era como la mayoría de las mujeres. Ya no.

-Sofía, tómate un descanso. Sal a tomarte un refresco o a dar un paseo.

-Sí, señora -Sofía giró los ojos con gesto teatral, contrariada, y salió de la trastienda.

Se Solicita Niñera: Capítulo 6

Bueno, no iba a seguir pensando en Pedro Alfonso, así que continuó trabajando. A media mañana, el repartidor de la floristería entró en la tienda.

-Te traigo esto, Paula -el hombre resultaba prácticamente invisible bajo el enorme ramo de rosas rojas-. Debes de haber impresionado de verdad a este tipo...

-Pues no alcanzo a imaginar cómo -repuso ella-. Serán probablemente para alguna de mis clientas, aunque no entiendo por qué las han enviado aquí.

-Yo no conozco los detalles -el repartidor dejó el ramo sobre el mostrador de cristal-, pero tu nombre está escrito aquí -señaló la dirección antes de marcharse-. Que pases un buen día.

-Tú también -respondió Paula con tono ausente mientras sacaba la pequeña tarjeta blanca del sobre-. Tú eres mi ángel. Pedro -leyó en voz alta cuando se quedó sola.

La invadió una inefable sensación de placer. La imagen del rostro de Pedro  apareció por un instante en su mente, antes de perecer aplastada por la cruda realidad. Pedro sólo le estaba expresando su agradecimiento con aquel aparatoso gesto. Ya estaba comprometido al menos con una mujer, pensó al recordar la conversación que había mantenido por teléfono cuando entró aquel día en su despacho, para no hablar de la relación con su secretaria...

-¡Guau! ¿Qué es lo que has hecho para ganarte esto? -exclamó Sofía, su ayudante, al ver las rosas, y lanzó un vistazo a la tarjeta-. ¿Quién es Pedro?

-Sólo es un pequeño favor, y Pedro simplemente es un conocido -bajo la escrutadora mirada de Sofía, Paula disimuló su inquietud. Era verdad; Pedro sólo era un conocido suyo al que había ayudado. Aquellas rosas significaban simplemente: «gracias».

El resto de la semana transcurrió en medio de una frenética actividad: junio era un gran mes para el negocio de los vestidos de novia. El viernes por la tarde Paula y Sofía estaban compartiendo un refresco en la trastienda mientras descansaban después de tanto coser, cuando por enésima vez sonó la campanilla de la puerta.

Agotada, Paula se levantó; habría dado cualquier cosa con tal de cerrar durante el resto del día, pero tenían programadas sesiones de pruebas para aquella misma tarde. Con un suspiro, entró en la tienda y se quedó paralizada al ver a Pedro Alfonso apoyado en el mostrador, mirándola sonriente. Llevaba a Valentina en una mochila, fijada al pecho, y con su camisa tejida y sus pantalones color arena tenía una apariencia sencillamente magnífica. El corazón le dió un salto en el pecho y por un instante contuvo la respiración.

-Esto sí que es una sorpresa -pudo decir al fin.

Para su alivio, su voz sonaba relativamente normal.

-Lo sé -se acercó a ella-. Veníamos de ver al médico y pensé que quizá quisieras saber cómo le está yendo a Valen.

-¿Valen? ¿A tu hija la llamas Valen?

-Sí; es un diminutivo -le sonrió-.  ¿A tí como te dicen?

-Pau.

-Pau es el disminutivo de Paulina?

-No -sacudió la cabeza, retrocediendo-. De Paula.

-Me alegro. Me gusta «Pau» -pronunció Pedro sin dejar de avanzar hacia ella.

Paula se dijo que no le importaba que le gustara o no; sólo quería que aquel hombre dejara de invadir su espacio personal. Retrocedió otro paso, hasta quedar acorralada contra la pared.

-A mí también me gusta.

-Y a mí me dicen Pepe como disminutivo. ¿No crees que me sienta bien? -se le acercó aún más.

-Sí -aspiró profundamente-. Oye, me estás acorralando.

-Ya lo sé.

Estaban a sólo unos centímetros de distancia, separados por el cuerpecillo de la niña enfundado en la mochila. Pedro estaba esbozando de nuevo aquella íntima sonrisa, y Paula tuvo que recordarse que era como una segunda naturaleza para él, que no era sincera.

-¿Les haces esto a todas tus amigas? -procuró adoptar un tono ligero y divertido.

-Sólo a mis favoritas -contestó él, pero entonces retrocedió; por un instante, su expresión se tornó pensativa.

-Gracias por las rosas. Aunque no era necesario...

-No lo hice porque fuera necesario. Valoro las molestias que te tomaste ayudándome con Valentina. Estuvo en un hogar infantil prácticamente hasta el momento en que subió conmigo al avión. Yo nunca había tratado demasiado a los bebés. Para mí fue un shock tener a esta criatura dependiendo de mí para todo tipo de necesidades.

-Un primer bebé es un shock incluso cuando has previsto su llegada desde hace meses.

-Y que lo digas. Cuando la gente habla de lo bonitos que son los bebés, nadie te dice que te levantan de la cama de madrugada, o que te vomitan encima diez veces al día, o que gritan a rabiar cuando intentas bañarlos.

Paula se llevó una mano a la boca para contener la risa.

-¿Esto te parece divertido, verdad?

-Sí, pero precisamente porque yo ya he pasado por ello.

-Recuerdo que me dijiste que habías ayudado a criar a tus sobrinos.

-Sí; tengo cinco sobrinos. Hace un par de años, la mujer de uno de mis hermanos tuvo gemelas. Eran prematuras y necesitaron un montón de cuidados durante los primeros meses antes de que pudieran abandonar el hospital -sonrió, recordando los problemas que le habían dado las gemelas de Gonzalo-. Durante cerca de tres meses, necesité desesperadamente dormir unas pocas horas seguidas, sin interrupciones.

-Sólo ha pasado una semana, y yo ya estoy experimentando esa misma sensación -asintió Pedro-. En las dos últimas noches he debido de dormir unas cinco horas solamente. Creo que voy por buen camino -bajó la mirada al ver que Valentina se desperezaba-. ¿Qué te pasa, pequeña? ¿Te cansas de estar encerrada en esta mochila? -miró a Paula-. ¿Te gustaría sostenerla?

Se Solicita Niñera: Capítulo 5

Mientras levantaba al bebé para que eructara, le rozó un brazo con el suyo. Aquello fue como tocar cemento. Falso: el cemento no exudaba calor, no incitaba tanto al contacto. En aquel instante Pedro se volvió hacia ella, y Paula se olvidó de todas sus especulaciones.

-Gracias.

Contemplando fascinada sus labios, Paula no pudo menos que preguntarse cómo besaría...

-Tienes que saber que un bebé va a trastornar completamente tu vida -le comentó, en un esfuerzo por poner coto a aquellos pensamientos-. ¿Estás seguro de que no hay nadie más... ninguna otra persona que pueda hacerse cargo de Valentina?

-Sí, estoy seguro -aunque aún seguía vuelto hacia ella, parecía ensimismado en un recuerdo triste y doloroso.

Sin pensarlo, Paula le acarició una mejilla con la mano libre. De inmediato, Pedro se la cubrió con la suya y volvió a cerrar los ojos como para saborear mejor aquel contacto.

-Valentina es mi sobrina -explicó; luego le tomó la mano para llevársela a su regazo y se puso a jugar con expresión ausente con sus dedos-. Mi hermano y su mujer murieron en un accidente de tráfico.

-¿Entonces tu hermano es... era su padre?

-Sí. Federico y Gabriela llevaban intentando durante mucho tiempo formar una familia. Estaban locos de alegría cuando nació Valentina-cerró los ojos, como si quisiera negarse a ver la realidad-. El accidente ocurrió dos semanas después del nacimiento. Valentina  no resultó herida porque iba en la parte trasera; la delantera quedó destrozada.

Paula ahogó un sollozo. Estremeciéndose involuntariamente, entrelazó los dedos con los suyos, apretándole la mano con fuerza.

-Oh, Pedro, lo siento tanto... qué terrible tragedia...

-He estado en Florida durante casi un mes -continuó explicándole, suspirando-, haciéndome cargo de todos los detalles y de los trámites para la custodia de Valentina.

Ahora comprendía Paula aquellos pequeños detalles de la taza de café y el periódico en el suelo de la cocina. Nada más conocer la noticia, tenía que haber salido disparado de casa.

-Es una niña afortunada -dijo para consolarlo-. No conozco a muchos hombres que estuvieran dispuestos a asumir un compromiso semejante sin presentar serias reservas.

-Oh, yo tengo muchas reservas -le aseguró Pedro-. Ya has visto mis habilidades para cuidar niños. Después de pasar unos días conmigo, puede que Valentina no se considere tan afortunada –sonrió con tristeza.

-Me refería a más bien a los efectos que tendrá un bebé sobre tu vida social. Para no hablar de tus intereses románticos...

-Ya, puedo prever que se producirán algunos cambios muy serios en el futuro. Puede que tenga que casarme para conseguir alguna ayuda con esto -señaló al bebé, que en aquel momento dormitaba en el regazo de Paula.

Tal vez estuviera bromeando, pero sus palabras la irritaron sobremanera:

-¿Por qué? Las mujeres no están automáticamente programadas para convertirse en cuidadoras de niños.

-No es eso lo que quería decir.

-Tengo que irme -le entregó el bebé y dejó el biberón sobre la mesa-. Está agotada. Será mejor que la acuestes ahora mismo. Volverá a tener hambre al cabo de algunas horas.

-Paula, espera.

Pero ella ya no quería oír nada más. No podía disimular que le había desagradado profundamente su comentario, hubiera sido intencionado o no. No cuando tenía una imagen tan vivida de sí misma a punto de arruinar su vida en un matrimonio sin amor... precisamente por aquella misma razón.

-Tranquilízate. Saldrás adelante. En esas notas tienes escrito todo lo que necesitas saber para sobrevivir esta noche. Mañana podrías llamar al puericultor. Tal vez te recomiende recibir unas clases y a alguien para que te ayude.

Buscó su bolso, diciéndose que no tenía ninguna razón para sentirse culpable. Aquel bebé no era su problema. Apenas conocía a Pedro y, ciertamente, no era responsable de ayudarlo con Valentina. Ya se las arreglaría...


Fiel a la palabra de Pedro, el álbum de fotos le fue entregado a primera hora de la mañana por la misma secretaria que la había recibido en su despacho.

-De verdad que lo lamento -le dijo la mujer-. Pedro y yo tuvimos que arreglar un montón de asuntos por teléfono cuando lo llamaron de Florida, y a mí se me pasó por completo.

-No importa -repuso Paula-. Estas cosas suelen pasar.

-Pedro me contó que el viernes por la tarde su ayuda le vino como caída del cielo -la rubia sonrió con simpatía-. Durante todos los años que llevamos juntos, jamás me lo había imaginado haciendo de padre. Jamás.

Aquellas palabras tomaron desprevenida a Paula. El encantador comportamiento que Pedro había tenido con ella la noche anterior le había hecho olvidarse del tipo de hombre que era en realidad. Se sintió furiosa. Evidentemente no se había molestado en volver a flirtear con ella cuando a todas luces mantenía una relación a largo plazo con su propia secretaria.

-No tuvo ninguna importancia -repuso, prácticamente despidiéndola y disponiéndose a cerrar la puerta-. Habría hecho lo mismo por cualquiera.

Durante el resto de la mañana Paula fue presa de un sentimiento de... decepción. Debía de ser un rasgo perfectamente humano pensar siempre lo mejor de cada persona. Le había otorgado a Pedro el beneficio de la duda sin pensárselo dos veces: algo muy grave teniendo en cuenta que ya había tenido una experiencia de primera mano con un hombre similar.

jueves, 28 de enero de 2016

Se Solicita Niñera: Capítulo 4

Pedro sacó del maletero una cuna portátil y varias bolsas más. Prácticamente enterrado debajo de todos aquellos artículos, volvió a reunirse con Paula y observó al bebé: por fin parecía haberse quedado tranquilo.

-¿Cómo lo has hecho? Valentina  ha estado llorando desde el mismo instante en que salimos del avión.

-¿Has volado en avión con ella? -inquirió Paula, asombrada.

-Sí... es una larga historia. Pero dudo mucho que te interese -vaciló por un momento-. ¿Podrías sostenérmela hasta que saque todo esto del coche y monte la cuna? -al ver que ella asentía, continuó-: El caso es que... -le dijo por encima del hombro mientras se dirigía hacia la puerta-... tus fotos están en mi despacho. Si puedes esperar a mañana, le diré a mi secretaria que te las entregue a primera hora. La oficina ha estado cerrada -sacudió la cabeza-. Lo lamento de verdad. Creía haber atado todos los cabos sueltos.

Paula lo siguió con el bebé en brazos. En aquel momento sus fotos parecían haber perdido toda importancia, y se avergonzaba incluso de haberse enfadado tanto.

-No te preocupes.

Cuando entró en el apartamento, no pudo menos que admirar el lujoso mobiliario. Sobre la carísima alfombra Paula había amontonado decenas de artículos de bebés y estaba esforzándose por desplegar la cuna portátil; desafortunadamente, tan pronto como extendía un bastidor, se plegaba el otro. Paula se apiadó de él y le sujetó un extremo con su mano libre.

-Vale, tira ahora.

La cuna se extendió del todo y Pedro se incorporó con un suspiro.

-Gracias. ¿Por qué no la dejas aquí tumbada mientras me ocupo de deshacer el equipaje? Probablemente se entretendrá jugando hasta que termine.

Paula esperaba que estuviera bromeando.

-Hum, odio parecer una entrometida, pero no creo que vaya a quedarse muy contenta si la dejas aquí -Paula miró al bebé, que ya no estaba llorando pero que movía la cabecita contra su suéter, inquieta; evidentemente tenía hambre.

-Bueno, me la llevaré -señaló Pedro, dubitativo-. Supongo que podré deshacer el equipaje con una sola mano -y se dispuso a recibir al bebé con un evidente gesto de aprensión.

-¿Pedro?

-¿Qué? -se detuvo.

Paula esperó, pero él parecía ignorar sinceramente el cada vez más inquieto comportamiento de la pequeña.

-Creo que tiene hambre.

-¡Claro! -se dió una palmada en la frente-. ¿Cómo no se me ha ocurrido antes? La señora del avión dijo que probablemente sentiría hambre cada tres o cuatro horas.

Aquella situación se estaba tornando cada vez más extraña. Paula no alcanzaba a imaginar qué podía estar haciendo Pedro Alfonso con aquel bebé. Evidentemente no tenía la más ligera noción de cómo cuidarlo.

-¿Cuándo fue la última vez que le cambiaste el pañal?

-No lo sé... Supongo que.. Creo que la cambió una de las azafatas,

-¿Lo crees? ¿Dónde está su madre, Pedro? ¿Se puede saber por qué diablos te confió a tí el bebé?

-Su madre ha muerto -se encogió de hombros, y miró a la pequeña-. Ahora sólo me tiene a mí.

«Su madre está muerta»; Paula jamás se había imaginado esa respuesta, se sentó lentamente en el borde del sofá. El peso del bebé en sus brazos le pareció súbitamente cálido y vivo, precioso y frágil.

-¿Quieres decir que tú la estás cuidando?

-Sí -Pedro se sentó en un sillón frente a ella-. Yo poseo su custodia legal, y soy el único pariente vivo que le queda -apoyó los codos en las rodillas, entrelazando sus grandes manos y bajando la cabeza.

-¿Ella es... ? ¿Eres tú su padre?

-¡Por supuesto que no! -exclamó, levantando bruscamente la cabeza.

-Bueno, era una pregunta previsible -el bebé estaba más intranquilo, y se levantó para mecerlo-. Quizá sería mejor que le cambiáramos los pañales y la alimentáramos.

-Bien -Pedro se levantó también, y miró la bolsa con los pañales-. Paula... ¿podrías quedarte... un rato aquí? -tenía una expresión tan patética que ella se habría reído a carcajadas si la situación no hubiera sido tan seria-. No quiero entrometerme si tienes otros planes, pero necesito un curso acelerado acerca de cómo cuidar a un bebé. Sólo las cosas más básicas...

-Claro. Me quedaré un rato aquí.

El Pedro Alfonso que tenía delante de sí era muy diferente de aquel prepotente ligón con el que se había entrevistado el mes pasado en su despacho. Mientras ella se ocupaba de cambiar a la pequeña Valentina, Pedro terminó de meter en la casa las cosas que había traído en el coche. Luego se quedó observando cómo le preparaba el biberón, controlando la temperatura.

En cierto momento Paula advirtió que llevaba un bloc de notas en la mano y le preguntó:

-¿Piensas trabajar esta noche? Tienes que comprender que los bebés...

-No, no voy a trabajar -cansado, se dejó caer en el sofá, a su lado-. Estoy tomando notas de todo lo que estás haciendo para no olvidarme cuando tenga que hacerlas yo.

-Todo esto está en los libros -repuso ella con tono suave.

-¿Cómo es que sabes tanto sobre bebés?

-Tengo tres hermanos pequeños -respondió-. Y dos de ellos tienen hijos que yo he ayudado a criar.

Pedro tenía los ojos cerrados y Paula se arriesgó a mirarlo por un momento, admirando los rasgos de su perfil. Su mandíbula cuadrada tenía una profunda sombra de barba, como si no se hubiera afeitado en varios días, un detalle que subrayaba aun más su masculinidad.

Se Solicita Niñera: Capítulo 3

-¿Y bien? -Florencia miró a Paula-. ¿Qué opinión le merece a la señorita Chaves Pedro El Ligón? ¿No se te hizo la boca agua?

-Creía que no estabas interesada en él -sabía que estaba eludiendo una respuesta directa.

-Que no quiera casarme con él no significa que no aprecie la manera en que le quedan los vaqueros -Florencia  le hizo un guiño a Zaira-. ¿Qué te pareció?

-Como tú misma acabas de decir, es un ligón -Paula sacudió la cabeza-. Es muy consciente de que las mujeres caen rendidas ante su encanto. Lo cual, estoy segura de ello, constituye un buen alimento para su vanidad.

-¿Caíste tú rendida a sus pies? -inquirió Florencia, asombrada-. Yo creía que eras inmune a los ligones.

-Él no es así -protestó Zaira-. Pedro es un buen tipo. No creo que sea de los que llevan la cuenta de sus conquistas.

-Eso tendremos que averiguarlo -añadió Florencia, y señaló a Paula-. Tú eres la elegida.

-No lo creo -Paula se echó a reír, y luego se puso seria-. Además, no puedo decir que me sienta muy impresionada por su tardanza en llamarme. No estoy muy segura de querer utilizar sus servicios, por muy razonables que sean sus precios.

-Eso no es propio de Pedro-intervino Zaira-. Lo veo muy poco últimamente, pero a no ser que haya experimentado un cambio radical, es una persona muy formal y responsable, sobre todo en cuestiones de negocios.

-Oh, bueno -Paula hizo un gesto de indiferencia, mientras la camarera se les acercaba para pedirles la orden-. En este sentido, lo único que quiero es que me devuelva mis fotos; las necesito para enseñárselas a posibles dientas.

Paula  se jugaba mucho con su negocio. Trasladarse sola a la ciudad, aunque fuera una tan pequeña como Westminster, había significado un gran paso para una chica que había vivido toda su vida arropada por su familia. Le había resultado extraño no tener a alguien que cuidara de ella al principio, o que se entrometiera en su trabajo.

Fue al teléfono y marcó el número de la agencia de Pedro Alfonso. Contestó la llamada la misma chica que la había saludado el día en que se presentó en su despacho, y cuando Paula le preguntó por Pedro, ella le explicó que se encontraba fuera de la ciudad y que volvería pronto. Paula tuvo que limitarse a dejarle un mensaje.

Cinco días después, lo intentó de nuevo. En esa ocasión dejó un mensaje grabado en el contestador automático. Lo mismo le ocurrió los restantes días de la semana; al parecer la agencia había cerrado provisionalmente debido a una emergencia familiar.

Para el viernes siguiente, Paula ya había perdido la paciencia con Pedro Alfonso y su irresponsabilidad profesional, tuviera problemas o no. Cuando marcó su número, volvió a escuchar el mensaje de su contestador automático. Ya estaba bien. Llevaba un mes esperando. Aquello era inexcusable. Necesitaba sus fotos. Si Pedro Alfonso no respondía a sus llamadas, iba a tener que acampar delante de su puerta hasta que recuperara su álbum.

Pedro Alfonso vivía en un elegante edificio de aspecto selecto y lujoso. Paula llamó al timbre varias veces, pero nadie contestó, y tampoco oyó ninguna voz o sonido del interior. Tal y como había esperado, la puerta estaba cerrada con llave. Maldijo a aquel hombre; aparte de ser un impenitente ligón, era un verdadero irresponsable.

Furiosa, rodeó el edificio para dirigirse a su parte trasera y accedió a la terraza, que tenía dos pisos. Había una puerta corredera de cristal a la izquierda de un gran horno de barbacoa, y a través de las persianas verticales pudo distinguir una cocina, un comedor y, más allá, parte del salón. Todo tenía un aspecto inmaculado, impecablemente ordenado: los únicos detalles que desentonaban eran una taza de café abandonada a un lado del mostrador, y un periódico tirado en el suelo.

Paula  estaba intrigada. Casi parecía como si Pedro hubiera abandonado la casa a toda prisa, sin que hubiera regresado desde entonces. Tuvo que recordarse que nada de aquello era de su interés, mientras bajaba los peldaños de madera volviendo sobre sus pasos. Todo lo que quería era recuperar sus fotos.

De pronto, justo en el momento en que abría la puerta de su camioneta, un deportivo plateado aparcó a su lado, con Pedro Alfonso al volante. Ya se dirigía decidida hacia él cuando, en el asiento delantero, vio algo que la dejó anonadada: un asiento especial para niños. Y el asiento estaba ocupado por lo que parecía ser un bebé, asomando la cabecita y lloriqueando.

Antes de que Paula pudiera asimilar la escena, Pedro salió del coche; estaba despeinado, y tenía un aspecto nervioso, alterado. Rodeó el vehículo casi sin mirarla, y la saludó con un indiferente «hola» mientras se dedicaba a sacar a la criatura. Con la puerta abierta, el llanto del bebé incrementó de inmediato su volumen. Pedro lo sostuvo con un brazo mientras intentaba hacerle carantoñas, como si no supiera qué diablos hacer para tranquilizarlo. Luego se volvió para mirar a Paula.

-Eres Paula Chaves, ¿verdad?

-Sí -se esforzó por adoptar un tono frío y profesional, pero cada vez le resultaba más difícil ignorar los gritos de la criatura-. He estado intentando ponerme en contacto contigo. Necesito que me devuelvas mi álbum de fotos. Inmediatamente.

Pedro se cambió de brazo al bebé y sacó de detrás del asiento una bolsa de pañales. Seguía llorando a todo volumen.

-Oh, vaya... -sacudió la cabeza-. Me había olvidado completamente. Apostaría a que te gustaría propinarme una buena paliza...

Cuando se incorporó de nuevo, Paula advirtió por primera vez el aspecto tan lamentable que ofrecía; tenía ojeras y necesitaba un buen corte de pelo. Al ver que el niño se le estaba resbalando, extendió los brazos de manera automática:

-¿Puedo...?

-Por favor -Pedro asintió de inmediato.

Le entregó el bebé y Paula automáticamente se lo apoyó suavemente en un hombro, sujetándolo del trasero con una mano y acariciándole la espalda con la otra. Se dió cuenta entonces de que había empezado a susurrarle palabras cariñosas, meciéndolo con ternura, y suspiró resignada. Las viejas costumbres retornaban con peligrosa rapidez.

Se Solicita Niñera: Capítulo 2

-Abrí la tienda apenas el año pasado. Me ha ido bien, incluso mejor de lo que había esperado en Westminster, y pretendo publicitar modestamente el negocio para introducirme en el área de Baltimore, a una escala mayor. Hasta ahora prácticamente mi publicidad se ha limitado al boca a boca.

-¿Qué es lo que hiciste para preparar el terreno cuando abriste el negocio? -le preguntó Pedro, curioso.

-Bueno, tengo una amiga muy hábil -no pudo evitar sonreír al recordarla-. Una vez que decidió presentarme a alguna gente, me puse a trabajar de inmediato. Aquella gente se lo dijo a otra gente, y... bueno, ya sabes cómo funciona eso.

-Sé que sólo funciona si se tiene un producto de calidad -repuso él-. Así que debes de ser buena. ¿Dónde aprendiste a co... perdón, a diseñar?

-Estudié dos años en una facultad de Filadelfia antes de regresar a casa.

-¿Eres de Westminster?

-No exactamente. Me trasladé a Butler County cuando empecé con la tienda. Mi familia vive en Taneytown, carretera arriba -aspiró profundamente-. El asunto es, Pedro, que mi presupuesto es muy apretado. No puedo permitirme una gran campaña publicitaria.

-Tengo clientes con todo tipo de necesidades y capacidades diferentes.

Dado el brillo de su mirada, Paula dudaba que se estuviera refiriendo estrictamente a los negocios. Pero ella no había ido allí a flirtear con un playboy a la caza de cualquier mujer que se le pusiera por delante, por muy atractivo que fuera. Le devolvió la sonrisa.

-Para la próxima primavera pienso exponer mis creaciones en varias tiendas. Pensé en elaborar algún tipo de folleto que la gente pudiera llevarse con cada vestido.

-Ésa es una buena iniciativa para incrementar tu cantidad de clientes -asintió Pedro, sonriendo de nuevo-. Y cuentas con el mercado adecuado: todas esas futuras novias dispuestas a derrochar su dinero en vestidos.

-La mayor parte de mis dientas son muy cuidadosas con su dinero -repuso Paula algo tensa.

Cuanto más intentaba tranquilizarla él, más nerviosa se ponía. Ya había tratado antes con hombres de su tipo. Uno muy en particular, y ahora sabía por qué la alteraba tanto: Facundo había sido tan encantador como él. O mejor dicho: Facundo había sido un especialista en servirse de su encanto. Justo como Pedro Alfonso.

-Es un buen lugar por donde empezar -comentó Pedro, pensativo, después de tomar unas notas-. Vamos con la asequibilidad - se interrumpió, volviendo a la realidad-. ¿Tus vestidos tienen precios asequibles?

-Mis precios son razonables, para tratarse de prendas elaboradas a mano. Los he comparado con muchos otros.

-Bien -garabateó algo con energía-. ¿Por qué no me dices lo que quieres que figure en el folleto? ¿Qué es lo que deseas transmitir a la gente acerca de tus vestidos?

Más tarde, cuando se disponía a marcharse, Paula se dijo que una vez que se concentraba en el tema profesional Pedro Alfonso era muy eficiente. Lamentablemente volvió a flirtear de nuevo, en el último momento:

-Estaremos en contacto -le dijo en voz baja, haciéndole un guiño.

-Pensaré en las ideas que me has sugerido para el folleto -replicó ella, viéndose obligada a estrecharle otra vez la mano. Como en la primera ocasión, se estremeció ante su contacto firme, cálido, íntimo.

Paula  vislumbró el alocado revoloteo de dos pares de manos en el mismo momento en que entró en el pequeño restaurante, y se acercó a la mesa donde sus dos mejores amigas de Westminster la estaban esperando. Advirtió con diversión que Florencia Gonzalez ya había logrado atraer a un hombre, que no dejaba de mirarla con expresión depredadora.

-Hola, Paula-Zaira Nara se levantó desesperadamente de su asiento para abrazarla. Para Zaira, los hombres eran tan temibles como los perros de presa. Incluso algo tan inofensivo como tener cerca a uno rondando a Florencia la sacaba de quicio.

-Cariño -Florencia también se levantó, y rodeó la mesa para besarla en las mejillas. El hombre que estaba con ella se vió obligado a retroceder, y Florencia le sonrió por encima del hombro, diciéndole-: Bueno, Bruno, ya es hora de que desaparezcas. Esta es un comida reservada exclusivamente para mujeres.

-Nunca dejas de sorprenderme -le comentó sonriente Zaira cuando el hombre se hubo marchado-. ¿Acaso se te ha resistido algún hombre al que hubieras señalado simplemente con el dedo? Lo dudo mucho.

Para su sorpresa, la alegre sonrisa de Florencia se evaporó por un instante.

-Una vez -confesó, para luego añadir con tono sombrío-: Pero nunca volverá a suceder.

Siguió un incómodo silencio. Sabiendo que Florencia rechazaría cualquier gesto de simpatía o compasión, Paula comentó con tono ligero:

-¿Sabes? Pedro Alfonso y tú harían una buen pareja.

-¡Aj! -exclamó Florencia haciendo el signo de la cruz con los dedos, como para conjurar aquella idea-. Conozco a Pedro. Cuando tenga noventa años, seguirá flirteando. Es guapo, pero definitivamente no es mi tipo: me gustan los hombres a los que puedo controlar.

-Olvídate de Pedro, entonces -rió Zaira-. Ése es muy difícil de mantener a raya -luego se volvió hacia Paula-. Entonces, ¿fuiste a verlo por fin? ¿Qué te comentó sobre tu idea del folleto?

-Quedó en que trabajaría sobre ello para darme un presupuesto. Se suponía que me llamaría al día siguiente, pero ya han pasado cerca de dos semanas desde entonces... -explicó Paula, y arqueó las cejas para mirar a Zaira-. No esperaba que fuera así. Me sorprende que puedas llegar a sentirte cómoda con él.

-Pedro y yo crecimos en la misma calle -se encogió de hombros-. Mi hermano jugaba al fútbol con él. Durante años para mí fue como otro hermano...

Se Solicita Niñera: Capítulo 1

Tenía un físico fantástico, tal y como le había dejado creer Zaira. Sus ojos eran de un indescriptible color gris; su mandíbula, cuadrada y bien afeitada, le daba un aire de tenacidad, y castaño claro era el color de su cabello, muy corto por los lados.

Paula lo observaba mientras paseaba arriba y abajo por la oficina, hablando por su teléfono móvil. Tenía las espaldas lo suficientemente anchas como para colocar sobre ellas una bandeja con un servicio entero de té. Pensó que era más alto que cualquiera de sus hermanos, de largas piernas, cintura estrecha y un trasero... maravilloso. Estuvo a punto de reírse en voz alta. Nunca se le habría ocurrido elaborar ni siquiera mentalmente una frase parecida antes de abandonar la casa familiar y labrarse una vida propia. De pronto, él se volvió y le sonrió.

Paula dejó su maletín en el suelo y tomó asiento frente al escritorio de Pedro Alfonso. De hecho, no tuvo otra elección. Aquella sonrisa la había dejado sin aliento, le había debilitado las rodillas, acelerado el corazón: todos aquellos estúpidos tópicos que siempre había oído de repente ya no le parecían tan estúpidos... Zaira  ya se lo había advertido: «Las mujeres se  pelean por él. Literalmente». Increíble. Probablemente caería desmayada si volvía a sonreírle de aquella forma.

-Estará con usted dentro de un momento –le dijo en ese instante a Paula la atractiva secretaria, sonriéndole con simpatía antes de cerrar la puerta del despacho.

Él seguía hablando por teléfono, con gesto exasperado:

-Ya te he dicho que lo siento, Mónica. Ese día tengo un partido, y ya sabes que me encantaría llevarte conmigo...

Su tono de voz sonaba muy tierno, pero Paula dudaba que a Mónica le pareciera tan encantador si en aquel momento pudiera verlo apretar los dientes. Intentando deliberadamente no escuchar la conversación, apoyó el maletín sobre las rodillas y sacó el portafolios que contenía su trabajo. Nada más abrirlo, se olvidó de Pedro Alfonso y de su legendario encanto. Con una mirada crítica, estudió las fotos de algunos de los vestidos de novia que había diseñado. Había pensado en presentarlos en un catálogo, y de hecho era por eso por lo que había ido allí. Aquella agencia de publicidad tenía fama de ser la mejor. Mientras seguía examinando las fotografías, un pequeño pitido del teléfono móvil le indicó que su dueño acababa de desconectarlo.

-Señorita Chaves, me disculpo por haberla hecho esperar. Soy Pedro Alfonso-atravesó el despacho en tres zancadas, con la mano tendida hacia ella y aquella impresionante sonrisa nuevamente en sus labios.

A Paula le resultó imposible no responder. Se levantó de manera automática para estrecharle la mano... y de inmediato hizo un vano intento por sujetar las fotos que fueron a parar al suelo.

-¡Oh, vaya!

Se arrodilló para recogerlas. Pedro Alfonso hizo lo mismo, muy cerca de ella. Paula tenía la cabeza a sólo unos centímetros de su barbilla, y pudo aspirar su aroma masculino antes de apartarse rápidamente. Tuvo la sensación de que la atmósfera a su alrededor se había tornado densa, pesada; de hecho, incluso le costaba respirar.

Paula  no pudo evitar mirarlo, de rodillas en la alfombra, frente a ella. El tiempo quedó paralizado mientras sus miradas se encontraban. Pero no podía permitir que él se diera cuenta de lo mucho que la afectaba; sospechaba que estaba acostumbrado a que las mujeres cayeran rendidas a sus pies y no tenía ninguna intención de suscitarle esperanzas. Esbozando una irónica sonrisa, le tendió de nuevo la mano.

-Gracias, señor Alfonso. Bueno, intentaremos de nuevo la presentación.

-Por favor, tuteémonos: llámame Pedro.

Le estrechó la mano y la ayudó a levantarse, sin soltársela. Paula no tuvo más remedio que dejarse guiar hasta los sillones que rodeaban una mesa de café, en una esquina del despacho y al lado de un alto ventanal.

-Aquí podremos charlar mejor. No me gustan las formalidades -la hizo sentarse en un sillón-. Veamos. Necesitas un poco de publicidad para tu... -consultó unas notas de su bloc amarillo-... negocio de costura.

-Mi negocio de diseño de vestidos de novia -lo corrigió ella-. Me dedico a crear vestidos elaborados a mano y ayudar a las novias a seleccionar accesorios que complementen sus conjuntos. También diseño vestidos para otras ocasiones, y próximamente me encargarán la restauración de un antiguo vestido nupcial que ha permanecido guardado en un ático durante cincuenta años.

-Lo siento -Pedro Alfonso parecía divertido-. No pretendía ofenderte. Guardo el mayor de los respetos por la gente que sabe manejar una aguja. En ese sentido, yo soy un auténtico inútil; ni siquiera sé coserme un botón.

-Mucha gente dice lo mismo -rió Paula-. En realidad, no es nada complicado.

-Mis manos son demasiado grandes. Y puede que tenga buenos reflejos, pero no soy muy bueno coordinando movimientos. Pero bueno... -la miró intensamente-... ¿en qué puedo ayudarte?

Se Solicita Niñera: Sinopsis


Cuando Pedro Alfonso se convirtió en padre adoptivo a la fuerza, necesitó desesperadamente una asesora. Paula Chaves reunía todos los requisitos. Tenía un toque especial para cuidar a su bebé... y a él también.


Antes Paula había amado a un hombre que sólo había buscado en ella sus habilidades domésticas y su saber hacer con los niños... y se había jurado que aquello no volvería a suceder. Pero Pedro la había hecho sentirse como una mujer deseable y sensual por primera vez, aunque, ¿cómo podría estar segura de que la quería realmente a ella y no simplemente a sus habilidades maternales?

martes, 26 de enero de 2016

Sanaste Mi Corazón: Epílogo

¡Ya llega! ¡Ya llega! —gritaba Joe, pero hacía unos segundos que Paula había localizado a la alta figura que corría entre un grupo de atletas federados.

Los otros participantes en la carrera, que llevaban disfraces festivos, muchos de los cuales apenas les permitían correr, aún tardarían en llegar, pero los que corrían «en serio» estaban a punto de entrar en meta. Y, por mucho que todos fueran vestidos igual, para ella no había más que un par de piernas digno de contemplación.

Sosteniendo  con  cuidado  su  diminuta  carga  en  la  maquita,  fue  avanzando  entre  la muchedumbre hacia la línea de meta.

Pedro estaba doblado por la cintura, con las manos apoyadas en los muslos, recuperándose. Alzó la cabeza brevemente al llamarlo alguien por su nombre desde lejos.

—Anda, pero si has sudado y todo...

Al oír la cariñosa burla, se enderezó, sonriente. Así, de cerca, se veía que, en efecto, tenía el cuerpo cubierto de sudor. Pero eso era prácticamente todo lo que el ansioso y experto ojo de Paula podía descubrir como rastro de la paliza que su amado marido acababa de darse. Era un alivio: había sido muy sensato y disciplinado en su preparación, pero lanzarse a participar en la maratón de Londres transcurridos tan pocos meses desde su accidente... Paula no dudaba de que la acabaría: ¡lo interesante era saber en qué estado!

—He hecho una buena marca, ¿a que sí? —sonaba casi tan orgulloso como cuando alzó en brazos a su hijita recién nacida y pronunció por primera vez su nombre. Paula  lo miró con arrobo de enamorada mientras él se ventilaba un litro de agua.

Se les acercó una joven de uniforme, que llevaba un cobertor metalizado, para ayudarlo a conservar  al  máximo  el  calor  corporal.  Paula lo  tomó,  dándole  las  gracias,  y  se  lo  puso cuidadosamente a su marido sobre los anchos hombros.

—¿No te ha dado ningún problema?

—Ninguno —contestó alegremente, dándose una palmada en la pierna izquierda. Luego, en un tono más reflexivo, mirándola a los ojos, añadió—. Verás, ángel mío, el día que me juré a mí mismo, cuando parecía que no podría volver a andar, que participaría en la maratón, creo que parte de mí sospechaba que lo haría en silla de ruedas.

—Ya lo sé —Paula estaba a punto de llorar. Pero él borró toda solemnidad con una sonrisa pícara.

—Lo que no entraba en mis planes, te lo aseguro, es que las dos mujeres más importantes de mi vida me estuvieran esperando en la línea de meta.

El amor absoluto que brillaba en sus ojos volvió a hacer aflorar las lágrimas a los de su esposa. Él dio un paso y ella reclinó la cabeza en su hombro, mientras Pedro levantaba un poquito el ala del gorro que protegía la cabecita de su niña.

—¿Cómo ha estado? —preguntó en un susurro.

—Inquieta al principio, pero lleva dormida un buen rato.

Paula sonrió con indulgencia. Los dos seguían siendo muy protectores con su bebé. A fin de cuentas, si el embarazo hubiera llegado a término, la niña no tendría más que dos semanas de vida. Lo cierto era que estaba a punto de cumplir los tres meses. Olivia había ido directamente a la incubadora y se había pasado allí diez semanas, durante las cuales Paula había llegado a apreciar en todo su valor la fuerza del hombre con el que se había casado. Sin su amor y su continuo apoyo no habría podido superar una prueba como esa.

—Bueno, pues no falta más que pasar la gorra.

Pedro corría con el logotipo de dos asociaciones de ayuda muy caras al corazón de ambos. Una  era  la  de  lesionados  de  la  médula  espinal  y  otra  la  de  apoyo  para  padres  de  bebés prematuros.

—Ya me encargo yo de hablar con los patrocinadores.

—Pues claro: eres quien mejor me vende —afirmó él, mirando con orgullo a la preciosidad que tenía por esposa—. ¿Me das un beso, o esperamos a que me duche?

Sonriente, Paula se puso de puntillas, siempre sosteniendo con un brazo la hamaquita de Olivia.

—¿Desde cuándo —le preguntó al oído— me molesta a mí que estés acalorado y pegajoso?

Con una risa ronca, Pedro bebió de sus labios aún con más ansia que antes de la botella de agua.

—El año que viene, debemos hacerlo juntos —dijo, convencido.

—Llevamos haciéndolo juntos casi un año.

—No es eso, gamberra. La maratón.

—¿Yo?

—Te encantará —afirmó Pedro, riéndose de la expresión de horror de su mujer.

—¡No cuentes conmigo!

—Ya veremos...

No cabía duda de que acabaría por convencerla, como hacía siempre. Ojalá no fuera tan horrible: a él le gustaba... Con un suspiro, Paula echó a andar hacia los patrocinadores, acompañada de su maravilloso marido y de la hijita de ambos. Él se detuvo y, al levantar la vista, Paula vió que un equipo de televisión se les acercaba. Con una sonrisa, pensó en las desavenencias pasadas de Pedro con la prensa y luego, con orgullo, en que los tres formaban un magnífico equipo.


Le  quedaban  años  y  años  de  embarcarse  en  aventuras  con  Pedro. ¿A  quién  podría sorprenderle que se sintiera henchida de felicidad?



FIN

Sanaste Mi corazón: Capítulo 38

Las lágrimas que se habían formado en los ojos de Paula empezaron a rodar por sus mejillas.

—¡No! —fue lo único que acertó a decir.

Pero a Pedro le bastó.

—¿Qué acabas de decir? —preguntó, con la voz estrangulada, una voz que no parecía la de su Pedro... aunque este también era su Pedro; a este, que tenía dudas y debilidades, como cualquier ser humano, también lo amaba Paula.

—He dicho que para mí no sería mejor estar sin tí—dijo ella, y sintió cómo las manos de Pedro, que se habían posado en sus hombros, se clavaban, impacientes.

—¿Por qué? —insistió.

—Seguramente, porque te quiero —y Paula inclinó ligeramente la cabeza, como si buscara alguna explicación alternativa—. Sí, debe de ser por...

No pudo terminar la frase porque los labios de él se aplastaron antes contra los suyos. El beso fue brusco, torpe, hambriento; a ella la dejó feliz y temblorosa. Pedro temblaba también.

—Te quiero tanto —murmuró, aún con aspereza en la voz, mientras sus labios recorrían la oreja de Paula.

El tacto de los labios la enloquecía, pero sus palabras, paradójicamente, la calmaron. Se desprendió de sus brazos y le tomó la cara como había hecho él antes con la suya.

—¿Y se puede saber por qué no empezaste por decir eso? ¿Decirlo mucho antes de hacer estupideces como...?

Pedro sonrió. Aún temblaba por lo cerca que había estado de perderla. No pensaba volver a escuchar nada que viniera de la boca de su madre, jamás.

—¿Como pedirte que te cases conmigo? —preguntó, en tono de guasa.

Paula soltó un bufido de mortificación y luego le dió un mordisquito en la punta de la naríz.

—Sí, ¡para salvar mi buen nombre!

—Verás, es que estaba desesperado.

—Ah, ¿sí? —estaba encantada de oírlo.

—No he conocido nunca a nadie que fuera como tú,  Paula.

—¿De veras? Tenía entendido que ninguna mujer se te había resistido nunca.

—Bueno, las que no se me han resistido eran como yo, perfectas egoístas. Hace mucho que tengo asumido que la gente puede dar cosas, pero no darse a sí mismos. Y entonces llegaste tú —y la miró sin disimular su admiración—. ¡Y me rompiste los esquemas! Nunca había visto a nadie dar sin pedir nada a cambio y tú, amor mío, me diste tu inocencia, tu confianza, tu corazón —su expresión se ensombreció—. ¿Y qué hice yo con esos tesoros?

—No, Pedro —le suplicó ella, que no soportaba verlo flagelarse así.

—Este último mes ha sido un descenso al infierno en toda regla. Me moría por verte, pero creía que me escupirías en la cara, como dijo una amiga común.

—¿Ana?

Él asintió.

La sombra de ese infierno pesaba sobre sus ojos y Paula decidió emplearse a fondo para disiparla. Sus besos tuvieron éxito, pero le llevó bastante tiempo. Cuando hizo una pausa para ver qué avances habían hecho, los dos estaban tumbados en el desvencijado sofá de dos plazas del apartamento. Pedro tenía las corvas apoyadas en uno de los brazos y la cabeza en el otro, mientras ella reclinaba la suya en el hombro de él.

—¡Qué idea más fantástica se me ha ocurrido! —exclamó—. Verás: José...

—No sé yo —rezongó él— si me hace mucha ilusión que te acuerdes de Hernán cuando te estoy besando.

—Ahora no estás besándome.

—Eso tiene fácil arreglo.

Riendo a carcajadas, ella lo rehuyó.

—Hernán y Emma. ¿A que sería maravilloso que..?

—¡No! ¡Ni hablar! —con toda firmeza, Pedro añadió—. Solo me casaré contigo si renuncias a hacer de celestina.

Paula puso un morrito.

—Bueno, en ese caso... —contorsionándose, consiguió darse la vuelta y ponerse boca abajo. Empezó a darle tironcitos del vello del pecho—. Eres un aguafiestas, pero supongo que tendré que conformarme... suponiendo que me quieras, claro. ¿Porque me quieres, verdad?

—Tal vez nos cueste los próximos cincuenta años el conseguirlo, pero llegaré a convencerte. Paula puso cara de susto.

—¿Cómo que cincuenta años? Yo pensaba en algo más inmediato —dijo, insinuante—. No sé si me explico —siguió, deslizando los dedos bajo el cinturón de él.

Pedro  respondió  con  una  sonrisa.  Paula se  alegraba  al  ver  que  su  robusto  ego  se  había recuperado plenamente.

—Veamos, ¿cuánta demostración necesitas? —preguntó, quitándole el sujetador—. ¡Ah! —suspiró, al derramarse la nívea carne en todo su esplendor.

—Muchísima —susurró ella.

—Creo que podré complacerte.

—Cuánta seguridad —le pinchó ella, inclinándose para rozar apenas la punta de sus senos contra su pecho.

Los ojos de él se velaron y sus dedos se enredaron en el cabello de Paula, obligándola a aproximarse.

—Tú juzgarás si esa seguridad está o no justificada —dijo roncamente.

Paula  pensó, divertida, que era un juicio amañado.

Sanaste Mi corazón: Capítulo 37

—Paula, yo estoy acostumbrado a ver mi vida, mejor dicho, un culebrón remotamente parecido a mi vida, expuesto en los diarios sensacionalistas. Y tú sabes perfectamente que, en este mundo moderno, sigue habiendo un doble rasero para hombres y mujeres.

Paula no pudo sostener su mirada de cinismo.

—Y, suponiendo que lo que dices sea cierto, ¿cómo piensas solucionarlo?

Mientras ella preguntaba, él ya había empezado a abrir sus cajones.

—Me voy a casar contigo, por supuesto —dijo, mientras sacaba un puñado de prendas... todas de lencería, por cierto. Paula se había lanzado hacia él para cerrar el cajón y obligarlo a soltar lo que sacaba, pero al oírlo se detuvo y de sus dedos sin fuerza se escapó el gracioso sujetador de color rosa que había conseguido arrancarle.

—¡Por supuesto!

Tanto  como  la  emocionaban  las  cinco  primeras  palabras  de  la  respuesta  de  Pedro la enfurecían las dos últimas. ¡Por supuesto! Debía de creer que, porque ella había sido su juguete en la cama, iba a serlo siempre.

Acordarse airada de aquello abrió la puerta a una marea de imágenes eróticas. Hizo un esfuerzo por apartar la vista de la provocativa boca de él.

—¿Y  no  te  parece  que  tu  solución  es...  cómo  diríamos...  un  poquito  extremada?  —le preguntó con sarcasmo.

Nada podía repugnarla más que el que Pedro quisiera casarse con ella por un falso sentido de culpa. ¿Acaso esperaba él que eso la satisficiera? Por supuesto que quería estar con Pedro, más que nada en el mundo, pero no lo quería a cualquier precio. El deber no podía reemplazar al amor. Y si él la hubiera amado, no habría esperado tanto para buscarla.

—Hubo un tiempo en que esa idea no te parecía ridícula —le recordó él.

—¿Acaso me ves reírme?

Pedro  contrajo la mandíbula. Cada vez le costaba más controlarse. Dominar su ira y, sobre todo, el deseo físico que ella despertaba.

—Piénsalo, Paula, es lo más sensato.

—¡Será para tí! —saltó ella—. ¿Cuánto se supone que iba a durar el tal matrimonio? ¿Hasta que mi buen nombre quede restablecido? Me parece que no has pensado en las consecuencias de ese paso. No soy ninguna flor de invernadero que no pueda soportar unos cuantos cotilleos. Y, además, entra en mis planes irme al extranjero —hasta la fecha, lo único que había hecho era un par de preguntas en dos sitios oficiales, pero no consideró oportuno darle tantas precisiones.

—¿Cuándo hiciste esos planes?

¡Lo que faltaba! ¿Pretendería que lo consultara, alguien que no se había preocupado de ella en un mes? ¿O es que lo molestaba que a su dispositivo de vigilancia se le hubiera escapado eso?

—¡Desde que no tengo por qué contar con nadie! —le explicó, con cordialidad—. Eso es lo bueno de ser libre —siguió, fingiendo entusiasmo—: No creo que mi notoriedad me siga fuera del país.

El graznido de frustración de Pedro la habría hecho reírse en cualquier otra situación.

—¿Y a dónde se supone que vas?

—A Australia —improvisó ella.

¿Y por qué no? Puestos a emigrar... ¡A las antípodas!

Pedro soltó un juramento.

—¿Y cuándo?

—En diciembre —no se atrevió a dar una fecha más próxima.

—¡Pero si faltan cuatro meses! ¿Y hasta entonces qué vas a hacer?

Paula irguió la cabeza y sonrió.

—Pasar olímpicamente de los cotilleos.

—No te hagas la dura conmigo —le contestó, con tanta repentina dulzura que la animosidad de Paula desapareció en un momento—. Yo sé que no es así como te sientes —siguió él—. No querrás que me crea que no te has sentido ultrajada al verte en ese panfleto.

«Yo misma no lo habría podido describir mejor».

Pedro  le tomó la cara entre sus manos y la hizo levantarla.

—Mírame a la cara, Paula.

Ella reprimió un sollozo e hizo lo que él ordenaba. Con suavidad, Pedro le apartó un mechón de pelo y el roce de sus dedos la exacerbó aún más. Lo que se leía en aquellos ojos azul ultramar aceleró su corazón. No, no podía ser, se dijo. Era compasión, había venido a verla por pena. Si de verdad le importara, la habría buscado en cuanto se enterase de la verdad.

—Como es lógico, ya me he enterado de lo que sucedió al morir tu madre —dijo él en ese momento, sobresaltándola una vez más.

Y entonces hizo algo que la sorprendió mucho: bajó la vista, como si no pudiera sostener su mirada, vaciló, cerró los ojos un momento y, tras unos instantes de manifiesta lucha por recuperar la compostura, dijo:

—Me porté como un cerdo contigo.

—¡No! ¡Eso no! —protestó ella instintivamente, aunque le había dedicado peores adjetivos en las largas noches en las que permanecía despierta, consumida de añoranza por él. Pedro se quedó, a su vez, sorprendido. Ella enrojeció.

—Bueno —dijo más tranquila—, sí, lo fuiste. Pero hubo circunstancias atenuantes.

—¿Tú crees? Bien, déjame que te las explique —contestó él, con la voz ronca.

Y, al mismo tiempo, en un gesto casi automático, Paula lo vió llevarse a la cara el breve trozo de seda color rosa que aún tenía en la mano y aspirar profundamente. La temperatura del cuerpo de Paula subió varios grados de golpe. Era evidente que él apenas conservaba el control de todos sus actos: aquello lo había hecho casi inconscientemente. Y eso lo volvía aún más erótico. Kat se sentía derretir. Si en ese momento hubiera repetido su propuesta, le habría contestado que sí y que sí y que mil veces sí.

—Al principio —estaba relatando Pedro, despiadado consigo mismo—, yo era el tipo que tenía ideas, más o menos novedosas —ante la intensidad con la que él hablaba, Paula sacudió la cabeza para despejar la confusión provocada por el deseo—. Además, tenía contactos: me pasaba el tiempo recorriendo el país y viajando a otros países para conseguir clientes, asociados, apoyos. Y de la administración se encargaba Damián.

—¿Del dinero? —preguntó ella, con suavidad. —Del dinero —corroboró él con fuerza—.

¡Qué idiota fui!

—¡Pero si era amigo tuyo!

—No, escúchame, y tal vez cambies de opinión sobre mi amistad. Al descubrirse al fin que Damián  prácticamente  se  había  jugado  el  patrimonio  de  la  compañía,  tuvimos  una  fuerte discusión.

A Paula le parecía lo más natural, pero, por lo que se veía, para él era algo doloroso. Con las mandíbulas  tan  apretadas  que  tenía  que  resultarle  casi  imposible  hablar,  los  ojos  de  Pedro buscaron los suyos. Paula sintió miedo y se dio cuenta entonces de que había empezado a acariciarle los brazos, con amplios movimientos que buscaban tranquilizarlo.

—De allí se marchó directamente a suicidarse, Paula.

—Eso es... —dijo ella, al cabo de un silencio— espantoso, Pedro, pero no fue culpa tuya.

—¿No? Era uno de mis mejores amigos y yo no hice nada por ayudarlo. Lo único en lo que podía  pensar  y  lo  único  que  repetía  era  que  me  había  traicionado,  que  había  hundido prácticamente la empresa, puesto en peligro los empleos de mucha gente... No hablaba más que de mí y de mis proyectos. A él le hacía falta ayuda y yo lo fallé. Lo que pensaba hace un mes era: ¿y si también le fallo a ella? Mejor para tí si me abandonabas.

Sanaste Mi Corazón: Capítulo 36

Hasta que no estuvieron a dos manzanas de su casa, no cayó en la cuenta de que no habían pronunciado una sola palabra. Pedro no le había preguntado el camino.

—¿Cómo te has enterado de dónde vivo? —le preguntó, una vez aparcado el vehículo, cuando él se acercó a abrirle la puerta— Y, de paso, de dónde trabajo.

—Porque he procurado enterarme.

Hablaba como si fuera cualquier gestión comercial. Paula se sulfuró.

—¡No tienes ningún derecho!

—¿Y qué querías que hiciera? ¿Dejar que desaparecieras de mi vida, sin luchar?

Tal vehemencia la sorprendió. ¿Pero no era él quien...?

—No tengo mucha idea de cómo se hace eso. ¿Se contrata a un detective, o basta con teclear un nombre en un ordenador?

—Depende de cuánto se necesite saber —contestó él, sin mencionar las noches que había pasado parado enfrente de su casa, tratando de reunir valor para llamar a su puerta. Una vez se detuvo un coche de policía y le preguntaron qué hacía allí.

Paula  seguía disgustada, así que, tan pronto franquearon la entrada de su casa, volvió a la carga.

—¿Supongo que habrás venido para averiguar si yo me puse de acuerdo con los tipos de la revista? —el hermetismo de Pedro era exasperante—. Has venido por eso, ¿no? —nada: seguía sin reaccionar—. Me llamaron... —Es lo lógico.

A lo mejor el espionaje al que la había sometido ya se lo había revelado. Al pensar en algún hombrecillo gris transcribiendo todas sus conversaciones, Paula estuvo a punto de reírse: pobre hombre, ¡qué trabajo más aburrido!

—Pero no les dije nada, créeme.

Pedro no le contestó y ella se dió cuenta de que llevaba unos minutos examinando todos los rincones de su diminuto departamento, con tal expresión de horror, que casi sintió vergüenza por la mezquindad de la habitación. Habría podido permitirse otra cosa, claro, pero quería pagar todo lo que debía lo antes posible, y para eso su nivel de vida tenía que ser... digamos, espartano.

—Está muy bien comunicado con el hospital —no pudo evitar decirle.

Pedro hizo un gesto con la cabeza que podía haber sido de asentimiento, pero el resto de su cuerpo revelaba la repulsión que le producía aquel entorno. ¡Pensar que ella llevaba un mes viviendo en esas condiciones físicas!

«Dale tiempo para calmarse», era lo que su madre le había aconsejado, y él, estúpido de él, por una vez en su vida le había hecho caso.

«Le has mostrado que no confiabas en ella».

«Pero ella, ¿por qué no me aclaró las cosas?»

«Estoy segura de que trató de hacerlo, pero tú no deseabas escuchar».

«Y, si ahora, al enterarte de la verdad, te presentas inmediatamente, queriendo hacer las paces, te escupirá en la cara», le había dicho su madre, con plena convicción. «Yo lo haría», añadió, en vena de franqueza.

¿Qué se había ganado con dejar pasar ese mes? Que la pobre chiquilla tuviera todavía otro motivo para aborrecerlo: el ver su cara, y una considerable extensión del resto de sus atributos femeninos, reproducidos a todo color y a gran tamaño en el maldito papelucho. Todo porque él no se había dignado dedicar unos minutos de su tiempo a contestar a las preguntas de los periodistas. No, el señor tenía que ser arrogante hasta el fin y retarlos prácticamente a que escribieran lo que les saliera de... Solo pensaba entonces en sí mismo: no se daba cuenta de que aquello podía afectar a las personas que amaba.

—Ya sé que no fuiste tú quien habló con ellos.

Y vió con asombro que Paula daba un enorme suspiro de alivio. Así que debía de contar con que él entraría en su casa como un huracán, acusándola. Claro que no podía culparla, después de lo de la última vez. Las tripas se le encogieron al acordarse de las cosas que le había dicho. ¡Era imposible que no lo odiase!

—En cuanto a la foto... —empezó ella.

Pedro se ponía negro cada vez que recordaba la foto. Él tenía que asumir que era objeto de persecución por parte de la prensa, pero Paula no.

—...Yo no tenía ni idea...

—¿Cómo  ibas  a  tenerla?  —la  interrumpió,  casi  con  violencia,  y  ella  estaba  demasiado nerviosa para notar que lo que le hacía hablar así era la culpabilidad.

—He hablado con mis abogados —siguió él, en aquel tono de cólera contenida—. Lo que a mí me gustaría es que alguien metiera a esos cerdos por el gaznate su maldito teleobjetivo, pero todos me dicen que una demanda ante los tribunales sería mucho peor: retrasaría el que la gente se olvidara del asunto.

—Eres muy amable al venir a decírmelo personalmente.

Pedro hizo entonces un inesperado gesto de dolor.

—Supongo que me merezco que me digas algo así.

Paula lo miró, sin entender nada.

—¿Te apetece una taza de té? —preguntó, al cabo de un momento, sin saber qué decir.

Él dio un profundo suspiro.

—Estás conmocionada.

—¿Sí?

—No puedes seguir aquí —le comunicó, de repente—. Haz el equipaje para pasar la noche fuera.

—¿De qué me estás hablando? —Paula estaba aterrada. ¿No sufría  ya bastante por tenerlo junto a ella, en una habitación cuyas dimensiones hacían insoportable el brutal atractivo físico de Pedro?—. Puede que a tí te parezca indigno, pero es donde yo vivo.

—No, ya no.

Asombrada por aquella manera de disponer de su vida, Paula se olvidó de lo que la prudencia le había dictado desde que entraron en el cuartucho y lo miró directamente a la cara.

—Si no puedes soportar estar bajo el mismo techo conmigo, puedes ir a casa de mi madre, o a un hotel, si lo prefieres, hasta que se encuentre algo más adecuado. He arruinado tu reputación —el rostro de Pedro volvía a ser impenetrable—. Te he expuesto a ser insultada por gusanos como el del estacionamiento... —estaba claro que aquel control era férreo precisamente porque Pedro estaba histérico— ¡Y es responsabilidad mía solucionar esto!

Paula estaba asombrada. Lentamente, iba abriéndose paso la extraordinaria idea de que, lejos de venir a acusarla, Pedro la consideraba la víctima de la situación y se consideraba a sí mismo el responsable.

—Pero, ¿es que las mujeres seguimos teniendo una reputación que se pueda arruinar?

—No frivolices, Paula.

—Perdona, pero me cuesta tomarte en serio —exclamó—, cuando lo que estás diciendo es un montón de tonterías machistas. ¿Qué pretendes, que me esconda, para que todo el mundo piense que he hecho algo de lo que deba avergonzarme?

La ebullición interna de Pedro se redujo unos grados.

—Me alegro de que no te avergüences. Yo tengo un recuerdo maravilloso.

—Yo también —respondió ella, sin pensarlo. Se tapó inmediatamente la boca con la mano, y dejó de mirarlo—. Y, en cualquier caso, ¿por qué necesito yo ser protegida, y tú no?

—No seas ingenua.

—No creo serlo.

Sanaste Mi Corazón: Capítulo 35

—Me voy a casa —le dijo, en voz baja, pero desafiante—. Y le sugiero que haga lo mismo.

Tengo entendido que su mujer lo ve bastante poco.

Enfadarse no le prestaba al doctor Perez el menor atractivo.

—¿Qué pasa, Paula? ¿Solo te apuntas cuando hay suficiente dinero de por medio? —preguntó elevando  la  voz  de  modo  que  pudieran  oírlo  la  mitad  de  los  que  se  encontraban  en  el aparcamiento, concluido el turno principal.

Paula  se crispó, pero no se achicó. No había hecho nada de lo que tuviera que avergonzarse.

—Déjeme pasar.

El médico trató de avergonzarla, pero no lo consiguió. Empezó a apartarse, pero lo hacía lo más lentamente posible, para prolongar la humillación de su víctima, cuando una manaza lo asió del cuello de la camisa y literalmente lo depositó a un lado del paso. Al tomar tierra se dió un golpe con un coche.

—¿Qué mierda..? —con expresión amenazadora, el joven médico se volvió y, al levantar la vista, se encontró con los fríos ojos azules del grandullón que acababa de apartarlo. Su formación científica le decía que es imposible que el tuétano de los huesos se congele, pero sus indicadores internos dictaban otra cosa.

Preocupado, miró furtiva y alternativamente al tipo alto y a Paula.

—No pasa nada —dijo, con nerviosa cordialidad, mientras se sacudía las arrugas que se le habían formado en la manga—. Un pequeño accidente.

—No ha sido ningún accidente.

Tan  extremista  como  aquellas  palabras  era  la  indumentaria  de  Pedro:  vaqueros  negros, camisa blanca. Paula no pudo apartar los ojos de él, examinando cada detalle de su aspecto, como cualquier adicto que llevara largo tiempo privado de su droga.

Tal vez los vaqueros negros acentuaran su delgadez, pero de lo que no cabía duda es de que hacían juego con sus intenciones: Pedro parecía en ebullición, con rabia apenas reprimida. Con su estatura y la arrogancia de su porte, esa presencia física que no es posible adquirir a ningún precio, era como un arma preciosa, cargada y lista para disparar.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Germán  Perez dió un suspiro de alivio cuando los penetrantes ojos azules dejaron de mirarlo. En las revistas, aquel tipo no parecía tan... grande.

—He venido para acompañarte a casa.

Era  evidente  por  qué  ese  día,  y  no  cualquier  otro:  las  revistas.  Probablemente  venía  a recriminarla por lo que creería su colaboración con la prensa. Paula suspiró también. «¡A casa!» Qué cosa tan magnífica sería, si la frase de Pedro tuviera su pleno significado. Si él hubiera tenido confianza en ella...

Claro que últimamente había empezado a pensar que, con el calor de la discusión, tampoco ella había estado muy reflexiva. Como siempre que la rondaba el arrepentimiento, Paula se recordó que, si ella se había marchado, él era quien había empujado. Pero, como siempre, en momentos de debilidad, se planteaba el punto de vista de Pedro: cómo habría sonado a sus oídos la noticia de que ella tenía grandes deudas de juego. Pedro, como ella, conocía por propia experiencia los subterfugios y mentiras de los jugadores. Lo único que había hecho era ser sincero acerca de sus sentimientos: brutalmente sincero, cierto, pero eso era mejor que engañar.

Germán Perez, viendo lo absorto que estaba el tipo mirando a la enfermera, se dijo que no lo echaría en falta. En cuanto empezó a retirarse despacito, descubrió su error.

—¿No se le olvida algo? —la suavidad de la entonación no engañaba al joven médico, que se quedó clavado donde estaba.

—¿Se me olvida algo?

—¿No quería usted disculparse con la señora?

—Ah, sí, claro. No pretendía ofenderte... ofenderla —dijo a Paula, sin dejar de mirar al tipo aquel y maldiciendo a los periodistas por no avisar de que el lío entre esos dos seguía.

«Pues qué mala maña te das», le habría gustado contestarle, pero se limitó a encogerse casi imperceptiblemente de hombros. En cuanto él se alejó, los hombros, como el resto de su cuerpo, se hundieron, y se le escapó un profundo suspiro.

—Un día tremendo, ¿eh?

La  inesperada  ternura  de  la  voz  y  la  mirada  de  Pedro estuvo  a  punto  de  arrancarle  las lágrimas.

—Los  he  tenido  mejores.  ¿Qué  tal  estás  tú?  Se  te  ve  bien  —dijo,  tratando  de  hablar animadamente.

—¿Te estás haciendo la graciosa? —preguntó él, frunciendo el ceño.

Paula no sabía cómo responderle. Desde luego, era ridículo que tratara de comportarse como si fueran dos conocidos que se hubieran encontrado casualmente.

—No, ¡son los nervios!

Casi  se  enfadó  al  ver  la  cara  de  sorpresa  que  él  ponía.  ¿Pues  qué  se  imaginaba, presentándose por las buenas?

—Siempre hablo de más cuando estoy nerviosa —al ver dónde tenía Pedro clavada la vista, cobró consciencia al fin de que se había metido la coleta en la boca.

—Caray. Bueno, también me muerdo las uñas cuando estoy muy tensa —explicó, tratando de sonreír, sin conseguirlo.

Se quedaron un rato mirándose sin hablar. A Paula le dolía el cuerpo por el ansia que se había despertado en ella al verlo. Cómo lo había extrañado: hasta ese momento no había sabido cuánto. Al fin, los rasgos de Pedro se distendieron y, en ese rostro relajado, ella pudo ver con más facilidad las huellas que probablemente habían dejado varias noches de insomnio. Paula nunca había visto su hermoso rostro tan demacrado.

—Se me ve como estoy, Paula. Fatal.

Verdaderamente, lo de ese hombre era telepatía.

—¡Qué va! —exclamó, impulsivamente.

Por  muy  ojeroso  y  flaco  que  estuviera,  Pedro seguía  siendo  un  ejemplar  masculino espléndido.

—Eres... —no supo cómo seguir. ¿Qué iba a decirle, que era una preciosidad?

Por suerte, él la sacó del jardín en el que se había metido.

—¿No estás harta de mirones? —preguntó, dirigiendo la mirada hacia una cotilla, que se puso como la grana y se alejó rápidamente.

—A todo se acostumbra una.

Pedro percibió la amargura de su voz.

—No tienes por qué acostumbrarte.

—¿Por qué has venido, Pedro?

—Ya te lo he dicho. Para llevarte a casa.

—Está el transporte público.

—Hoy no, a no ser que quieras que te sigan mirando.

Paula tragó saliva y sacudió la cabeza. No dijo nada, pero en su mirada se leía qué espantosa experiencia había supuesto el escrutinio público de esa tarde.

—Entonces, ven conmigo.

«¡Hasta el fin del mundo!»

Mientras se dejaba tomar del brazo por Pedro  y conducir hasta el opulento cupé en el que había llegado, Paula se preguntó cómo habría respondido él, si hubiera pronunciado aquello en voz alta.

Sanaste Mi Corazón: Capítulo 34

—No —Paula trataba de hablar con despreocupación—. Nadie sabe mejor que tú que no media ningún compromiso entre nosotros, y, por lo que a mí respecta, doy por rescindido nuestro acuerdo. La verdad, no me gustaría seguir cerca de ti la próxima vez que desapareciera un billete de  tu  cartera...  Por  cierto,  que  estos  también  te  pertenecen  —y  se  descalzó  las  zapatillas, tirándolas hacia él.

—¡No seas idiota! Podemos arreglar esto...

Por un instante, la cólera que la protegía del dolor cedió... Cómo le habría gustado creerle, cómo deseaba que todo volviera a ser como hacía media hora... Dirigió al rostro de Pedro sus ojos cargados de dolor.

—¿De verdad crees que es posible, Pedro? ¿O no dices más que lo que crees que me gustaría oír? —vió la sombra de la duda pasar por sus ojos azules y, con una amarga carcajada, continuó—. Ah, falta algo: esto también es tuyo —y se arrancó del dedo la sortija de compromiso, una alhaja antigua que perteneció a la abuela de Pedro y que había encajado en su anular perfectamente—. Iba a empeñarla mañana —dijo, entregándoselo—, pero bueno, qué se le va a hacer. Lo que no cuesta de ganar, tampoco duele perderlo: esa es la filosofía de un jugador, ya sabes.

—¡Paula! —Pedro arrojó los zapatos y salió corriendo detrás de la figura descalza que corría sobre la gravilla como si fuera la más fina arena.

La alcanzó y, sin decir una palabra, la alzó y la llevó en brazos el resto del accidentado recorrido.

«Por última vez», no pudo por menos de pensar ella. Era la última vez que sucedería algo así. Y eran muchísimas las cosas que ya habían sucedido por última vez. La pérdida que sentía era como el duelo por alguien al que se ha perdido.

Cuando al fin la depositó en tierra, Paula estaba jadeando, por el esfuerzo físico y por la emoción.

—No me dejes.

¿Se lo estaba rogando? Pedro Alfonso no había rogado en su vida. Paula examinó el rostro de él como si le fuera la vida en descifrar su expresión, pero lo único que sacó en claro fue que era el hombre más atractivo que jamás había visto, y eso ya lo sabía sobradamente. Su cara no revelaba nada.

—¿Por qué? —quizá aún pudiera decir algo que la convenciera. Pedro siguió unos instantes en silencio. Ya expresaba algo: combate interior, lucha, agonía...

—¿Porque me quieres? —sugirió ella al fin, en un tono irónico, y vió cómo se endurecía aún más la expresión de él—. No, claro, no iba a ser por eso. Nunca has dicho tal cosa, no la ibas a decir ahora, cuando ha quedado claro que no es cierto.

Para ser sinceros, hasta ese día Paula vivía en una felicidad tan absoluta que no se había atormentado con la falta de toda declaración explícita por parte de él, a diferencia de cómo debía de haberlo aburrido ella repitiéndole una y otra vez que lo amaba. Obras son amores y no buenas razones, se había dicho, pero al fin comprendía que no era sí, que él no había pronunciado esas palabras porque no las sentía.

—Qué tiene que ver el amor con esto, Paula. Tú necesitas ayuda.

—Un taxi es lo que necesito —le replicó, empezando a subir las escaleras.

—Yo te ayudaré a salir de esto...

—Porque eres un hombre legal —se burló ella—. Gracias, y de nada, Pedro. Perdona, pero ahora mismo no soporto tenerte ante mi vista —le dijo fríamente.

No se volvió para ver qué efecto le causaban sus palabras, pero él no la siguió. Eso bastaba.


—Al principio, creía que era yo la que se imaginaba cosas. Luego entré en el cuarto de baño, a ver si se me había descosido un botón de la blusa, o llevaba la falda metida en las medias por detrás, o algo así...

—Ah, sí, como le pasó a la señora Rutherford en aquella fiesta... ¿te acuerdas?

—Sí,  pero  no  estamos  hablando  de  eso,  Zaira  —la  interrumpió  Paula—,  Haz  el  favor  de decirme por qué me mira medio hospital como si tuviera dos cabezas. ¿Por qué cuchichean y se callan cuando aparezco? —preguntó con vehemencia.

Zaira dió un suspiro, la miró con conmiseración y acabó por sacar de su bolso una revista muy sobada. Desviando la mirada de la de Paula, le pasó la revista.

—Yo no me he creído una palabra.

La revista se abrió por sí sola por la hoja más leída.

¡Ya vuelve a las andadas! anunciaba un titular enorme sobre una página desplegable y, justo debajo de la fotografía que ocupaba la mayor parte, se leía el muy ingenioso mensaje: De esto no hay en la Seguridad Social, que funcionaba como pie de una imagen en la que se la veía a ella sentada encima de Pedro, que estaba con el torso desnudo. La camisa de la propia Paula estaba desabrochada, mostrando un sujetador de encaje.

Paula recordaba la ocasión. Se encontraban junto al estanque de la finca y la cosa empezó inocentemente. Ella le daba un masaje en los hombros; entonces, él se puso boca arriba y... La verdad era que, si no se hubiera puesto a llover en ese momento, la fotografía aún habría podido ser más comprometedora.

Pero todavía había más. Paula se quedó sin color al seguir leyendo:

"El  millonario  Pedro Alfonso se  recupera  refugiado  en  la  campiña  con  ayuda  de  su fisioterapeuta particular, la señorita Paula Chaves".

El artículo no llegaba a afirmar que había sido contratada por sus habilidades sensuales, pero le faltaba poco.

—¡Por Dios! —gimió—. Entonces, todo el mundo ha visto esto y... creo que voy a vomitar —se llevó ambas manos al abdomen y se inclinó hacia delante.

—Respira,  respira  hondo  —le  aconsejó  Zaira,  alarmada,  pasándole  el  brazo  por  los hombros—. Así, muy bien. Chica, podría ser peor.

Paula la miró como si su amiga se hubiera vuelto loca.

—Tienes un tipazo que aguanta perfectamente el primer plano —le dijo la otra, con sincera admiración—. Que todo el personal masculino del hospital desee...

Su  compañera  pretendía  aliviarla,  pero  lo  que  estaba  consiguiendo  era  exacerbar  la conmoción de Paula. Pensar que todo el personal masculino del hospital la seguía con la mirada, diciéndose que... ¡aag!

—¡Pues que deseen a otra! —sollozó Paula.

—¿Él también? —preguntó Zaira, con envidia esta vez.

—¡Él más que nadie! —exclamó Paula. Era evidente que su amiga se moría por conocer más detalles, pero no tenía la menor intención de complacerla. «Pero por qué, Dios mío, ¿por qué tiene que suceder ahora esto, cuando ya me voy olvidando de él?» E, inmediatamente tuvo que reconocer: «¿a quién quiero engañar con eso del olvido?»

Pasó el resto de la tarde sumida en una pesadilla. Trataba de seguir adelante con su trabajo, diciéndose  que  su  notoriedad  pronto  pasaría,  si  ella  no  reaccionaba  y  se  comportaba  con normalidad. Pero con cada mirada y cada risita se le hacía más difícil seguir creyéndolo.

Cuando por fin concluyó su jornada y estaba atravesando el estacionamiento para tomar el autobús, fue abordada por el doctor Perez, que no llevaba mucho tiempo como gerente del hospital  y  era  conocido  por  su  afición  a  los  coches  deportivos  y,  pese  a  estar  casado,  a  las enfermeras más jóvenes. A Paula le parecía grotesco.

—Hombre, Paula, la chica que yo buscaba...

—Ha terminado mi turno —le contestó, sin volverse y acelerando el paso.

—Qué feliz coincidencia. El mío también. Qué te parece si aprovechamos...

Paula  tuvo  que  pararse  en  seco,  al  adelantarse  él  para  situarse  en  el  estrecho  paso  que quedaba entre dos coches.

Sanaste Mi Corazón: Capítulo 33

Cuando los labios de Pedro se retiraron de la piratería, ella se quejó débilmente.

—No puedo sostenerme.

—Ahora ya sabes cómo me sentía yo.

Esa alusión a los sufrimientos por los que él había pasado ensombreció un poco la dicha de Paula.

—No bromees con eso... ¿Qué haces? —jadeó al sentirse levantada del suelo.

—El amor contigo. Si no tienes objeción.

Paula le rodeó el cuello con los brazos mientras él la transportaba a la cama.

—Ninguna

«Tengo todo lo que puedo desear», pensó, como si estuviera entrando en un sueño aún despierta.  Mientras  los  labios  de  Pedro se  posaban  en  su  cuello,  su  garganta,  su  boca...  era imposible creer que el felices para siempre podía cesar.


Ana volvió a sacar la cabeza y los brazos por la ventanilla del coche, enganchó a Pedro por los faldones de la camisa y tiró para hacerle inclinarse hacia ella.

—¿Pero cuántas más veces te vas a despedir? —preguntó su marido, agotado ya—. He perdido la cuenta cuando ibas por la quinta —siguió hablando, prácticamente para sí mismo.

—En cuanto le puse la vista encima me di cuenta de que era la mujer para tí —le estaba diciendo a Pedro su madre, metiéndolo prácticamente en el coche, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas—. Lo único que faltaba era que tú tuvieras inteligencia suficiente para comprenderlo. Cómo me alegro de que hayas sido listo. Ahora todo es perfecto. Ay, pobre Alejandra, con lo preocupada que se fue de este mundo, sin saber cómo podría la pobre chica hacer frente a aquellas deudas  de  juego  —siguió,  sintiéndose  reconfortada  al  dar  aquellos  detalles,  enjugándose  las lágrimas, sin ver el efecto que sus palabras estaban produciendo en su hijo—. Me temo que debía de ser una cantidad bastante fuerte, porque no me quiso decir cuánto —y entonces miró a Pedro, como si esperase más información de él.

—Bastante fuerte, sí —confirmó él, enderezándose y dándose un buen golpe al hacerlo. Su padre volvió a protestar por la pesadez de la despedida y al fin, con unas cuantas frases más de adiós, partieron.

Paula lo esperaba en pie en el umbral, descalza sobre las frías losas de piedra. Al principio, la sorprendió que Pedro tardara en reunirse con ella. Cuando fueron pasando los minutos, empezó a preocuparse. Llevaba inmóvil todo el tiempo desde que se marchó el coche. Lo llamó un par de veces, pero hacía viento y no debió de oírla, porque tampoco se movió. Preocupada, entró en la casa para calzarse.

Volvió con los pies embutidos en lo primero que encontró, que era un par de zapatillas de tenis viejas de él.

—¿Pedro? —le preguntó, tocándole suavemente en el brazo. Notó la fuerza que hallaba siempre que lo tocaba, pero también una contracción, una negativa, que era la primera vez que percibía. Desalentada, se apartó de él y trató de convencerse de que se trataba de su imaginación, pero, al mirarlo, el frío que había empezado a atenazarle el corazón se acentuó: el rostro de Pedro era como una máscara tallada en piedra.

—¿Qué ha sucedido, Pedro?

Algo tenía que haber pasado. ¿Habrían vuelto a discutir su padre y él?

—¿Es cierto que tus problemas financieros obedecen a deudas de juego?

Paula se quedó muy sorprendida. Era lo último que esperaba oír. Bueno, si no era más que eso lo que lo preocupaba... Seguramente, le habría molestado que no fuera ella quien se lo hubiera contado.

—¿Te  lo  ha  dicho  Ana?  Pensaba  contártelo,  pero,  la  verdad,  me  daba  un  poco  de vergüenza.

—Menos mal.

Algo iba mal. El ceño de Pedro aún estaba más fruncido. El miedo oprimió a Paula.

—Bueno, ahora ya conoces mis secretos —su reacción fue hablar volublemente, tratando de aliviar la insoportable tensión, pero el rostro de Pedro no mostró cambio alguno.

—Por ahora.

—¿Cómo dices?

—Digo  que  conozco  los  antecedentes.  Y  por  eso  sé  que  habrá  una  recaída  —con  una insoportable amargura y esbozando una media sonrisa, siguió—. Tengo cierta experiencia con las historias increíbles y, a la vez, verosímiles, que tejen los jugadores compulsivos.

—¡Dios bendito! —exclamó ella—. Tú crees que soy yo... —al fin, el insólito dolor y rabia de Pedro cobraba cierto sentido—. ¡No lo has entendido! —dijo, casi con alivio, tomándolo del brazo.

—¡Ya lo creo que sí! —replicó él, violentamente—. Quizá eso sea lo peor, que lo entiendo perfectamente.  Estoy  informado:  sé  que  es  una  enfermedad,  que  necesitas  ayuda...  terapia. Quiero ayudarte, pero no me queda más remedio que hablarte con sinceridad, Paula, aunque también sea brutal, no sé si voy a poder. Llevo un buen rato aquí, pensándolo, y no lo sé —su mirada azul, empañada de dolor, se perdió en la distancia—. Lo principal es la confianza, y yo ya no sé si alguna vez voy a poder confiar en tí. Siempre habrá una sospecha en el fondo de mi mente...

Las  explicaciones  que  Paula  tenía  todo  el  tiempo  en  la  punta  de  la  lengua,  mientras  lo escuchaba, se evaporaron de repente al oír sus últimas frases. Confianza. Tuvo que morderse en cambio la lengua, para no romper en carcajadas histéricas... ¿o quizá fuera para no llorar? Sí, él tenía razón: lo principal era la confianza. Paula se sentía aprisionada en un bloque de hielo. La mano que tenía apoyada en el brazo de él cayó.

—Entonces, ¿estás diciendo que, si fuera una jugadora compulsiva, no querrías saber nada de mí?

—¿Si fueras? Ya lo ves: empiezas por no reconocer tu problema.

—¡El único problema que tengo es relacionarme contigo!

—No te estoy dando la espalda, Paula. Aunque quisiera, no podría abandonarte.

—Entonces, ¿quieres?

—Tal vez yo tenga un problema —reconoció Pedro, pasándose la mano por el lustroso pelo negro, en un gesto de enorme cansancio—. Pero también lo tienes tú —sus ojos azules, que parecían opacos, rehuían la mirada de Paula—. Lo único que hago es ser sincero contigo, explicarte lo que siento. Tengo motivos para sentirme así: hubo alguien...

—Ya lo sé: tu socio estuvo a punto de hacerte perder tu maravillosa empresa. ¡Para que luego digan que el rayo no cae dos veces en el mismo sitio! —ante el crudo sarcasmo de ella, un relámpago de ira pasó por el rostro de Pedro—. Bueno, pues no hace falta que te preocupes: por culpa  mía  no  vas  a  perder  ni  un  céntimo.  No  pienso  casarme  con  un  hombre  que  antes  de pronunciar el «para lo bueno y para lo malo» me dice: «No sé si podré ayudarte». En el fondo, me alegro de haberme enterado a tiempo, antes de que las cosas se complicaran.

Sí, se alegraba, se alegraba mucho. ¡Como se alegraría cualquiera que tuviera un décimo premiado de la lotería y se diera cuenta de que era falso!

—¿Y tú no crees que ya se han complicado bastante?

sábado, 23 de enero de 2016

Sanaste Mi Corazón: Capítulo 32

Pedro dió unos pasos para situarse entre su padre y las dos mujeres, de las que el otro no había hecho el menor caso por el momento. La forma de moverse, especialmente de Horacio Alfonso, recordaba tanto a la de los pistoleros del Oeste, que, con un poco menos de tensión, Paula se habría reído. Si alguien hubiera podido medir los niveles de testosterona reinantes en esa habitación, les habrían puesto una multa. En cualquier caso, era sumamente incómodo.

—He venido para hablar con tu madre, no contigo.

Pedro se cruzó de brazos. Tal y como estaba colocado, bloqueaba por completo la visión que Alfonso padre pudiera tener de Ana.

—Pues habla. —¡A solas!

—Tengo entendido que mamá no tiene ganas de hablar contigo, ni a solas ni de ningún otro modo.

Paula  miró  rápidamente  a  Ana.  Nada  podía  estar  más  lejos  de  la  verdad  que  lo  que acababa de anunciar ese portavoz que ella no había elegido. Paula se resolvió a actuar, antes de que la situación se pusiera fea de verdad. A falta de un par de baldes de agua fría, se inclinó para decirle unas palabritas al oído a la señora Alfonso.

Indudablemente, Ana se sobresaltó, pero, al cabo de un momento, asintió con la cabeza. Paula sonrió y dió unos pasos.

—En realidad —anunció en voz alta y cristalina—, lo que Ana agradecería es que salieran un momento de la habitación... los dos —añadió, por si acaso.

Los dos grandullones interrumpieron un momento su coreografía de la bravata para mirarla.

—¿Y usted quién es? —exigió saber Horacio Alfonso.

—Tu futura nuera —los ojos azules de Pedro se clavaron en ella con una mezcla explosiva de intimidad, humor, exasperación y orgullo.

—Eso está por verse —contestó ella, muy finamente.

Pedro no dijo nada, pero la confianza que exudaba su sonrisa era respuesta suficiente.

—¿Desde cuándo estás prometido? —el padre de Pedro estaba indignado por no disponer de información sobre el hijo del que había abjurado— ¡Ana, no me habías dicho una palabra!

—¿No me tienes prohibido pronunciar su nombre en tu presencia, Horacio?

—Será que eso te ha impedido hacerlo...

—Vamos, padre —Pedro le dió un toquecito en el hombro.

El contacto hizo que el caballero se tensara, pero Paula vió que su protesta no iba más allá.

—Vamos a dar una vuelta por la rosaleda.

—Mi rosaleda —se apresuró a puntualizar Horacio.

—Cariño —atajó, a su vez, Ana—, no te equivoques: es mía.

Su marido parecía coyunturalmente más furioso con ella mientras su hijo lo acompañaba afuera.

—¿Qué le pasa a tu casa? —se le oyó preguntar.

—Demasiadas escaleras.

—¡Menudo cuento! ¡Qué manera de gorronear...!

—¡Qué hombre! —exclamó su mujer, disgustada—. ¿Sabes que no se movió del hospital hasta que Pedro salió de peligro? Pero, claro, me hizo jurar que no le diría que había estado. ¿Qué puedo hacer?

—Pues no escuchar lo que dice, para empezar —recomendó Paula, espantando a Ana—. Piénsalo un momento. Te dijo que tenías que elegir entre Pedro y él, ¿no? Y tú elegiste. Y él, ¿qué ha hecho? ¿Cumplir su ultimátum? No, señor: venir en pos de tí. ¿No ves que no puede vivir sin tí? Eres tú la que puede lanzar ultimátum... o como se diga.

Tardaron una media hora en reunirse con los caballeros en la rosaleda. No hablaban de jardinería.

—¡Es un caso de imprudencia temeraria!

—¿Te estás ablandando con la edad, papá?

—¡Mocoso insolente!

—¡Basta, Horacio!

Al señor Alfonso se le vió bastante impresionado por el tono de su esposa.

—No digas una palabra más hasta que yo termine. Llevo años aguantando esta tontería. No pienso pasar una Navidad más sin mi hijo —su mirada se dirigió cariñosamente a Paula— y su mujer y, quién sabe, quizá pronto mis nietos.

—Todos los disgustos —continuó— vienen de que él no hizo lo que querías que hiciera, Horacio, cuando tú estás que revientas de orgullo de lo que ha conseguido —hizo caso omiso de los sonidos de protesta que no acababan de salir de la boca de su marido—. Y tú, Pedro, no tienes nada de lo que presumir. Eres exactamente igual de rígido e inflexible que él. Así que daos la mano ahora mismo o no os volveré a dirigir la palabra, a ninguno de los dos.

—Ni yo me casaré contigo si no están tus padres presentes en la ceremonia —añadió Paula, con los dedos cruzados a la espalda.

A Pedro, por lo menos, no lo engañaba. Solo esperaba que no la pusiera en evidencia, por lo menos no antes de que la demostración de independencia de Ana surtiera algún efecto.

—En ese caso, papá —dijo Pedro, sin apartar la vista de ella—, considérate invitado. Se volvió entonces hacia su padre, alargándole la mano y mirándolo directamente a los ojos.

Paula contuvo el aliento, y estaba segura de que no era la única. Pasaron los segundos. No había aconsejado bien a Ana... empezó a decirse, y, justo entonces, Horacio Alfonso tomó la mano de su hijo.

Todavía había asperezas que limar, pero, después de mucha risa y no pocas lágrimas, Paula se sintió segura de que las cosas iban por buen camino.

Cuando al fin se quedaron solos, Pedro la acorraló contra la pared, puso una mano a cada lado de su cabeza y preguntó afectuosamente:

—Bueno, brujita, ¿estás contenta? Supongo que crees que tienes a toda la familia Alfonso en el bolsillo...

—A mí solo me interesa meterme a un Alfonso en el bolsillo... —en sus ojos brillaba una invitación.

—Todavía no me has dado tu respuesta.

Paula se pasó la punta de la lengua por el contorno de los labios. Casi sintió en su cuerpo el estremecimiento que sacudió a Pedro de la cabeza a los pies.

—Recuérdame la pregunta.

—¿Nos casamos?

—Tal vez —él llevaba tanto tiempo huyendo de ese tipo de complicaciones, que Paula pensó que le vendría bien tener que persistir un poco, aunque no pensaba tardar mucho en contestarle.

—¿Cómo tal vez? —su expresión era tensa y grave.

—¿Tal vez en firme? —la picara sonrisa de Paula se desarmó y acabó borrándose bajo el fuego de la mirada de él—. ¡Sí! —gritó—. Sí, claro que sí, casémonos, Pedro.

El triunfo llenaba su mirada cuando se inclinó hacia Paula, que dejó de respirar y de parpadear al tener su cara a unos centímetros.

—¿Y por qué te casarás conmigo, brujita?

—Porque te quiero, Pedro, con toda mi alma.

La contundencia de su respuesta lo tomó evidentemente por sorpresa. Su rostro enrojeció progresivamente, mientras la miraba con una expresión de estupor muy impropia de él. La nuez subió y bajó un par de veces.

—Doy gracias a Dios por eso —dijo, justo antes de lanzarse sobre su boca.