-Paula es la artista de la familia, por eso espero que, a pesar de que Gonzalo no distingue un color entre otro, nuestros hijos hereden, una vena artística…
«Por eso me sonaba».
Paula lanzó una mirada de agradecimiento a Valentina McGarry, la prometida de Gonzalo. Además de tener una exitosa agencia de relaciones públicas, era guapísima, y Paula la consideraba una de las personas más encantadoras que conocía. Afortunadamente, porque de otra manera su belleza y su éxito habrían resultado imperdonables.
-¿Qué tipo de arte haces? – preguntó el primer ministro.
Paula hizo una mueca.
-Pinto mobiliario.
El primer ministro la miró con sorpresa. Valentina acudió de nuevo en su auxilio.
-Paula tiene un trabajo maravilloso en una exquisita tienda de Notting Hill que vende antigüedades francesas – sonrió a Paula para animarla – El otro día pasé para ver si todavía tenías aquel fabuloso espejo, pero Celia había dicho que lo habías vendido. Me llevé una terrible desilusión.
-No te preocupes – dijo Paula – Como está a punto de dar a luz, me ha pedido que haga el próximo viaje de compras a Francia. Voy a ir en coche a recorrer los mercados próximos a París, así que puedo buscarte uno.
Gonzalo levantó la cabeza.
-¿Qué vas a ir a Francia? ¿Sola?
El aire se electrificó. Valentina posó la mano sobre el brazo de Paula en silencio. Paula se sentía como si le hubieran echado un balde de agua fría.
-Sí, Gonzalo – dijo mirando al suelo con aire de mortificación.
_ Ya lo hablaremos en otro momento.
_ No es preciso. He dicho que iría, y voy a ir.
Gonzalo se volvió hacia le primer ministro y dijo con una forzada sonrisa:
-Mi hermana ha estado regular… todavía está recuperándose y necesita que alguien cuide de ella.
Fue demasiado humillante. Mientras Paula hacía todo lo posible por olvidar lo sucedido, todos los demás parecían decididos a recordárselo. Sin hablar, enfurecida, giró bruscamente, con la bandeja ante sí como un arma cargada, y chocó contra alguien.
A cámara lenta, vio los blinis de caviar volar por los aires y caer a su alrededor. La bandeja, tras golpearle la cadera, acabó a sus pies, entre ella y el hombre con el que había chocado. Horrorizada, muerta de vergüenza, se agachó para recoger precipitadamente los canapés esparcidos, ansiosa por huir.
El hombre del accidente, se puso en cuclillas a su lado.
-No hace falta – masculló ella angustiada. Sin alzar la vista – Por favor no te molestes. Puedo hacerlo sola.
-Déjalo.
Su voz era grave, muy francesa y estaba teñida de una ira apenas contenida. Paula se quedó helada. Llena de aprensión, levantó la mirada lentamente. Contuvo el aliente. Ante sí tenía los brillantes y negros ojos del desconocido de la subasta.
-¿Qué…? – susurró atropelladamente - ¿Qué haces aquí?
-Llevarte conmigo – le quitó la bandeja de las manos, la dejó sobre una mesa y tiró de Paula para que se pusiera de pié. Ella podía percibir la mirada de Gonzalo a su espalda, observándola con condescendencia, avergonzado.
Paula no podía culparlo. Estaba en medio de la sala, al lado del primer ministro y numerosas personalidades, salpicada de caviar de la cabeza a los pies. Y ante el que debía ser el hombre más atractivo del planeta.
Al mismo tiempo que sentía los ojos llenársele de lágrimas, el hombre la tomó por la barbilla y la obligó a mirarlo.
-De eso nada, preciosa. No vas a llorar – musitó, al tiempo que inclinaba la cabeza y le daba un beso en los labios. Por un instante Paula se tensó, pero su suspiro de sorpresa desapareció en la boca del desconocido.
La sala y sus ocupantes se difuminaron, la música se apagó, la vergüenza que sentía desapareció. Estaba en la oscuridad, en un mundo de besos y manos en el que sólo se oía el precipitado latir de su corazón. O el de él. El de los dos…
Tras un eterno segundo, él alzó la cabeza, posó la mano en la parte baja de su espalda y acercó la boca a su oído.
-Muy bien chèrie, sonríe y camina hacia la puerta.
Paula fue a protestar, pero él le pasó el pulgar por los labios.
-No digas nada – susurró precipitadamente – ya me darás las gracias más tarde.
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