Temptation, Texas
Pedro lanzó el último saco de pienso a la camioneta, se quitó los guantes y los guardó en el bolsillo trasero de los vaqueros. Entrecerró los ojos para protegerlos del sol de junio. Hacía un calor infernal y todavía no era mediodía. Además, le quedaba bastante trabajo por hacer, aunque había empezado antes de las seis de la mañana. Tenía que descargar el pienso cuando llegara al rancho y llevar al ganado de un pasto a otro.
Empezó a levantar la portezuela trasera de la camioneta, pero se detuvo al oír un lamento. Se volvió y dejó caer la portezuela al ver a una niña de unos cinco años que se le acercaba descalza y cojeando. No la reconoció, pero eso no le sorprendió. Desde que Agustín propuso que Temptation se anunciara para atraer mujeres, el pueblo estaba lleno de desconocidos. Miró a izquierda y derecha, pero no vio un alma que pudiera ayudar a la niña. Como un caballero andante de provincias, bajó de un salto al escalón que llevaba al almacén de piensos y se arrodilló junto a ella en la acera.
—¿Qué te pasa, cariño?
Ella sollozó y levantó la cara hacia él.
—Se me ha clavado una espina en el pie.
—Bueno, vamos a echarle una ojeada —dijo Pedro amablemente.
Ella se agarró de su manga y levantó el pie. Aún así, él no podía verle bien toda la planta del pie. La tomó en brazos y la llevó hasta su camioneta.
—Siéntate aquí para que pueda verla mejor.
La sentó en la portezuela trasera, que estaba abatida, se agachó un poco y levantó el pie. Pudo ver una espina bastante grande clavada en la delicada planta del piececito. Frunció el ceño porque sabía que iba a dolerle cuando la arrancara.
—¿Sabes contar hasta tres? —le preguntó.
—Sé contar hasta diez —contestó ella con orgullo entre lágrimas.
—Muy bien. Empieza a contar, y para cuando llegues a tres, te habré sacado la espina.
—Vale —ella volvió a sollozar—. Uno… dos…
Pedro dio un tirón y le arrancó la espina. La niña dejó escapar un grito de dolor. En ese instante, como surgido de la nada, notó que un montoncito de furia se abalanzaba contra su espalda. Un brazo, más fino que la rama de un sauce llorón, le rodeó el cuello y un puño, más pequeño que una patata pequeña, lo golpeó en la cabeza. Se lo quitó de encima y se encontró cara a cara con un niño pelirrojo congestionado por la ira. El niño lanzaba puñetazos y patadas sin importarle la diferencia de tamaño.
—¡Suelta a mi hermana!
—Espera —sujetó al chico contra el costado de la camioneta—. No estoy haciendo daño a tu hermana. Sólo…
Pero no pudo terminar porque notó otro cuerpo que se abalanzaba sobre su espalda, pero esa vez era un cuerpo algo más pesado. Él se tambaleó con unas piernas alrededor de la cintura y unos brazos alrededor del cuello.
—Felipe, ¡Agarra a tu hermana y corre! —gritó una mujer…
Cegado por una melena pelirroja, intentó liberarse de los brazos. Cuando pudo tomar aire, miró hacia abajo y vio que el niño no se había movido ni un centímetro y que a su vez lo miraba con la boca abierta.
Harto de semejante disparate, agarró a la mujer de los brazos y, con un movimiento violento, la volteó por encima de los hombros. Cayó como un saco sobre la acera. Él también se tumbó y la agarró de las muñecas.
Unos ojos verdes rebosantes de estupor lo miraban entre una mata de pelo rojo mientras la boca intentaba tomar aliento. Ella todavía se resistió bajo él, pero la inmovilizó como si fuera un ternero. Notó que iba a dar un grito que alarmaría a todo el pueblo.
—Ni se le ocurra —la amenazó mientras la sujetaba con las rodillas.
Ella cerró la boca, pero lo miró con furia y los ojos entrecerrados. Luego, de repente, se fijó en algo que estaba detrás de Pedro.
—Ayúdeme, sheriff. Este hombre está intentando matarme.
Pedro se dio la vuelta y soltó una maldición al ver a Agustín. Supo que no iba a ser fácil explicar esa situación.
—No intento matarla —explicó con poco convencimiento—. Sólo intento defenderme.
—¿Defenderte? —Agustín contuvo una sonrisa al ver a la mujer tumbada casi debajo de Pedro—. Creo que puedes soltarla. Me parece que ya no corres peligro.
Pedro le soltó las muñecas y se levantó lentamente, como si no se fiara de ella. Agustín alargó una mano y la ayudó a levantarse. Ella se sacudió el polvo de los vaqueros.
—Sheriff, detenga a este hombre —exigió mientras señalaba a Pedro.
—Un momento… intervino Pedro cada vez más desesperado—. No he hecho nada.
—Intentó secuestrar a mi hija —replicó ella con los ojos soltando chispas.
—No he intentado secuestrar a su hija —Pedro ya estaba fuera de sus casillas—. Yo…
Ella se puso en jarras con la barbilla muy levantada.
—Entonces, ¿qué hace ahí sentada y por qué tenía a mi hija contra el costado de su camioneta?
Pedro apretó los labios y miró a Agustín como si le pidiera ayuda.
—Podrías explicárnoslo, Pedro—le dijo él mientras se encogía de hombros.
—Estaba cargando el pienso en la camioneta cuando esa niña… —empezó a explicar él con tono de rabia y señalando a su camioneta— se acercó cojeando y llorando. Como no había nadie que pudiera ayudarla… —hizo una pausa para mirar acusadoramente a la mujer—… la senté ahí para quitarle la espina que tenía clavada en el pie. Antes de poder darme cuenta, tenía a ese niño subido a mi espalda, y cuando conseguí quitármelo de encima, esta mujer se abalanzó sobre mí como una loca mientras gritaba al niño que agarrara a la niña y se fueran corriendo.
Agustín arrugó los labios pensativamente, y la mujer, ante el inmenso placer de Pedro, había palidecido y estaba yendo a toda prisa hacia su camioneta. Susurró algo y secó una lágrima que quedaba en la mejilla de su hija.
—Ya estoy bien, mamá. Ese señor tan bueno me ha quitado la espina.
La mujer, al oír «ese señor tan bueno», clavó la mirada en Pedro. Él sonrió de oreja a oreja y henchido de satisfacción mientras ella se ponía como un tomate. La mujer agarró a su hija en brazos y tomó a su hijo de la mano.
—Lo siento, sheriff —se disculpó, aunque intentando mantener el orgullo—. Parece ser que ha habido un error.
—Entonces, ¿no quiere que lo detenga?
—No —la mujer frunció el ceño ante el tono burlón del sheriff—. No hace falta.
Ella miró de mala gana a Pedro.
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