Paula no tuvo que mirar para saber de quien se trataba. Lanzando una mirada incendiaria al suelo, descruzó los dedos y apretó los puños. Alzó la barbilla y adoptó una actitud de extrema seguridad .
-Ciento cuarenta.
Excelente. Había sonado muy convincente. Pero la euforia le duró poco.
-Doscientas.
No pudo contener el impulso de mirar hacia atrás. El hombre la miraba fijamente y Paula sentía un escalofrío.
-¿Señorita? ¿Ofrece doscientas diez?
Por un segundo, Paula había perdido el contacto con la realidad. Los ojos de aquel hombre eran negros e hipnóticos. Mientras lo miraba, él alzó una ceja y Paula no supo si su expresión era interrogativa o retadora.
- Sí.
-Doscientas diez para..
-Trescientas
-Trescientas diez- las palabras se le escaparon de la boca a Paula.
-Quinientas.-
-¿señor? – el subastador le tomó por sorpresa aquel salto de la puja.
-Quinientas libras. – repitió Pedro seguro de sí.
Paula confirmó que sus labios eran espectaculares, llenos y voluptuosos. Estaba mirándolos cuando se curvaron en una leve sonrisa. Definitivamente, aquel hombre parecía estar gastándole una broma.
Paula se sentía como hipnotizada. Una parte de su mente se mantenía racional y consciente, mientras que la otra quería enfrentarse a ciegas a aquel reto.
-Quinientas cincuenta – a cámara lenta se volvió hacia el hombre, quien, alzando los hombros levemente dijo:
-Seiscientas.
-Seiscientas cincuenta.
-Setecientas. – su voz era acariciadora. Paula se estremeció. Aquello no tenía que ver ni con el lienzo, ni con el dinero. Era algo personal.
-Setecientas cincuenta.
Las cifras habían perdido el significado. El mundo a su alrededor desapareció; sólo era consciente de la existencia de aquel hombre que la quemaba con la mirada. Sintió que las mejillas le ardían, tenía los labios secos, el calor le resultó insoportable y, quitándose la chaqueta, la dejó en el asiento contiguo. No sabía que hora era. El cabello del extraño era también negro, una despeinada maraña de rizos que le hicieron pensar en un cruzado medieval, o en un pirata. Sus labios tenían una brutal sensualidad y todo ello contrastaba con su inmaculado y caro traje.
-Mil libras.
Paula se quedó sin aliento.
_ ¿Señorita? ¿Mil diez? ¿Quiere subir la apuesta?
Paula se sintió invadida por una temeridad que desconocía y que supuso que era lo que se sentía antes de saltar de un avión. Aunque era evidente que no conseguiría el cuadro, quiso llevar a aquel hombre al extremo, romper aquella insoportable e inquietante calma. Quería enfadarlo, hacer que mostrase alguna emoción. Lo miró desafiante y dijo: “Sí. Mil cinco libra” – sonrió para sí, esperó a que el hombre subiera la puja. En la sala se hizo un silencio sepulcral.
-¿Señor? ¿Mil diez?
El desconocido le sostuvo la mirada y con una irritante parsimonia deslizó la mirada por su cuerpo. Paula sintió una nudo en la garganta y la visión se le nubló; se quedó sin aire en los pulmones y en medio del pánico, lo único que pudo registrar fue la mirada sarcástica y triunfal que él le dedicó.
-¿mil cinco libras? – el subastador alzó la masa – mil cinco libras a la una… - el hombre se separó de la pared. Seguía mirando a Paula, pero la sonrisa ya se había ido. – mil cinco libras a las dos – por un instante, Paula temió desmayarse. Iba a ponerse de pie cuando vio que el hombre hacía una señal al subastador. - ¿señor? ¿mil diez?
El hombre asintió y apartó la mirada de Paula. Ella tomó aire.
Entornando los ojos con expresión especuladora, Pedro Alfonso la observó partir. «Interesante», pensó. «Muy interesante». Cínico y con tendencia aburrirse pronto, no era un hombre que sintiera interés con facilidad. Pero tras ofrecer por un cuadro más de diez veces de lo que valía, aquella mujer lo consiguió fácilmente. Y también sus ojos centelleantes. Había llegado a perder el control por unos segundos, y Pedro había notado que eso la inquietaba. La pregunta era, ¿por qué?
Había salido precipitadamente y se le había quedado la chaqueta. Cuando Pedro tomó la chaqueta, le dió el olor suave a jazmín y eso hizo que se le despertara el deseo que había sentido en cuanto la vio. Se fijó en la marca de la chaqueta y sonrió. Pertenecía a una tienda exclusiva, pero terriblemente clásica. Hubiera preferido que aquella mujer tuviera gustos más personales. Apretó la prenda con la mano y salió a la lluviosa tarde de Londres. Una vez más, el cielo estaba cubierto de amenazadoras nubes. Se detuvo en lo alto de la escalinata con la vaga sensación de que algo extraordinario iba a pasar. Quizá se trataba de la pintura, de haber conseguido lo que hacía tantos años llevaba buscando.
O talvez se debía a la mujer.
Paula se paró en seco en la acera al tiempo que dejaba escapar una maldición al darse cuenta que había dejado la chaqueta en la sala de subastas. Estuvo a punto de dar media vuelta, pero vaciló. ¿Qué más daba que se tratara de una chaqueta de Valentino y que perteneciera a su abuela? ¿Qué más daba que el cielo fuera a desplomarse sobre ella y no llevara más que un vestidito negro? Debía haber vuelto a casa hacía horas. Gonzalo siempre llamaba para asegurarse de que había regresado y si no era así, se preocupaba. Así que lo mejor…
Cerró los ojos para pensar en la playa tropical, pero sus párpados proyectaron la imagen de unos profundos ojos negros y de una sensual boca. Dejando escapar una exclamación de impaciencia, abrió los ojos, pero las imagen, en lugar de borrarse se volvió real.
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