Paula llegó a Le vieux moulin en una oscuridad total. La ambulancia había tardado en llegar y para completar se había perdido en la pequeñas carreteras. Después de un tiempo que parecía interminable, por fin notó el camino adoquinado y una rueda que la conduciría al molino, los faros alumbraron una casa vieja encalada, con una forma extraña y un techo puntiagudo. Dejó su cartera en el carro y caminó por el patio. No podía creer, que se hubiese ofrecido a proteger la propiedad, pero una imagen del anciano herido para saber de donde sacó el impulso. Abrió. Desde una puerta entreabierta vio que salía una luz para iluminar una habitación sacada de un cuento. Paredes encaladas, leña apilada, olor a humedad y manzana… Paula entró con paso vacilante. Reinaba un silencio absoluta. Aguantando la respiración, caminó hacia la puerta, donde se encontraba la cocina. La cocina era de techo bajo y de hierro y una chimenea grande donde cabía una persona de pie. Todo lo que veía parecía de un siglo atrás y no podía imaginar como una persona podía vivir en esa precariedad. Suspiró profundamente y vio que en una pared había un cuadro. Decidió acercarse para verlo bien mientras se abrazaba la cintura para apaciguar el frío. El cuadro le era levemente familiar. Le recordaba a…
Alguien la tomó por detrás. El pánico le dobló la mente al sentir un brazo tomarla por la cintura y echarla hacia atrás. Un centenar de pensamientos cruzaron su mente ofuscada, pero ninguno logró atravesar el dolor que la dominaba. Abrió la boca para gritar, pero una mano se la cubrió. Empezó a dar patadas y a removerse violentamente; su asaltante la sujetó con fuerza y la obligó a volverse. El grito de terror que había tomado forma en su garganta se ahogó al mismo tiempo que su corazón dió un salto. Ante sí, en lugar de los ojos febriles de un asesino en serie, tenía los oscuros ojos de Pedro Alfonso.
Por un instante Paula tuvo que reprimir el impulso de abrazarse a él, pero en cuanto le bajó el nivel de adrenalina, se separó violentamente y lo miró con espanto.
-¡Dios mío, eres tú!
-¿Dios? – dijo él con sorna - ¡Me siento halagado!
-No sé por qué – Paula cruzó los brazos y preguntó airada - ¿Qué haces aquí?
Sin salir de su estado de confusión, vió que Pedro se acercaba a un viejo aparador y sacaba dos vasos. Llevaba un traje negro y una inmaculada camisa blanca que contrastaba con el ambiente rústico de la cocina, pero por la familiaridad con la que se movía intuyó que había estado allí antes.
Cuando Pedro habló lo hizo en un tono gélido.
-He venido a ver a mi padre. Está en el hospital… como bien sabes. Imagino que pensabas aprovechar que la casa estaba vacía para…
-¿Tu padre? – la pregunta escapó de los labios de Paula con incredulidad y horror.
La ira que aguardaba Pedro en su interior desde la noche que ella se había ido encendió una temerosa llamarada.
-Sí – dijo sin apenas mover los labios – Mi padre. No finjas que no lo sabías.
Paula alzó la mirada lentamente hacia él:
-Sí, supongo que debería haberlo imaginado cuando ha dicho que su hijo estaba demasiado ocupado y era demasiado importante como para molestarle. No creo que haya mucha gente como tú.
Pedro la observó entornando los ojos.
-¿Fuiste tú quien lo encontró?
-Claro – Paula se retiro el cabello de su rostro con un brusco gesto - ¿Por qué crees que estoy aquí?
-Está claro – dijo Pedro con desdén al tiempo que estudiaba la etiqueta de una botella de vino - ¿no te parece afortunada la coincidencia?
-¿Afortunada? ¿Te has vuelto loco? Podría estar dándome un baño en un hotel en París en lugar de encontrarme en la precaria casa de un desconocido – sacudió la cabeza con incredulidad - ¿Tanto te cuesta dar las gracias?
Pedro clavó la mirada en ella.
-Yo no soy tan educado como tú.
Paula sintió que las mejillas le ardían. Tras unos segundos en los que se miraron sabiendo que cada uno de ellos estaban recordando la misma escena. Pedro retiró la mirada y abrió la botella.
-Ya que ha salido el tema – dijo con una lánguida sonrisa, al tiempo en que llenaba los vasos - no pensaba que era de buena educación marcharse sin despedirse.
-Quería evitarte la molestia de tener que charlar conmigo mientras esperábamos el coche – dijo con expresión retadora.
-Ya te he dicho que no me dejo llevar por las normas de la sociedad.
-Está claro que no. Ni siquiera por la de los seres humanos. Si te cortaras, ¿brotaría sangre o hielo?
-Supongo que te encantaría comprobarlo.
-No me tientes.
-No me juzgues. Puede que sea mejor que tenga hielo y no sangre.
- Dudo que tu padre esté de acuerdo.
-Tú no sabes nada de mi padre – dijo Pedro cortante y Paula le lanzó una mirada encendida.
-¡Sé que cuando estaba dolorido y aterrado, no quería que te perturbaran! Podía haber muerto, pero según él, tú no debes ser molestado con un detalle tan nimio.
Pedro se encogió de hombros – se ve que en el hospital pensaban de otra manera – dijo con indiferencia – porque me lo notificaron en cuanto fue admitido. He dejado una reunión para venir.
Paula lo miró indignada y Pedro pensó que no conocía a nadie que se alterara con tanta facilidad. Eso le encantaba. Tenia las emociones a flor de piel. Aún así no dejaba de pensar en la pregunta de Agustín, ¿qué sabe ella de la Dame Schulz?
-¡Qué buen hijo! – dijo ella.
Tras llevarse las manos a las sienes, compuso el gesto aletargado que tanto lo exasperaba cuando la conoció. Intuir que se tratara de un mecanismo de defensa y no parte de su personalidad lo inquietaba.
-Ahora que has venido, no es preciso que me quede – forzó una sonrisa. – le prometí a tu padre que buscaría el caballo y cuidaría de su casa, pero puedes hacerlo tú.
Pasó de largo junto a él, pero el la retuvo.
-No digas tonterías.
-¿Te parece una tontería ocuparte de tu padre? – Paula lo miró con incredulidad.
-Me refería a que te marcharas. No voy a permitirlo. Y quiero que sepas que mi relación con mi padre no es de tu incumbencia.
-Puede que no – Paula parecía dudar, pero continuó – Que me trataras como a una muñeca de usar y tirar, es propio del macho arrogante, egoísta y engreído que eres. Pero es imperdonable que apliques el mismo trato con tu padre.
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