-Eres de una buena educación fuera de lo normal – dijo él, impersonal, retirándole los brazos alrededor del cuello – no creo que me haya acostado con nadie que dijera «Por favor» y «gracias» durante el sexo.
Paula se mordió la lengua y, aunque temía que sus piernas no la sujetaran, puso los pies en el suelo.
-Ya lo sé – dijo, intentando disimular la tristeza que le produjo que sus cuerpos se separaran – arrastro la maldición de una opresora educación.
Pedro dió media vuelta.
-Viéndote actuar, cuesta creerlo.
Su tono desdeñoso la dejó helada. Pedro se apoyó en el cristal y, aparte de la camisa desabrochada, nada en él podía hacer pensar en lo que acaba de pasar.
Por el contrario ella estaba desnuda. La única prenda que parecía estar en su lugar, eran sus altos tacones, y eso la hacía sentirse más desnuda. Aunque no había esperado que Pedro se transformara, su distanciamiento la hizo sentir como si la abofetearan. Miró hacia el vestido que yacía en el suelo, junto a los pies de Pedro, intentando decidir que sería menos humillante, si recogerlo ella misma o pedirle a él que se lo diera.
- ¿Porque me has dado las gracias?
-Por nada – dijo ella sacudiendo la cabeza, avergonzada, al mismo tiempo que se agachaba y se tapaba con él.
Pedro la tomó por la cintura.
-Dímelo.
Tras intentar pensar en vano en una respuesta ingeniosa, Paula se resignó a decir la verdad:
-Quería darte las gracias por hacerme sentir como lo has hecho – dijo con voz ronca – hasta ahora… con mis novios…, no había sabido que pudiera ser tan… impresionante.
Pedro retiró la mano y la apretó en un puño. Su rostro no transmitía ninguna emoción. Haciendo un gesto seco con la cabeza, esbozó una cínica sonrisa.
-Cuando quieras le diré a Luis que te lleve a casa.
Paula no recordaba una experiencia tan dolorosa como la de ocultar sus sentimientos en aquel instante, mientras Pedro sacó su teléfono del bolsillo de la chaqueta que había dejado sobre el sofá al entrar.
A pesar de la humillación que sentía, una parte de ella creía comprender su comportamiento. Ya en el museo había intuido que Pedro Alfonso no era un hombre que se entregara con facilidad. Era un lobo solitario. Y el sexo con él era espectacular, pero no incluía intimidad.
¿Porqué tardaba tanto en contestar Luis? Quizá no esperaba que su jefe reclamara tan pronto sus servicios. Fue hacia la puerta.
-¿Dónde está el cuarto de baño?
Sin separar el teléfono de la oreja, Pedro indicó con un gesto de la cabeza.
-Segunda puerta a la izquierda.
Paula cerró la puerta sigilosamente a su espalda. Se puso el vestido. Un fogonazo de ira estalló en su corazón herido; le quemaron las muñecas. Se las frotó. No pensaba volver al punto cero.
De pronto recordó a Olympia. Como la modelo, también ella era fuerte y ningún hombre volvería a usarla como muñeca.
La moqueta ahogó el ruido de sus tacones hacia la puerta de salida.
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