Pedro tardó más de un par de días en ir a visitarla. Fueron dos semanas. Se decía una y otra vez que estaba muy ocupado, pero en el fondo sabía que le asustaba volver a verla. No tenía nada que reprocharse, pero no podía olvidarse de ella tumbada debajo de él con ojos de espanto e inmovilizada por su peso y su fuerza. Era un hombre considerado, y le avergonzaba haber tratado de aquella manera a una mujer.
Sin embargo, necesitaba las tierras y acabó yendo a Beacham. Si tenía que ver a la señora Chaves y tragarse la vergüenza, lo haría. Estacionó junto a la valla medio caída pero cerrada. Frunció el ceño. De la casa llegaba el estruendo de una música rock. Saltó por encima de la valla. Subió de una zancada los tres escalones que llevaban al porche y estuvo a punto de caerse de espaldas cuando sus ojos se encontraron con el trasero de Paula Chaves. Estaba en lo alto de una escalera e inclinada hacia delante para frotar una ventana. El trasero, sólo cubierto por un diminuto pantalón vaquero cortado, se movía al ritmo de la música. Las piernas parecían no terminar nunca, y no pudo evitar acordarse de cuando las tuvo alrededor de la cintura. Pedro, algo asustado por el cariz que tomaban sus pensamientos, se aclaró la garganta.
—Señora Chaves—ella no contestó, y él levantó la voz: —¡Señora Chaves!
Ella se asustó, se tambaleó y se agarró a la escalera para no caerse. Pedro, con un movimiento muy rápido, la sujetó de la cintura. Paula, atónita, se quedó mirando a la cara del hombre que la sujetaba. Tenía los ojos azules, la piel morena, un bigote poblado y unas cejas tupidas. Tardó un segundo en caer en la cuenta. Le empujó el pecho con los ojos como ascuas.
—¡No me toque!
Pedro, abochornado al darse cuenta de que seguía con las manos en su cintura, las dejó caer y dio un paso atrás.
—Lo siento, me ha parecido que iba a caerse.
—No habría hecho falta si no me hubiera dado un susto de muerte.
Ella resopló, se colocó bien la camiseta y apagó la radio.
—¿Qué quiere? —le preguntó ella con enojo.
Pedro se quitó el sombrero y se pasó los dedos por el pelo. La visita de negocios no había empezado con muy buen pie…
—Había venido para proponerle que me alquilara sus tierras.
—¿Para qué quiere mis tierras? —preguntó ella— con una ceja arqueada.
—Para meter parte de mi ganado.
Paula se secó las manos en los pantalones mientras intentaba poner en orden las ideas.
—No tenía pensado alquilarlas —comentó ella pensativamente.
—¿Había pensado utilizarlas?
—No… —contestó Paula lentamente.
—Entonces, a lo mejor querría alquilármelas. Me parece una pena no aprovecharlas cuando pueden proporcionarle unos ingresos.
—¿Quién ha dicho que necesite unos ingresos? —le preguntó ella con los ojos entrecerrados.
—Nadie —contestó él sin salir de su sorpresa—. Parece una tontería dejar sin utilizar una buena tierra.
Paula siguió mirándolo con sus ojos verdes entrecerrados y un gesto de recelo.
—Ya veo que no está interesada —Pedro dejó escapar un suspiro—. Siento haberla molestado.
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