"Mi abuela ha venido a cenar el domingo. Es una mujer a la que he tenido miedo durante toda mi vida, pero hoy ha querido hablar a solas conmigo. Yo pensaba que iba a regañarme por algo que había hecho mal, pero sólo quería felicitarme por haber cumplido dieciocho años. Me ha regalado un precioso pañuelo de encaje que ella hizo de joven. Después me ha mirado con esos ojos penetrantes con los que parece verlo todo y me ha dicho que no olvide nunca lo que dice la Biblia: contamos con la fe, la esperanza y el amor. Pero el amor es lo más grande de todo. La fe es lo único que necesitas para confiar en lo que tus padres te han enseñado. La esperanza será un don para el futuro. Habrá momentos duros, pero no renuncies nunca a la esperanza. Espero que tu vida se vea enriquecida con todo el amor que tu corazón sea capaz de albergar. Y ahora háblame de ese Fernando. ¡Me han contado tantas cosas de él!
Casi me he puesto a llorar. Me hablaba en un tono tan dulce.
Le he contado la discusión que tuvimos y que fui a verlo con una caja de pastas hechas por mi. Y cómo cuando le expliqué a Fernando lo que había sucedido, él me pidió rápidamente perdón. Por supuesto, no le he contado lo del beso. Eso queda entre nosotros. Pero sé que lo amo y así se lo he dicho. Él también me quiere y vendrá a hablar con papá la semana que viene."
Ojalá, pensó Paula, diciéndole a Pedro que lo amaba pudiera convencerlo de que deberían estar juntos. Aun así, conservaba la fe en sí misma. Sabía que había hecho todo lo que había estado en su mano para demostrarle a Pedro que lo amaba.
Y tenía esperanzas en el futuro. Había amado sin ser correspondida, pero eso no alteraba sus sentimientos. Continuaría viviendo e intentaría encontrar a alguien con quien compartir su vida.
Pedro frunció el ceño con impaciencia. ¿Dónde se habría metido esa mujer? Cuando se había levantado, no había visto su coche. Y ya era tarde y todavía no había regresado. Miró por la ventana por millonésima vez y vió el coche de Leticia estacionado en la parte trasera de la casa.
Tomó la fuente de la ensalada, cruzó rápidamente el patio, llamó a la puerta y esperó con impaciencia a que Leticia le abriera.
—Hola, Pedro —lo saludó fríamente y no lo invitó a pasar.
—Hola, Leticia. Vengo a devolver esto. ¿Dónde está Paula?
—Por ahora en Nueva York —contestó Leticia.
—¿En Nueva York? —por un momento, tuvo la sensación de que el corazón le había dejado de latir.
Leticia asintió y tomó la fuente.
—¿Es de mi madre?
—Sí. Paula trajo una ensalada y…
Leticia dio media vuelta y dejó la fuente en el mostrador de la cocina.
—¿Quieres algo más?
—No sabía que Paula iba a regresar a Nueva York —comentó Pedro lentamente.
Leticia se encogió de hombros.
—Supongo que Paula ha pensado que tampoco te importaba. Bueno, ahora tengo que irme —miró alrededor de la cocina, salió y cerró con llave. Pedro no se movió.
Mientras se dirigía hacia su coche, Leticia volvió la cabeza hacia él.
—Ya has conseguido lo que querías, ¿no, Pedro? Ahora ya nadie se molestará ni se preocupará por ti. Dentro de unos años vas a ser un hombre tan difícil como tu padre. No te preocupes por Paula. Es joven y guapa, tiene todo un futuro ante ella. Encontrará a un hombre maravilloso que la amará y estará deseoso de recibir todo el amor que ella puede ofrecer. Y espero que tengan un montón de hijos que alegren su vida. Supongo que Paula pronto superará esa tontería de pensar que está enamorada de ti. Adiós, Pedro.
Leticia se metió en su coche y se alejó de allí sin mirar nuevamente a Pedro.
En la mente de Pedro se repetían una y otra vez sus palabras. «Nadie se preocupará por ti», le había dicho Leticia. ¿Pero no había estado sirviéndose de trucos para conseguir que se enamorara de ella? ¿O realmente lo amaría?
Si era sincero consigo mismo, y Pedro se preciaba de serlo, Paula en ningún momento lo había perseguido desde su vuelta. De hecho, lo había ignorado hasta que él la había invitado a salir. Prácticamente se lo había exigido. La había llevado a bailar. Y había sentido la tentación de su cuerpo contra el suyo. Y se habían besado hasta quedar ambos sin respiración.
El picnic había sido divertido. Descubrir cómo había madurado Paula lo había fascinado. La había escuchado mientras ella le hablaba de su trabajo en Nueva York, de sus amigos… Sin embargo, la búsqueda de apartamento había sido frustrante. Paula debería quedarse a vivir a casa de sus tíos. Seguro que a ellos no les importaba.
La echaba de menos.
Miró hacia el norte, como si pudiera desde allí ver Nueva York. Había sido cruel por segunda vez con ella. Y había vuelto a echarla de su lado. ¿Para siempre en aquella ocasión?
¿Se habría precipitado al condenarla por aquella estúpida lista? Ella había dicho que podía explicarlo, pero no había querido darle ni una sola oportunidad.
¿Pero quién diablos se creía él que era? ¿Por qué se había erigido tan rápidamente en juez de la conducta de Paula?
Cuatro años eran demasiado tiempo para vivir en un apartamento, decidió Paula mientras tiraba a la basura otra bolsa de cosas inservibles. La gente debería mudarse de año en año, para evitar acumulaciones. Estaba cansada. Aquella era la tercera vez que bajaba y todavía le quedaba una bolsa más. Pero en cuanto la bajara, podría empezar a empaquetar sus cosas.
Subió en el ascensor al apartamento y sacó las llaves del bolsillo de los vaqueros con inmenso cansancio.
— Paula…
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