Diez minutos después, Pedro cruzaba el jardín con la mirada clavada en la mujer que descansaba en la mecedora. Al acercarse, deslizó sus ojos sobre ella, estudiándola con atención. Era obvio que había madurado desde la última vez que se habían visto, pero en su expresión continuaba habiendo cierta inocencia con la que no habían podido abatir sus experiencias en Manhattan. Estaba ligeramente sonrojada por el sol y Pedro, que jamás había reparado en ello, admitió para sí que era una mujer atractiva.
Al oírlo llegar, Paula se volvió hacia él con una sonrisa. Pedro la sintió en cada poro de su piel. Y aquella inesperada sensación lo sorprendió. ¿Llevaría demasiado tiempo sin una mujer? ¿O sería Paula en concreto la responsable de su reacción?
—Si te apetece, he hecho limonada —le ofreció ella—. Pero tienes que traerte un vaso de la cocina.
—Puedo compartir el tuyo —respondió Pedro, acercando una mecedora a la suya. Al ver que Paula abría los ojos de par en par al oír su comentario, sonrió. Todavía no sabía lo que estaba pasando allí, pero pretendía averiguarlo—. Parece que has tenido un día muy ocupado —comentó, alargando la mano para tomar el vaso de limonada.
Paula lo miró con cierto recelo.
—Bueno, hace mucho que no hablábamos. ¿Qué tal estás?
Pedro estuvo a punto de echarse a reír ante su fría educación.
—Como siempre, ¿y tú Paula?
—Bien, gracias.
—Leticia me ha comentado que piensas quedarte una temporada por aquí —comentó. Volvió a llenar el vaso de limonada y se lo tendió.
Paula tomó el vaso asegurándose de no tocarlo. Interesante. ¿Hasta dónde podría presionarla? Cuando era adolescente, Paula lo fastidiaba a todas horas. Quizá había llegado el momento de devolverle el favor.
—¿Y después?
—No lo sé. Estoy considerando las opciones que tengo.
—Yo pensaba que habías ido a Nueva York con intención de comerte el mundo.
—Y lo hice. Pero no sabía que podía llegar a empacharme.
—¿Quiere eso decir que el trabajo no te ha gustado tanto como pensabas?
—El problema es que ya no tengo trabajo.
—O sea que son unas vacaciones obligadas —la miró sonriente y preguntó de pronto—: ¿Qué planes tienes para esta noche?
—Como ya te dije, he quedado para cenar.
—¿Con quién? —sonó más brusco de lo que él pretendía.
—No creo que sea asunto tuyo, pero he quedado con Leticia.
Así que había rechazado su invitación para salir a cenar con su prima, se dijo Pedro más relajado. Lo comprendía. Al fin y al cabo, siempre habían estado muy unidas y hacía mucho tiempo que no se veían.
—¿Y mañana?
—¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio?
—Simple curiosidad. Llegaste el miércoles por la noche. No sabía que ibas a tener tantas citas.
—Probablemente hay cosas sobre mí que no sepas —musitó—. Nunca hemos sido muy amigos, ¿verdad? Y no nos veíamos desde hacía años.
—¿Mañana por la noche? —insistió Pedro.
—¿Es que nunca te das por vencido? He quedado con Gabriel Penning. Nos encontramos ayer en el club de campo y me invitó a salir para hablar de los viejos tiempos.
Pedro frunció el ceño. Gabriel Penning tenía aproximadamente la edad de Paula. Ésta solía jugar con él al tenis durante los veranos.
—¿Tienes algo que hacer el domingo por la tarde? —preguntó Pedro —. Podemos ir a jugar al tenis.
—Quizá.
Pedro la miró. Paula estaba con los ojos cerrados. Se mecía suavemente, con el vaso de limonada en la mano. Al estudiarla, pensó que le gustaba lo que veía.
Cuando Paula abrió los ojos y los fijó en los de Pedro, éste apreció su suave y misteriosa oscuridad. Contempló sus pestañas, y se preguntó si se le ocurriría probar con uno de los coquetos pestañeos con los que con tanta frecuencia intentaba seducirlo en el pasado.
Pero Paula ni siquiera parpadeó. Y aquellos ojos oscuros y enormes alimentaban en Paula pensamientos que sería mejor que dejara para la noche.
—Si no te apetece jugar al tenis, podríamos ir a darnos un baño al río y cenar después en el club de campo —quería que se comprometiera a pasar algún tiempo con él. Pero el solo hecho de pensarlo lo sorprendía. Normalmente, nunca presionaba a nadie. Si una mujer le decía que no, tendía a pensar que ella se lo perdía.
—Lo consultaré con Leticia, pero creo que sí, que quizá podamos quedar una tarde. Ya te avisaré.
Pedro sonrió lentamente. Había tenido que esforzarse más de lo que pensaba, pero al final Paula había aceptado.
—¿Te parece bien el fin de semana que viene? —preguntó de pronto.
—¿Qué? —la sonrisa abandonó el rostro de Pedro.
—Tengo planes para este domingo, pero me encantaría ir a ver el río el domingo que viene, si no te va mal.
—¿Qué tienes que hacer este domingo?
Paula lo miró divertida.
—¿Has decidido asumir el papel de la tía Silvia? Me estás interrogando como me interrogaba ella cuando tenía catorce años.
—Sólo era curiosidad.
—No tienes por qué disculparte, Pedro. Bueno, háblame de tu trabajo. ¿Vas mucho por los tribunales?
—La verdad es que tengo juicios casi todos los días.
—Una vez fui a verte, hace años ya.
—Lo recuerdo. Tú y tu prima no parasteis de reír en toda la sesión.
—No es cierto, pensábamos… —sonrió con nostalgia y se encogió de hombros—, me parecías tan bueno como Perry Mason —miró el reloj y se levantó.
—¿Vas a alguna parte? —quiso saber Pedro.
—Tengo que arreglarme para salir —dijo, mirándolo con cierto recelo.
—Matías va a cenar con Leticia, ¿por qué no vienes tú a cenar conmigo? —se oyó decir Pedro para su propia sorpresa.
—No puedo. Ya he quedado con ella. Le dije que iría a conocer a Matías.
—¿Y eso es importante? Matías sólo es otro tipo.
—Bueno, pero en algún momento tendré que verlo. Leticia tiene muchas ganas de que lo conozca.
—En ese caso, podrías invitarme a ir con ustedes—deslizó la mano por su brazo, acariciándole la piel y preguntándose si sería tan suave en todos sus rincones.
—No soy yo la que invita a la cena —dijo ella, casi sin respiración. Pedro sintió cierta satisfacción al advertir que él no era la única víctima de aquella extraña atracción.
—Si piensas quedarte aquí unas semanas, tendrás tiempo de sobra para conocer a Matías. Ven a cenar conmigo —insistió.
—No puedo —contestó ella nuevamente.
—Puedes hacer lo que quieras, Paula —se levantó y la tomó de la mano para que se acercara a él. Lentamente, acarició su antebrazo. Vio la luz que iluminaba los ojos de la joven. Sus senos subían y bajaban al ritmo de su acelerada respiración. Unos segundos más y habría capitulado. Pedro conocía perfectamente las señales.
Se inclinó hacia delante y alzó la mano hasta su hombro para alcanzar la delicada columna de su cuello. A continuación inclinó la cabeza. Quería besarla. Quería saborear aquellos tentadores labios que parecían estar esperando a ser besados.
Quería…
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