Al salir de allí, fue a visitar a su prima, que escuchó encantada su relato. Cuando le contó que había sacado a Pedro de su despacho con un pañuelo en los ojos, Leticia no era capaz de contener las carcajadas.
—No me puedo creer que hayas hecho algo así. ¡Y menos todavía que él te lo haya permitido!
Paula sonrió al recordarlo.
—Ha sido sorprendente. Quizá necesita un poco de diversión en su vida. Por un momento, he pensado que se iba a quitar el pañuelo, pero no, se lo ha dejado en su lugar —y la había besado, pero, por supuesto, no iba a contarle todo a su prima.
—¿Y has sacado esa idea del diario de Norma?
—No, sólo he sacado de allí la idea de hacer algo inesperado. Pero me imagino que lo último que se espera un respetable abogado es que lo secuestren.
Leticia inclinó la cabeza y rió.
—¿Entonces se está enamorando de tí?
—En absoluto —replicó Paula al instante—. Y tampoco quiero que lo haga —mintió.
—¿Entonces por qué estás haciendo esto?
—Para divertirme, principalmente. He estado completamente dedicada a mi trabajo durante todos estos años.
—Pero deberías tener más cuidado. Estás jugando con fuego.
—Lo único que estoy haciendo es divertirme. Además, si funciona, podré poner en práctica todos estos trucos con otro hombre. Y es posible que llegue a consolidar así una relación.
—¿Y si Pedro se enamora de tí?
—Sé realista, Leticia. Pedro ha sacado definitivamente a toda mujer de su vida. ¿De verdad crees que se va a enamorar de mí? Sobre todo después de haberse esforzado como lo hizo por sacarme de su vida.
—No parece que ahora lo esté intentando.
—Hay cosas que nunca cambian, Leticia.
—¿Y cuál va a ser tu próximo movimiento?
—¿Respecto a Pedro? Ninguno. ¿Quieres venir a cenar a casa el sábado? Puedo hacer jambalaya, a ti siempre te ha encantado.
—Desde luego. Y no sabes cuánto me alegro de que tus padres te hayan hecho viajar por todo el mundo. Tienes un repertorio de recetas increíble. ¿Puedo invitar a Matías?
—Si quieres.
—Entonces tendrás que invitar tú a alguien más.
—Se lo diré a Gabriel.
Leticia arrugó la nariz.
—No, invita a Pedro. Él y Matías son buenos amigos.
Pero, por alguna razón, Paula no tenía ganas de incluir a Pedro en la cena del sábado. No quería que pudiera pensar, ni por un instante siquiera, que tenía algún interés en él. Ya había sufrido bastante cuando era sólo una adolescente al sentir su rechazo y sabía que su relación con su vecino no tenía futuro alguno. Quizá debería repetirse aquella letanía cientos de veces hasta llegar a creérsela definitivamente.
Aquella noche, antes de dormir, volvió a concentrarse en las páginas del viejo diario.
"Hay cosas que nunca cambian. Es absurdo pretender cambiar a un hombre. Me lo ha dicho tía Dotie esta tarde, después de la siesta. Estábamos sentadas en el patio, cortando judías. Adoro a tía Dotie, sabe muchísimas cosas y las comparte sin recelos. Mucho más que mamá. Estudia al hombre que te gusta e intenta comprenderlo, me ha dicho. Él no cambiará. Las mujeres que creen que pueden cambiar a un hombre están condenadas al fracaso.
Fernando es un poco sombrío en algunas ocasiones. Creo que necesita algo de diversión en su vida. Pero me gusta. Es amable con los demás, me escucha y es generoso con sus cumplidos. Dice que el vestido con el que fui a la iglesia era elegante y refinado. No me gustaría que cambiara. Sólo que se pareciera algo más a mí. ¿Será el hombre adecuado para mí? ¿La persona con la que debo casarme y pasar el resto de mi vida? Creo que sí. De lo que no estoy segura es de si yo seré suficiente para él."
Paula cerró el diario. Desde luego, Pedro tampoco iba a cambiar. Tenía ya treinta y cuatro años y había conseguido todo lo que esperaba en la vida. No, no cambiaría. Cuando quisiera compañía, le pediría a alguna mujer que saliera con él y cuando quisiera estar solo se encerraría tranquilamente en su casa.
Ya lo había dejado muy claro años atrás: no tenían ningún futuro. Paula tenía que admitir que en el fondo albergaba la esperanza de poder hacerle cambiar de opinión siguiendo los consejos de Norma. Secretamente, seguía esperando algo más de él.
Pero era una estupidez, decidió. Ya era hora de terminar con aquellas tonterías y dedicarse a asuntos más serios. Podría empezar enviando el curriculum y citándose con otros hombres. De momento, podía invitar a Gabriel a la cena del sábado, en vez de a Pedro. No quería seguir pasando más tiempo con un hombre que realmente no quería estar con ella.
Pedro vió que se apagaba la luz de la habitación de Paula. Ésta había llegado a su casa hacía ya una hora y ni siquiera había mirado en su dirección. Había estado a punto de llamarla, pero para cuando se había decidido a hacerlo, Paula ya se había metido en su casa.
Se preguntaba a dónde habría ido después de abandonar los juzgados. Ni siquiera se había dado cuenta de cuándo se había marchado. ¿Se habría aburrido? Sabía que no todo el mundo encontraba tan fascinantes los juicios como él, pero le habría gustado conocer sus opiniones al final de la tarde.
Tenía que admitir que deseaba ver en su rostro la admiración que había contemplado en él el domingo por la noche, cuando le había hablando de su trabajo. ¿Habría fingido Paula su interés? ¿O estaría verdaderamente interesada?
Era increíble. Prácticamente estaba imaginando ya los halagos de Paula al final del día cuando de pronto se daba cuenta de que se había marchado. Otra sorpresa de aquella mujer de la que estaba empezando a pensar que no la conocía en absoluto.
Pedro se levantó y decidió dirigirse hacia casa de Paula. Al fin y al cabo, ella había demostrado que le gustaba actuar impulsivamente cuando se había presentado en su despacho con intención de secuestrarlo. ¿Por qué iba a ser él diferente?
Llamó a la puerta de atrás y esperó con impaciencia. Paula no podía haberse dormido todavía, pues acababa de apagar la luz. Llamó nuevamente, preguntándose si iba a tener que entrar sin permiso para poder verla. A los pocos segundos, se encendió la luz del porche y Paula abrió ligeramente la puerta.
—Por Dios, Pedro, ¿qué ha pasado? —abrió la puerta de par en par, mirándolo preocupada.
Pedro la miró fijamente. A menos que se acabara de cambiar, no llevaba para dormir el tentador camisón de seda y encaje que él imaginaba, sino una sencilla camiseta que le llegaba hasta los muslos.
—¿Pedro?
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