—¿Qué eres, mi perro guardián? Puedo acostarme todo lo tarde que me apetezca. Y además, ¿por qué sabes que ayer me acosté tarde?
—Ví la luz de tu habitación encendida cuando me fui a la cama. Por cierto, tengo que reconocer que al verte vestida como ibas hoy ha cambiado radicalmente mi opinión sobre ti.
—¿Ah sí?
—Imaginaba que eras una de esas mujeres que siempre van con vaqueros o con trajes de chaqueta y que se meten en la cama con cualquier camiseta. Pero ahora sospecho que eres completamente diferente. ¿Qué te pones para ir a la cama, Paula? ¿Un camisón de seda y encaje?
Paula bajó la mirada hacia la camiseta que solía ponerse para dormir.
—¿Paula?
—Creo que no es algo de lo que tenga que hablar contigo, Pedro. Al fin y al cabo, apenas nos conocemos —contestó, deseando tener cualquiera de aquellas eróticas prendas de ropa interior que volvían locos a los hombres.
—¿Que apenas nos conocemos? ¿Cómo puedes decir eso? Has ido detrás de mí durante años, me has seguido a todas partes. ¿O acaso has olvidado ya tus arengas sobre el amor eterno?
Paula cerró los ojos avergonzada.
—No hace ninguna falta que me recuerdes mis caprichos de adolescente —contestó lentamente—. Era una niña y estaba locamente enamorada de tí. Pero las cosas han cambiado. Bueno, ahora tengo que acostarme. Adiós — Paula colgó el teléfono y apoyó la cabeza contra la pared. Era imposible no recordar la última vez que le había dicho a Pedro que lo amaba. Había sido terrible. Pedro se había reído de ella y le había dicho que lo dejara solo y se marchara con sus estúpidos caprichos de niña. Que él tenía mejores cosas que hacer que perder el tiempo con una adolescente ridícula.
Pero eso había sido once años atrás. Desde entonces, Paula había crecido y había continuado con su vida. Y no necesitaba que Pedro sacara a relucir su pasado.
El teléfono volvió a sonar.
Pero Paula lo ignoró, regresó al dormitorio, se metió en la cama y apagó la luz. Ya seguiría leyendo el diario mañana. Aquella noche, lo que quería hacer era dormir y olvidarse de Pedro Alfonso y la atracción que alguna vez había sentido por él.
El teléfono dejó de sonar y la casa se quedó en completo silencio. Pero pasó mucho tiempo hasta que Paula consiguió dormirse.
—¡Maldita sea! — Pedro dejó violentamente el auricular en su sitio. ¡Le parecía increíble que Paula le hubiera colgado el teléfono y después ni siquiera se hubiera tomado la molestia de contestar! Se acercó a la ventana y miró hacia la casa de al lado. Soltó un juramento. Lo que él pretendía era bromear sobre el pasado, no que Paula se enfadara.
Suspiró y se frotó el cuello. No debería haber comentado nada. Sobre todo cuando Paula no había dado ningún indicio durante la semana de sentir nada por él.
Y ésa era una parte fundamental del problema. Si era sincero consigo mismo, tenía que admitir que echaba de menos su devoción, su completa adoración. Pero al día siguiente se aseguraría de que pasara la tarde con él. Si había podido arreglárselas para ver a Gabriel a los tres días de llegar, también podía emplear una tarde en verlo a él.
Por lo menos no había tardado mucho en despedirse de Gabriel. Aunque habían llegado suficientemente tarde como para haber hecho algo más que cenar. En principio, Paula no parecía una mujer capaz de llegar muy lejos en la primera cita, pero cómo iba a estar seguro. Hacía años que no la veía. Habían pasado nada menos que once años desde que había intentado besarlo, convencida de que lo amaba.
Sintió que se le revolvían las entrañas al imaginarse a Paula y a Gabriel besándose. Y recordó el sabor de su boca cuando la había besado en el jardín. No quería que ningún otro hombre la tocara.
¿Pero por qué no?
Sin ninguna gana de profundizar en aquellos sentimientos, se dirigió a la ducha. Paula era una persona autónoma. Podía hacer lo que quisiera con su vida. Pero al día siguiente se aseguraría de que pasara el día con él. ¡Y que se olvidara completamente de Gabriel Penning!
Y si eran besos los que quería, Pedro podía ofrecérselos hasta el hartazgo.
—¿Qué tal te fue con Gabriel?—le preguntó Leticia a Paula cuando fue a buscarla a la mañana siguiente para ir a la iglesia.
—Bien, nos divertimos. Es posible que vayamos a jugar al tenis la semana que viene —contestó, intentando teñir de entusiasmo su voz.
—A Gabriel siempre le ha gustado el tenis. Recuerdo que solíais ser pareja en los partidos de dobles.
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