Paula Chaves disminuyó la velocidad del coche mientras transitaba por la avenida. Era una calle ancha, bordeada por ancianos robles cuyas copas parecían tocarse en el cielo, formando una exuberante cúpula vegetal. El sol se filtraba entre las hojas, convirtiendo el asfalto en una alfombra de motas luminosas. Al llegar a una calle más estrecha, giró para dirigirse a la parte trasera de la casa de sus tíos.
Aunque había ido a ver a su tío Arturo y a su tía Silvia cada verano, desde que había cumplido diez años hasta que había salido de la universidad, la sorprendía tener la sensación de estar llegando a su verdadero hogar. Sus estancias en aquella casa se habían reducido a los meses de verano, época que sus padres, ambos antropólogos, dedicaban a participar en expediciones arqueológicas y a algunas navidades pasadas en familia.
La vieja casa seguía como siempre: la fachada inmaculadamente blanca y las contraventanas de color verde oscuro. En el porche continuaban las mecedoras. El jardín estaba un poco descuidado, hacía falta cortar el césped y quitar las malas hierbas. Probablemente no había sido atendido desde que sus tíos se habían ido a disfrutar de un largo crucero, hacía ya un par de semanas. Evidentemente, su prima no prestaba demasiada atención al jardín. Parecía que nada había cambiado.
Paula detuvo el coche cerca del porche y se reclinó contra el asiento agotada. Esperaba tener energía suficiente para entrar en la casa, pensó mientras contemplaba las losetas que marcaban el camino. Hacía falta cortar la hierba que asomaba entre ellas, se dijo. Quizá al cabo de un par de días tuviera energía suficiente para dedicarse al jardín. Iba a resultarle un poco extraño quedarse en aquella casa sin que estuvieran sus tíos… En cualquier caso, se sentía capaz de cerrar los ojos y quedarse dormida en el coche durante una semana.
La palabra clave era «energía». Y «predisposición». Y no esperaba encontrar ninguna de las dos cosas allí dentro.
Un movimiento a su derecha le llamó la atención. Giró lentamente la cabeza. El vecino de su tía, Pedro Alfonso, cruzaba el jardín a grandes zancadas, dirigiéndose hacia ella. Era un hombre alto, bien formado, que en aquel momento iba con los pies descalzos y unos vaqueros cortos como único atuendo. Teniendo en cuenta que estaba al lado de un coche todavía mojado y una manguera, era obvio lo que había estado haciendo. Tenía el pelo revuelto y su flequillo ocultaba sus burlones ojos grises. A Paula le dio un vuelco el corazón mientras lo veía aproximarse. Cuando era adolescente, estaba completamente enamorada de Pedro.
Y él jamás le había prestado ninguna atención.
Suspiró, sacó la llave del coche y agarró su maletín de noche. Ya tendría tiempo de sacar más tarde la maleta. Tras una reparadora noche de sueño, tendría fuerzas suficientes para deshacer su equipaje. O al menos eso esperaba.
Salió del coche, se estiró y se preguntó una vez más por qué la gente rara vez utilizaba la puerta delantera de la casa.
—¿ Paula? —preguntó Pedro cuando estuvo a su lado. La recorrió de pies a cabeza con la mirada y al momento esbozó una sonrisa burlona—. Paula Chaves.
El corazón de Paula latía violentamente en su pecho, tenía las manos empapadas en sudor y cada uno de sus nervios en tensión. ¿No habría cambiado nada durante los años que había pasado sin verlo? Sentimientos que creía ya olvidados la invadieron. Por un instante, deseó que Pedro la abrazara y la besara como si no hubiera mañana. Por supuesto, aquel deseo la había acompañado durante todos los veranos de su adolescencia. Y jamás se había hecho realidad.
—Bien, bien, la pequeña Paula Chaves ha crecido. Y lo ha hecho muy bien —se cruzó de brazos y se apoyó sobre el coche mientras deslizaba lentamente la mirada por el cuerpo de Paula.
A Paula le enfadó su tono arrogante y burlón. No estaba de humor para enfrentarse a algo así. Lo miró con expresión furibunda. Había crecido y no estaba dispuesta a permitir que aquel hombre volviera a burlarse de ella nunca más.
—Vaya, vaya. Pedro Alfonso, sigues siendo tan insoportable como siempre —contestó sin dejarse intimidar.
Pedro asintió lentamente, con brillo de apreciación en la mirada.
—Te aseguro que intento agradar.
Y estaba convencida de que conseguía agradar a cualquier mujer de la que pretendiera ganarse su atención. Estaba tan maravilloso como siempre. Tenía ya treinta y cuatro años y continuaba en plena forma. Ella lo conocía desde hacía media vida. En una ocasión, siendo todavía una adolescente, había hecho de todo para que la viera como una mujer interesante y disponible. Y había fracasado miserablemente. La diferencia de edad se había vuelto en contra de ella. Y la mala experiencia que Pedro había tenido en la universidad, combinada con el ejemplo de su propia madre, lo habían convertido en un hombre extremadamente receloso hacia las mujeres. Pedro era un hombre de citas informales, pero el compromiso para él era anatema. Y en eso no parecía haber cambiado.
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