Paula acostó a Olivia, entreteniéndose al arroparla, dilatando el momento de quedarse con Pedro a solas, sin más tareas con las que entretenerse, por lo menos durante unas horas. No eran más de las diez y media, y, algunas veces, Olivia dormía casi hasta las tres. Y no era que no tuviera ganas de hacer el amor con él. El médico le había dicho que no había motivos para abstenerse, pero su mente estaba llena de inhibiciones, que la tenían hecha un manojo de nervios. Sencillamente, nada era igual ahora que antes de que ella quedara embarazada de la niña. Ya no podía sentirse irresponsable. Ya no era ella la única persona de la que tenía que ocuparse. Y, sobre todo, tenía mucho miedo de que el sexo ya no fuera tan placentero como debería, para ella o para Pedro. El alumbramiento tenía que haber producido algunas alteraciones en su cuerpo, y, si hacer el amor resultaba ser un desastre, sería horrible. Pero, al enderezarse después de atender a su hija, le dirigió una sonrisa a Pedro, que la había acompañado al dormitorio, en principio para desearle buenas noches a su hija.
—Voy al cuarto de baño. No tardaré.
Y salió antes de que él pudiera decirle nada. Se encerró en el cuarto de baño como una primeriza asustada, sin dejar de sentirse ridícula. Pedro había demostrado sobrada paciencia, comprensión y amabilidad. Y ella lo amaba. Y esa noche estaba tan insoportablemente atractivo, que ella apenas había podido probar bocado. Hasta olía de forma diferente, y tremendamente sexy. Se dió una rápida ducha templada, esperando que le sirviera para relajarse, además de para liberarse de la pegajosidad que le dejaba dar el pecho. Ya no sentía tanta tensión en los pechos, una vez que Olivia había tomado su ración. Por fortuna, no tenía estrías en la piel, aunque todavía no había recuperado el tono muscular. A ella le parecía que tenía el vientre flojo. ¿Le molestaría a Pedro? Se dijo que no debía seguir por ese camino, y que, en conjunto, estaba en buena forma. Salvo por dentro. Ya había dejado de dolerle, y, desde luego, sus músculos internos debían de ser muy elásticos, para admitir el paso del bebé, pero seguro que ya no estaban como antes. ¿Cómo habrían quedado? ¿Fláccidos? Qué bien le habría venido que Violeta hubiera tenido hijos, para consultarle esas cosas. El médico le había dicho que no tenía motivos para preocuparse, pero era un hombre. En casos como ese una mujer necesitaba a una madre con la que tuviera la suficiente confianza para poder hablarle de lo que le preocupara. Dando un suspiro, Salió de la ducha, prometiéndose estar accesible para cuando Olivia fuera, a su vez, madre. A su hija no le faltaría una confidente, ni la fuerza y la seguridad que podía dar una madre.
Hacerse mujer estaba lleno de dificultades. Claro que también de placeres. Mientras se secaba, procuró concentrarse en los placeres. A fin de cuentas, no deseaba pasarse el resto de su vida en un limbo sexual. Pedro era un magnífico amante. Era imposible imaginarse a nadie mejor. Le importaba de verdad el placer de ella, y sabía procurárselo. Tanto si resultaba ser un buen padre para Olivia como si no, se dijo que se debía a sí misma el ampliar la situación de armonía con él, puesto que él no se quejaba ni protestaba de la niña. Esa noche era la noche. Si no se decidía a saltar la barrera de inseguridad acerca de su propio cuerpo, lo único que iba a pasar es que esa barrera mental se haría más grande. Podía sugerirle que bailaran. Pedro tenía una forma muy seductora de hacerle olvidar sus prejuicios cuando bailaba con ella. Volvió a ponerse la bata de Christian Dior, pero renunció a la ropa interior. Estaba resuelta a hacer el amor con él, sin pensárselo más. Así que nada de barreras, ni físicas ni mentales. Sacó el frasquito de perfume que le había regalado Violeta al día siguiente de nacer su hija, diciéndole que era para recordarle que seguía siendo una mujer, además de una madre. Spellbound, de Estée Lauder. Se puso un poco en las muñecas y detrás de las orejas. Era algo decididamente sexy. Seguro que Pedro captaría el mensaje. Y ella no se echaría atrás. Salió decidida a todo y, al oír su voz en el dormitorio, fue a reunirse con él.
—Eso es, pequeña Oli —estaba diciendo, al entrar ella, con mucha convicción.
—¿Qué es qué? —preguntó con curiosidad.
Le parecía extraordinaria la manera que tenía Pedro de dirigirse a Olivia, como si la niña fuera a entender cuanto él le dijera. A lo mejor era una maniobra subconsciente, para defenderse de la impaciencia que le producían los bebés. Hablándole como si fuera un adulto, no la consideraba «uno de ellos». Él se irguió y se volvió hacia ella, con una sonrisilla de satisfacción.
—Ah, le he estado contando cómo es mi perro.
Y, al oírlo, Paula se dio cuenta de que lo que hacía con Olivia era lo mismo que practicaba con su perro. También a Spike le hablaba como si lo entendiera. Era una costumbre que siempre la había enternecido, aunque no le quitaba del todo el susto que le producía el enorme perrazo. Según él, Olivia era como un perrito, y, viendo cómo se llevaba con su perro, creía que más valía que siguiera tratando a su hija como un cachorrito.
—Qué bien —le contestó, pero le quedaba la duda de si no estaría transigiendo demasiado, movida por el deseo de que todo acabara por salir bien.
—Ahora se va a dormir —le aseguró, apartándose del moisés de Olivia—. ¿Tú estás bien? —y sus ojos se clavaron en los de ella, llenos de ansiosa atención, buscando cualquier signo de rechazo, comprobando que no se había producido ningún estancamiento en la corriente de deseo que había fluido entre ambos durante toda la velada.
—Sí —y su voz y su cuerpo debieron de transmitirle su aceptación sin reservas, porque la cautela desapareció de la mirada y la actitud de él.
Unas cuantas zancadas, y ya la tenía en sus brazos, arrinconadas las dudas, con urgencia por saborear la libertad de saciarse el uno del otro. Estuvo unos cuantos segundos con ella apretada contra su cuerpo, como si estuviera empapándose de ella.
jueves, 29 de junio de 2017
Paternidad Inesperada: Capítulo 27
—Duérmete si quieres, pero yo no voy a dormir. No, señor. No si el doctor da el visto bueno. Gran cosa esto de los viernes. A lo mejor, Paula me deja quedarme el fin de semana entero. Spike abrió un ojo: había algo diferente en aquel tono de voz.
—No te preocupes: volveré para darte de comer. Y traeré a Pau y a la cría conmigo. Es una niña muy buena, Spike: te va a gustar.
Un gemido dubitativo parecía lo más apropiado. Y Pedro sonrió al perro.
—También tú podrás aprender a hacer de papá. A cuidarla, a vigilarla y darle lametazos, y a asustar a los chicos malos.
Las últimas palabras habían sido gruñidas, así que el perro también gruñó en señal de asentimiento. Pedro se echó a reír, incapaz de contener su buen humor. Por mucho que se hubiera prevenido a sí mismo, por si Paula necesitaba más tiempo para recuperarse, no dejaba de estar emocionado. Llegado el caso de que hiciera falta esperar, bueno, pues se las apañaría para afrontar la situación. Desde luego, esperaba que todo saliera bien. Lo suyo no era el celibato. Desde que volvió a encontrarse con Paula, estaba siempre excitado, y el haber pasado tanto tiempo con ella durante las dos últimas semanas había llevado al límite su capacidad de resistencia. De todas formas, se portaría como un caballero tanto tiempo como fuera necesario. Paula había pasado por un mal trago, y necesitaba que la mimaran. Pedro dejó la maquinilla de afeitar, se echó agua en la cara y se acercó al espejo para comprobar qué tal le había quedado el afeitado. No quedaba rastro alguno de barba. Abrió satisfecho el nuevo frasco de loción para después del afeitado, y se echó un poco. Obsesión, de Calvin Klein. Le había costado más de setenta dólares. Spike se enderezó, olfateó el aire y ladró.
—¿Te gusta, Spike? —preguntó sonriente. Un gañido de aprobación.
—La dependienta dijo que era sugestiva. Me pregunto si eso querrá decir sexy. ¿A tí te lo parece?
El ladrido de Spike sonó a una llamada propia del celo, lo que hizo sentirse muy animado y empezó a vestirse. Ropas nuevas, también. El polo verde oliva le quedaba muy bien, y los pantalones beige, que se ajustaban a la perfección, no necesitaban cinturón. Cuantos menos obstáculos hubiera para desvestirse, mejor. En sus planes para esa noche no figuraban las torpezas. Tampoco estaría nada mal que la pequeña Oli cooperase durmiendo durante tantas horas como le fuese posible, concediéndole a Paula un respiro para que pudiera relajarse. Si todo iba bien por la parte médica, tendría que hablar con la niña para que tuviese consideración con las necesidades de su madre. Y también de su padre, claro. Mientras se ponía un par de mocasines con los que no hacía falta llevar calcetines, repasó mentalmente lo que le diría a la niña:
—Escúchame bien, pequeña. Tú y yo tenemos que llegar a un acuerdo. Deja que mamá descanse bien esta noche, y mañana te presentaré a mi perro. ¿Qué te parece, Spike? Un ladrido de aprobación.
—Pronto habrá aquí una serie de cambios, Spike. Me he hecho con una familia. Bueno, casi. Pau no quiere casarse conmigo, pero yo soy persistente y, tarde o temprano, acabará por decirme que sí.
Pedro se agachó para rascar a su peludo compañero detrás de las orejas.
—Vienen buenos tiempos, Spike. Incluso puede que tengamos un perrito para que tú lo eduques adecuadamente para la pequeña Oli. Tú eres un poco grande para ella.
El gruñido pudo haber sido de placer por sus caricias, pero le pareció notar un brillo de duda en los ojos marrones del perro.
—Llevas razón. Yo también soy grande. El truco consiste en ser delicado con ella. Así que nada de juego duro, ¿De acuerdo?
Spike asintió.
—Buen perro. Vamos; todavía es temprano para tu cena, pero te he traído un buen hueso de la carnicería para que te entretengas. Tiene mucha carne.
«Hueso» era la palabra mágica. Spike se animó y empezó a brincar, moviendo la cola de impaciencia. Pedro estaba tan impaciente como su perro y ambos bajaron deprisa las escaleras, riendo y ladrando. Una vez en la cocina, sacó el capricho sin más demora y Spike dió un gañido de aprobación y deleite, antes de retirarse con el hueso a un rincón. Tenía para horas de placer. Contento, miró su plato de agua recién lleno. Aquel hombre era, decididamente, el mejor amigo que se podía tener. Y hasta olía bien.
—Bueno, Spike. Me marcho. Deséame suerte.
Spike ladró satisfecho, toda vez que había recibido lo que tanto le gustaba.
—Perfecto, Spike. Esta noche puede ser la noche.
—No te preocupes: volveré para darte de comer. Y traeré a Pau y a la cría conmigo. Es una niña muy buena, Spike: te va a gustar.
Un gemido dubitativo parecía lo más apropiado. Y Pedro sonrió al perro.
—También tú podrás aprender a hacer de papá. A cuidarla, a vigilarla y darle lametazos, y a asustar a los chicos malos.
Las últimas palabras habían sido gruñidas, así que el perro también gruñó en señal de asentimiento. Pedro se echó a reír, incapaz de contener su buen humor. Por mucho que se hubiera prevenido a sí mismo, por si Paula necesitaba más tiempo para recuperarse, no dejaba de estar emocionado. Llegado el caso de que hiciera falta esperar, bueno, pues se las apañaría para afrontar la situación. Desde luego, esperaba que todo saliera bien. Lo suyo no era el celibato. Desde que volvió a encontrarse con Paula, estaba siempre excitado, y el haber pasado tanto tiempo con ella durante las dos últimas semanas había llevado al límite su capacidad de resistencia. De todas formas, se portaría como un caballero tanto tiempo como fuera necesario. Paula había pasado por un mal trago, y necesitaba que la mimaran. Pedro dejó la maquinilla de afeitar, se echó agua en la cara y se acercó al espejo para comprobar qué tal le había quedado el afeitado. No quedaba rastro alguno de barba. Abrió satisfecho el nuevo frasco de loción para después del afeitado, y se echó un poco. Obsesión, de Calvin Klein. Le había costado más de setenta dólares. Spike se enderezó, olfateó el aire y ladró.
—¿Te gusta, Spike? —preguntó sonriente. Un gañido de aprobación.
—La dependienta dijo que era sugestiva. Me pregunto si eso querrá decir sexy. ¿A tí te lo parece?
El ladrido de Spike sonó a una llamada propia del celo, lo que hizo sentirse muy animado y empezó a vestirse. Ropas nuevas, también. El polo verde oliva le quedaba muy bien, y los pantalones beige, que se ajustaban a la perfección, no necesitaban cinturón. Cuantos menos obstáculos hubiera para desvestirse, mejor. En sus planes para esa noche no figuraban las torpezas. Tampoco estaría nada mal que la pequeña Oli cooperase durmiendo durante tantas horas como le fuese posible, concediéndole a Paula un respiro para que pudiera relajarse. Si todo iba bien por la parte médica, tendría que hablar con la niña para que tuviese consideración con las necesidades de su madre. Y también de su padre, claro. Mientras se ponía un par de mocasines con los que no hacía falta llevar calcetines, repasó mentalmente lo que le diría a la niña:
—Escúchame bien, pequeña. Tú y yo tenemos que llegar a un acuerdo. Deja que mamá descanse bien esta noche, y mañana te presentaré a mi perro. ¿Qué te parece, Spike? Un ladrido de aprobación.
—Pronto habrá aquí una serie de cambios, Spike. Me he hecho con una familia. Bueno, casi. Pau no quiere casarse conmigo, pero yo soy persistente y, tarde o temprano, acabará por decirme que sí.
Pedro se agachó para rascar a su peludo compañero detrás de las orejas.
—Vienen buenos tiempos, Spike. Incluso puede que tengamos un perrito para que tú lo eduques adecuadamente para la pequeña Oli. Tú eres un poco grande para ella.
El gruñido pudo haber sido de placer por sus caricias, pero le pareció notar un brillo de duda en los ojos marrones del perro.
—Llevas razón. Yo también soy grande. El truco consiste en ser delicado con ella. Así que nada de juego duro, ¿De acuerdo?
Spike asintió.
—Buen perro. Vamos; todavía es temprano para tu cena, pero te he traído un buen hueso de la carnicería para que te entretengas. Tiene mucha carne.
«Hueso» era la palabra mágica. Spike se animó y empezó a brincar, moviendo la cola de impaciencia. Pedro estaba tan impaciente como su perro y ambos bajaron deprisa las escaleras, riendo y ladrando. Una vez en la cocina, sacó el capricho sin más demora y Spike dió un gañido de aprobación y deleite, antes de retirarse con el hueso a un rincón. Tenía para horas de placer. Contento, miró su plato de agua recién lleno. Aquel hombre era, decididamente, el mejor amigo que se podía tener. Y hasta olía bien.
—Bueno, Spike. Me marcho. Deséame suerte.
Spike ladró satisfecho, toda vez que había recibido lo que tanto le gustaba.
—Perfecto, Spike. Esta noche puede ser la noche.
Paternidad Inesperada: Capítulo 26
—Eres la única mujer a la que he amado. La única persona a la que he amado, Pau —le dijo, con la voz ronca.
Y en el corazón de ella se levantó una barrera que no sabía que existía. La vida de Pedro no era muy distinta de la suya. Estaba solo en el mundo, sin familia a la hora de la verdad, y, aunque tuviese buenos amigos, eso no era igual que amar y ser amado. Sin pensar, sin razonar, todo el ser de ella se volcó hacia él, saliendo a su encuentro cuando él se inclinó para besarla. Y sus bocas se unieron. Pero, al estrecharla aún más Pedro, el desbordamiento de los sentidos de Paula retrocedió al comparecer una elemental prudencia.
—¡Pedro! —exclamó, arrancado su boca de la de él, tratando de apartarle la cabeza—. No puedo —y siguió, a borbotones, a medida que recuperaba el aliento—. El parto. Lo siento. No… Yo no… No quería…
—No estás recuperada todavía —interpretó él, apartándose desilusionado, pero menos alterado que ella. Le acarició suavemente la mejilla y le sonrió, con una sonrisa en la que la alegría se sobreponía al deseo—. No importa: ya es bastante saber que tú sientes lo mismo que yo, Pau.
—La semana que viene iré a revisión —se le escapó a ella, sin darse cuenta de que se estaba comprometiendo, implícitamente.
—No importa. Da igual cuánto tengamos que esperar. ¿Qué más da que sea una semana más, o un mes más? —la sonrisa era ahora de total felicidad—. Ya estoy loco de contento de pensar que tú me deseas tanto como yo a tí.
Y el corazón de Paula, que llevaba un rato como loco, se paré entonces un momento. ¿Qué era lo que acababa de hacer? Acababa de traicionarse, de hacerle una promesa… Pedro la estaba besando tiernamente en la frente.
—Te prometo que no iremos demasiado lejos hasta que el médico dé el visto bueno. Yo no te haría daño por nada del mundo, Pau.
Muy bien, lo de no ir demasiado lejos. Eso era lo mejor que podían hacer. Ir paso a paso, no precipitarse. Pedro le tomó la cara con las manos. La miraba con inquietud.
—¿Fue muy duro el parto, Pau? —le preguntó, con la voz llena de preocupación y de cariño.
Ella hizo una mueca.
—Había un reloj en la pared, y yo me decía que, si aguantaba un minutito más, estaría mucho más cerca de acabar la faena.
—Sí que lo has pasado mal —dijo Pedro, afectado por la sobria descripción—. Ojalá hubiese estado contigo.
—Ya ha pasado, Pedro. Ya tengo a Olivia, y ella, desde luego, representa para mí bastante más que el dolor de un día —y, deseando transmitirle la importancia que para ella tenía la hija de ambos, siguió—. Ella iba a ser mi mundo, y siempre será una parte fundamental de él. Si le haces daño a ella, me lo estarás haciendo a mí.
—Yo nunca le he hecho daño a un crío, Pau —replicó él, sintiéndose trastornado—. ¿Cómo se te ha podido ocurrir algo así? Ya sé que dije que los críos eran… —y se quedó dudando sobre las palabras.
—Algo aborrecible —concluyó ella, que se acordaba perfectamente.
—Bueno, y lo pueden llegar a ser —y se apresuró a explicarse—, pero, tal como lo veo ahora, creo que…la culpa es casi siempre de los padres. A los niños hay que darles principios y dejarles ciertas cosas claras, mostrar firmeza con ellos de vez en cuando, o se desorientan y se convierten en salvajes, y eso es malo para ellos y para todo el mundo.
Paula no iba a discutir eso. Estaba de acuerdo con él, aunque también ella necesitaba tener muy claro qué quería decir exactamente con la palabra «firmeza».
—Y de todos modos —siguió Pedro—, la pequeña Oli y yo nos llevamos muy bien. No pienses más en lo que dije entonces, Pau. Te aseguro que voy a ser mejor padre que la mayoría.
Hablaba con tal convicción, que ella dejó el asunto. Tampoco ella quería vivir esclavizada por los errores del pasado, y, ciertamente, ahora él mostraba una actitud muy distinta.
—Gracias por cuidarla tan bien esta noche, Pedro—le dijo, con una sonrisa.
Y él sonrió a su vez, aliviado de que su esfuerzo paternal sirviera para establecer mayor armonía entre Paula y él.
—He sido bien recompensado —contestó.
De nuevo la recompensa. Aquello no le sonó bien a ella. A Violeta podía parecerle un sistema muy práctico, pero ella no deseaba que fuera la base de su relación con Pedro. Quería que se ocupara de Charlotte porque era su hija, y porque la amaba, no porque fuera a ser recompensado con una sesión de sexo con la mujer que daba la casualidad que era la madre de Olivia. La cuestión siguió torturandola largo tiempo después de que él se despidiera esa noche. El amor no se basaba en la manipulación. El amor era, para ella, una búsqueda del otro y una expresión abierta y sincera de lo que cada uno sentía. Reducirlo a moneda de intercambio le parecía repugnante. No tenía duda ninguna de que la amaba. Todo lo que decía y hacía lo reflejaba. Pero si no pudiera llegar a querer a Olivia… Solo con planteárselo, era como si el corazón se le llenara de plomo. A su niña, a la hijita de los dos. Tenía que decírselo, tenía que dejarle muy claro lo que aquello significaba para ella. Si él la comprendía, ¿Serviría de algo? ¿Cambiaría en algo las cosas? La invadió un sentimiento de frustración. Era imposible obligar a alguien a que sintiera lo que no sentía. Ni todas las palabras del mundo podían lograr eso. Solo cabía esperar y ver.
—Esta noche es la noche, Spike —le dijo Pedro a su perro, que lo miraba afeitarse desde el pasillo del cuarto de baño. Spike se sentó y después apoyó la peluda cabeza sobre las patas delanteras y cerró los ojos. Llevaba oyendo esas mismas palabras todo el día. Era evidente que a su amo lo entusiasmaban, pero, como quiera que no había sucedido nada nuevo, no parecía haber motivo para responder hasta que algo pasara. Verlo afeitarse como cada tarde tampoco era ninguna novedad.
Y en el corazón de ella se levantó una barrera que no sabía que existía. La vida de Pedro no era muy distinta de la suya. Estaba solo en el mundo, sin familia a la hora de la verdad, y, aunque tuviese buenos amigos, eso no era igual que amar y ser amado. Sin pensar, sin razonar, todo el ser de ella se volcó hacia él, saliendo a su encuentro cuando él se inclinó para besarla. Y sus bocas se unieron. Pero, al estrecharla aún más Pedro, el desbordamiento de los sentidos de Paula retrocedió al comparecer una elemental prudencia.
—¡Pedro! —exclamó, arrancado su boca de la de él, tratando de apartarle la cabeza—. No puedo —y siguió, a borbotones, a medida que recuperaba el aliento—. El parto. Lo siento. No… Yo no… No quería…
—No estás recuperada todavía —interpretó él, apartándose desilusionado, pero menos alterado que ella. Le acarició suavemente la mejilla y le sonrió, con una sonrisa en la que la alegría se sobreponía al deseo—. No importa: ya es bastante saber que tú sientes lo mismo que yo, Pau.
—La semana que viene iré a revisión —se le escapó a ella, sin darse cuenta de que se estaba comprometiendo, implícitamente.
—No importa. Da igual cuánto tengamos que esperar. ¿Qué más da que sea una semana más, o un mes más? —la sonrisa era ahora de total felicidad—. Ya estoy loco de contento de pensar que tú me deseas tanto como yo a tí.
Y el corazón de Paula, que llevaba un rato como loco, se paré entonces un momento. ¿Qué era lo que acababa de hacer? Acababa de traicionarse, de hacerle una promesa… Pedro la estaba besando tiernamente en la frente.
—Te prometo que no iremos demasiado lejos hasta que el médico dé el visto bueno. Yo no te haría daño por nada del mundo, Pau.
Muy bien, lo de no ir demasiado lejos. Eso era lo mejor que podían hacer. Ir paso a paso, no precipitarse. Pedro le tomó la cara con las manos. La miraba con inquietud.
—¿Fue muy duro el parto, Pau? —le preguntó, con la voz llena de preocupación y de cariño.
Ella hizo una mueca.
—Había un reloj en la pared, y yo me decía que, si aguantaba un minutito más, estaría mucho más cerca de acabar la faena.
—Sí que lo has pasado mal —dijo Pedro, afectado por la sobria descripción—. Ojalá hubiese estado contigo.
—Ya ha pasado, Pedro. Ya tengo a Olivia, y ella, desde luego, representa para mí bastante más que el dolor de un día —y, deseando transmitirle la importancia que para ella tenía la hija de ambos, siguió—. Ella iba a ser mi mundo, y siempre será una parte fundamental de él. Si le haces daño a ella, me lo estarás haciendo a mí.
—Yo nunca le he hecho daño a un crío, Pau —replicó él, sintiéndose trastornado—. ¿Cómo se te ha podido ocurrir algo así? Ya sé que dije que los críos eran… —y se quedó dudando sobre las palabras.
—Algo aborrecible —concluyó ella, que se acordaba perfectamente.
—Bueno, y lo pueden llegar a ser —y se apresuró a explicarse—, pero, tal como lo veo ahora, creo que…la culpa es casi siempre de los padres. A los niños hay que darles principios y dejarles ciertas cosas claras, mostrar firmeza con ellos de vez en cuando, o se desorientan y se convierten en salvajes, y eso es malo para ellos y para todo el mundo.
Paula no iba a discutir eso. Estaba de acuerdo con él, aunque también ella necesitaba tener muy claro qué quería decir exactamente con la palabra «firmeza».
—Y de todos modos —siguió Pedro—, la pequeña Oli y yo nos llevamos muy bien. No pienses más en lo que dije entonces, Pau. Te aseguro que voy a ser mejor padre que la mayoría.
Hablaba con tal convicción, que ella dejó el asunto. Tampoco ella quería vivir esclavizada por los errores del pasado, y, ciertamente, ahora él mostraba una actitud muy distinta.
—Gracias por cuidarla tan bien esta noche, Pedro—le dijo, con una sonrisa.
Y él sonrió a su vez, aliviado de que su esfuerzo paternal sirviera para establecer mayor armonía entre Paula y él.
—He sido bien recompensado —contestó.
De nuevo la recompensa. Aquello no le sonó bien a ella. A Violeta podía parecerle un sistema muy práctico, pero ella no deseaba que fuera la base de su relación con Pedro. Quería que se ocupara de Charlotte porque era su hija, y porque la amaba, no porque fuera a ser recompensado con una sesión de sexo con la mujer que daba la casualidad que era la madre de Olivia. La cuestión siguió torturandola largo tiempo después de que él se despidiera esa noche. El amor no se basaba en la manipulación. El amor era, para ella, una búsqueda del otro y una expresión abierta y sincera de lo que cada uno sentía. Reducirlo a moneda de intercambio le parecía repugnante. No tenía duda ninguna de que la amaba. Todo lo que decía y hacía lo reflejaba. Pero si no pudiera llegar a querer a Olivia… Solo con planteárselo, era como si el corazón se le llenara de plomo. A su niña, a la hijita de los dos. Tenía que decírselo, tenía que dejarle muy claro lo que aquello significaba para ella. Si él la comprendía, ¿Serviría de algo? ¿Cambiaría en algo las cosas? La invadió un sentimiento de frustración. Era imposible obligar a alguien a que sintiera lo que no sentía. Ni todas las palabras del mundo podían lograr eso. Solo cabía esperar y ver.
—Esta noche es la noche, Spike —le dijo Pedro a su perro, que lo miraba afeitarse desde el pasillo del cuarto de baño. Spike se sentó y después apoyó la peluda cabeza sobre las patas delanteras y cerró los ojos. Llevaba oyendo esas mismas palabras todo el día. Era evidente que a su amo lo entusiasmaban, pero, como quiera que no había sucedido nada nuevo, no parecía haber motivo para responder hasta que algo pasara. Verlo afeitarse como cada tarde tampoco era ninguna novedad.
Paternidad Inesperada: Capítulo 25
—Será algo instintivo —concluyó él.
—¿Y cómo es que la has sacado del moisés? —le preguntó, más o menos tranquila, al ver que el pañal parecía estar perfectamente colocado.
Porque lo que desde luego no esperaba ella era que él se molestara en hacer más de lo estrictamente necesario con la mano.
—Verás —empezó él, e hizo una mueca—. Una de las canciones no le hizo gracia, y empezó a protestar. A gritos. Yo traté de decirle que siguiera escuchando un poco más, pero no me hizo ni caso hasta que la levanté.
—¿Y entonces se quedó dormida encima de tí?
—Quizá me haya puesto demasiado técnico al explicarle las canciones — dijo, con un suspiro de resignación—. O sería demasiado larga la explicación. La verdad es que es pequeñita.
Paula se echó a reír, sin poderlo remediar. Al parecer, Pedro no tenía ni idea de cómo relacionarse con un bebé. Primero, era «la cría», así, sin nombre propio. Luego había llegado por sí mismo a la conclusión de que a lo que más se parecía era a un perrito, y se la podía tranquilizar cuando lloraba, igual que a cualquier cachorro. Pero el colmo era eso de explicarle por qué debía apreciar las canciones de los Beatles, como si fuera un adulto. Pero, ¿cómo se le ocurría que un bebé de una semana le iba a entender?
—¿De qué te ríes? —le preguntó él, auténticamente intrigado.
Ella sacudió la cabeza, atajando las carcajadas.
—Alivio histérico —le dijo, dispuesta a no obstaculizar ninguno de los intentos que él emprendiera para reconciliarse con una situación tan novedosa—. Estaba un poco nerviosa al haberte abandonado en una de las situaciones menos gratas del cuidado de un bebé.
—Ah, eso —contestó él, alzándose de hombros—. No es peor que decapar un mueble.
Y, mientras doblaba el periódico para dejarlo a un lado, Paula volvió a luchar con unas enormes ganas de reír. Vaya parecidos que encontraba Pedro. Claro que, si a él le servían, lejos de ella el burlarse o ponerle objeciones. Libre del periódico, le puso una mano sobre los hombros y la nuca a Olivia, y la otra bajo el trasero, y se echó suavemente hacia delante, desprendiendo a la niña de su camisa.
—Y ahora tú te acuestas, pequeña Oli—le dijo, en un cuchicheo, mientras la depositaba suavemente en el moisés—, porque ahora le toca a tu mamá.
—¿Qué le toca a mamá? —preguntó Paula, fascinada por el comportamiento de él.
Pero si hasta llamaba a la niña por su nombre. Una vez acostada la niña, se había puesto en pie, y estaba ahora mirándola, con una expresión inequívocamente pícara.
—Que la abracen —le aclaró, dando un paso hacia ella con intenciones evidentes. Así que venía a reclamar su recompensa.
Paula se puso automáticamente en guardia y levantó una mano para que él se detuviera.
—Yo no soy un bebé, Pedro. Soy una mujer.
—Ya lo sé —contestó él, ardientemente, tomándole una mano, que puso sobre su propio hombro, mientras deslizaba su brazo por la cintura—. Y está sonando la música. Vamos a bailar.
Una vez el cuerpo de Paula entró en contacto con el de él, ya no quiso apartarse. Y además, trató de racionalizar, bailar no era demasiado peligroso, era una cosa que la gente hacía en público, incluso con desconocidos. Solo que ella sabía perfectamente que Pedro bailaba maravillosamente, sensualmente, y que estaba jugando con fuego. Ya se sentía arder, antes incluso de que él la estrechara más.
—Me hace falta estrecharte —murmuró, con los labios pegados a la oreja de Paula.
Y el rastro del dolor que se percibía en su voz despertó un eco dentro de ella, removió su propia necesidad de ser abrazada, de sentir su peso, su fuerza, su calor, su pura masculinidad.
—Ha pasado tantísimo tiempo —la voz de Pedro era como un gemido mientras sus manos se deslizaban por la espalda de ella, descubriendo de nuevo sus curvas y demorándose en el roce de la seda contra la carne.
Sí, tantísimo tiempo. También ella habría querido quejarse, expresar su añoranza, y, cerrando los ojos al futuro, aprovechar el momento presente, mientras durara. ¿Cómo podía ser eso tan malo, cuando ella se sentía tan bien en los brazos de él? Claro que, si era lo mejor para ambos, seguiría siéndolo al día siguiente, se dijo, y el de después, y así todos los días que les deparase el futuro. Mientras se mecían al compás de la música, sucumbió a la tentación y rodeó el cuello de Pedro con sus brazos, comprimiendo con sus pechos los fuertes pectorales de él, y gozando de la clara respuesta de su musculatura. De inmediato tomó aire y luego lo fue soltando muy poco a poco. Era una provocación por su parte, y se daba cuenta, pero no le importaba. Llevaba demasiado tiempo separada de él, demasiado tiempo sintiéndose viva solo a medias. Cada roce con el cuerpo de Pedro evocaba una nota en el suyo, que se alegraba al apreciar la presión de sus muslos, y agradecía el reconocimiento de sus manos. Al percibir su erección, se despertó en ella una excitación similar, provocándole una flojedad que le recordó que no estaba preparada para eso. Y entonces cruzó por su mente un pensamiento que la hizo detenerse.
—Pedro…
—Es una respuesta natural —trató de tranquilizarla.
—Pedro, ¿Has estado con otras mujeres?
Él buscó directamente sus ojos para contestarle.
—No desde que tú estuviste conmigo, Pau. No estoy interesado en ninguna otra mujer.
—Oh —Paula se ruborizó ante su sinceridad, unida a la claridad del deseo que emanaba de él, trastornándola.
—¿Y cómo es que la has sacado del moisés? —le preguntó, más o menos tranquila, al ver que el pañal parecía estar perfectamente colocado.
Porque lo que desde luego no esperaba ella era que él se molestara en hacer más de lo estrictamente necesario con la mano.
—Verás —empezó él, e hizo una mueca—. Una de las canciones no le hizo gracia, y empezó a protestar. A gritos. Yo traté de decirle que siguiera escuchando un poco más, pero no me hizo ni caso hasta que la levanté.
—¿Y entonces se quedó dormida encima de tí?
—Quizá me haya puesto demasiado técnico al explicarle las canciones — dijo, con un suspiro de resignación—. O sería demasiado larga la explicación. La verdad es que es pequeñita.
Paula se echó a reír, sin poderlo remediar. Al parecer, Pedro no tenía ni idea de cómo relacionarse con un bebé. Primero, era «la cría», así, sin nombre propio. Luego había llegado por sí mismo a la conclusión de que a lo que más se parecía era a un perrito, y se la podía tranquilizar cuando lloraba, igual que a cualquier cachorro. Pero el colmo era eso de explicarle por qué debía apreciar las canciones de los Beatles, como si fuera un adulto. Pero, ¿cómo se le ocurría que un bebé de una semana le iba a entender?
—¿De qué te ríes? —le preguntó él, auténticamente intrigado.
Ella sacudió la cabeza, atajando las carcajadas.
—Alivio histérico —le dijo, dispuesta a no obstaculizar ninguno de los intentos que él emprendiera para reconciliarse con una situación tan novedosa—. Estaba un poco nerviosa al haberte abandonado en una de las situaciones menos gratas del cuidado de un bebé.
—Ah, eso —contestó él, alzándose de hombros—. No es peor que decapar un mueble.
Y, mientras doblaba el periódico para dejarlo a un lado, Paula volvió a luchar con unas enormes ganas de reír. Vaya parecidos que encontraba Pedro. Claro que, si a él le servían, lejos de ella el burlarse o ponerle objeciones. Libre del periódico, le puso una mano sobre los hombros y la nuca a Olivia, y la otra bajo el trasero, y se echó suavemente hacia delante, desprendiendo a la niña de su camisa.
—Y ahora tú te acuestas, pequeña Oli—le dijo, en un cuchicheo, mientras la depositaba suavemente en el moisés—, porque ahora le toca a tu mamá.
—¿Qué le toca a mamá? —preguntó Paula, fascinada por el comportamiento de él.
Pero si hasta llamaba a la niña por su nombre. Una vez acostada la niña, se había puesto en pie, y estaba ahora mirándola, con una expresión inequívocamente pícara.
—Que la abracen —le aclaró, dando un paso hacia ella con intenciones evidentes. Así que venía a reclamar su recompensa.
Paula se puso automáticamente en guardia y levantó una mano para que él se detuviera.
—Yo no soy un bebé, Pedro. Soy una mujer.
—Ya lo sé —contestó él, ardientemente, tomándole una mano, que puso sobre su propio hombro, mientras deslizaba su brazo por la cintura—. Y está sonando la música. Vamos a bailar.
Una vez el cuerpo de Paula entró en contacto con el de él, ya no quiso apartarse. Y además, trató de racionalizar, bailar no era demasiado peligroso, era una cosa que la gente hacía en público, incluso con desconocidos. Solo que ella sabía perfectamente que Pedro bailaba maravillosamente, sensualmente, y que estaba jugando con fuego. Ya se sentía arder, antes incluso de que él la estrechara más.
—Me hace falta estrecharte —murmuró, con los labios pegados a la oreja de Paula.
Y el rastro del dolor que se percibía en su voz despertó un eco dentro de ella, removió su propia necesidad de ser abrazada, de sentir su peso, su fuerza, su calor, su pura masculinidad.
—Ha pasado tantísimo tiempo —la voz de Pedro era como un gemido mientras sus manos se deslizaban por la espalda de ella, descubriendo de nuevo sus curvas y demorándose en el roce de la seda contra la carne.
Sí, tantísimo tiempo. También ella habría querido quejarse, expresar su añoranza, y, cerrando los ojos al futuro, aprovechar el momento presente, mientras durara. ¿Cómo podía ser eso tan malo, cuando ella se sentía tan bien en los brazos de él? Claro que, si era lo mejor para ambos, seguiría siéndolo al día siguiente, se dijo, y el de después, y así todos los días que les deparase el futuro. Mientras se mecían al compás de la música, sucumbió a la tentación y rodeó el cuello de Pedro con sus brazos, comprimiendo con sus pechos los fuertes pectorales de él, y gozando de la clara respuesta de su musculatura. De inmediato tomó aire y luego lo fue soltando muy poco a poco. Era una provocación por su parte, y se daba cuenta, pero no le importaba. Llevaba demasiado tiempo separada de él, demasiado tiempo sintiéndose viva solo a medias. Cada roce con el cuerpo de Pedro evocaba una nota en el suyo, que se alegraba al apreciar la presión de sus muslos, y agradecía el reconocimiento de sus manos. Al percibir su erección, se despertó en ella una excitación similar, provocándole una flojedad que le recordó que no estaba preparada para eso. Y entonces cruzó por su mente un pensamiento que la hizo detenerse.
—Pedro…
—Es una respuesta natural —trató de tranquilizarla.
—Pedro, ¿Has estado con otras mujeres?
Él buscó directamente sus ojos para contestarle.
—No desde que tú estuviste conmigo, Pau. No estoy interesado en ninguna otra mujer.
—Oh —Paula se ruborizó ante su sinceridad, unida a la claridad del deseo que emanaba de él, trastornándola.
martes, 27 de junio de 2017
Paternidad Inesperada: Capítulo 24
—Nos pondremos con ello mañana desde primera hora —le aseguró Paula a Juliana Hardwick por enésima vez, y tuvo que hacer un esfuerzo para no darle con la puerta en las narices.
—No tienes por qué preocuparte, Juliana —intervino en ese momento Violeta, siempre oportuna—. Yo misma te acercaré mañana el vestido, a última hora de la tarde. Estarás perfecta el día de la boda.
—A ti no te parece que he perdido demasiado peso, ¿Verdad? —le preguntó la joven, preocupada.
«Más retraso», se dijo Paula, exasperada, que estaba deseando regresar con Pedro y Olivia. Estaba claro que, de un modo u otro, él se las había arreglado, puesto que no había ido a pedir ayuda, salvo que lo que le impidiera pedirla fuera solo su orgullo. No las tenía todas consigo. Entre tanto, Violeta apaciguaba y halagaba a Juliana, que, finalmente, se dió por satisfecha, les deseó buenas noches y se marchó. Pero, en cuanto se hubo cerrado la puerta, Violeta agarró a Paula del brazo, impidiéndole salir corriendo, como era su intención. Los ojos le brillaban de curiosidad.
—¿Buena actitud? —le preguntó, señalando con la cabeza hacia la vivienda de Paula.
—Se ha ofrecido él a cuidar de Olivia. No tuve que pedírselo.
—¡Estupenda actitud!
—Me ha dicho que había estado practicando el cambiar pañales —las palabras de Paula rezumaban incredulidad todavía.
—¡Fantástica actitud!
—Y Olivia estaba a punto de ensuciarse cuando los dejé.
Violeta rió de satisfacción.
—Esto va a ser una prueba definitiva.
Pero a Paula le preocupaba demasiado el resultado para verle la gracia.
—Me tengo que ir —dijo, soltándose de la mano de Violeta—. Mañana a primera hora vendré por el vestido.
—Que no se te olvide la recompensa —le gritó Violeta mientras se alejaba, y luego se puso a canturrear su melodía favorita, la Marcha nupcial de Mendelssohn.
Lo cual, para Paula, era mucho anticiparse. Aun suponiendo que Pedro hubiera salido con bien de la prueba de esa noche, no era más que un primer paso en la dirección adecuada. Por mucho que ella deseara darle el aprobado, no podía cegarse ante las consecuencias de una equivocación en ese terreno. Estaba muy nerviosa al poner la mano en el pica porte de la puerta de su apartamento, y se detuvo un momento para serenarse. Le había pedido que confiara en él, y, por el momento, ella debía comportarse como si todo fuera a la perfección. Y, además, convenía que estuviera ahora muy pendiente de él, de su talante. Quizá él tratara de disimular el mal trago que había pasado para quedar bien con ella, pero su verdadera actitud hacia la niña terminaría por emerger, y debía detectarla cuanto antes.
Por fin abrió la puerta, con delicadeza, atenta a cualquier ruido: lloriqueos de Olivia, palabrotas por parte de Pedro, o cualquier otra expresión de sus opiniones acerca de la infancia en general y su actual situación en concreto. Música. No se oía más que música, a un volumen muy razonable. Era una canción de los Beatles. No era exactamente una canción de cuna: habría que haber prescindido de Ringo y de la batería, para empezar, para que pudiera servir de nana. Sí, a Pedro le gustaban mucho los Beatles, pero, ¿Y a Olivia? Se asomó muy cuidadosamente a la puerta, para hacerse una idea de lo que tendría que afrontar. Pedro estaba repantigado en el sillón de bambú más alejado de la ventana, mirando hacia la puerta, pero no podía verla, ya que las enormes páginas del Herald le tapaban la cara. Lo único visible era su pelo. El moisés de Olivia estaba en el suelo, entre el sillón de él y el sofá. No podía ver a la niña, pero, evidentemente, debía de estar dormida, porque no se la oía. Retrocedió silenciosamente hacia la cocina y comprobó que, en efecto, la había dejado recogida, como dijo. Una oleada de tranquilidad la invadió. La relajada postura de Pedro, el silencio de la niña, el que le hubiera dado tiempo de hacer todas las tareas, la palpable evidencia de control por su parte… No tenía motivo alguno para seguir preocupada. E, inmediatamente, lo que sintió fue sorpresa y una gran curiosidad. Desde luego, la confianza mostrada por él en su propia capacidad estaba más que justificada, pero ahora ardía en deseos de saber cómo se las había arreglado. Entró andando muy despacito, y, al acercarse al moisés y descubrir que estaba vacío, se detuvo, alarmada.
—¿Qué has hecho con Olivia? —exclamó, sin poderlo remediar, y en un tono sobresaltado.
Al instante, el Herald se dobló por la mitad, dejando ver el rostro sonriente de Pedro.
—Qué bien —dijo él, con sorpresa y agrado—. Ya estás de vuelta. ¿Qué tal ha ido todo?
—Pedro, ¿dónde está Olivia? —repitió ella, conteniéndose para no saltar sobre él y obligarlo a confesar…
—Aquí mismo —contestó Pedro, tan feliz, y doblando la totalidad del periódico sobre sus rodillas, para que ella pudiera ver—. Mírala, como un perrito —dijo, sonriendo al bebé, que dormía agarrado con ambos puñitos a su camisa, sin más apoyo, como no pudo evitar observar su madre.
—¿Un perrito? —repitió Paula, atontada por la brusca sustitución de la alarma por alivio.
—Ya sabes cómo se cuelgan los cachorritos de su madre, se le pegan como garrapatas. Y, si ella se marcha, se agarran unos a otros, forman una pelota —le explicó, muy contento—. Deben de buscar el calorcito, o quizá el latido del corazón de otro.
—Ah, sí —dijo ella, exhausta por el combate que tenía que librar consigo misma para no precipitarse sobre Pedro y arrancar a Olivia de su pecho.
Tenía que repetirse una y otra vez que sin duda los brazos de él pararían a la niña, si ella fuera a caerse. Y que, además, él estaba recostado hacia atrás, lo que aún hacía más difícil que el bebé rodara hasta el suelo. Por otra parte, Pedro adoraba los perros, por lo que no era nada malo, sino todo lo contrario, que comparase a Olivia con un cachorrito. En realidad, era una excelente señal. Señal de que se estaba encariñando.
—No tienes por qué preocuparte, Juliana —intervino en ese momento Violeta, siempre oportuna—. Yo misma te acercaré mañana el vestido, a última hora de la tarde. Estarás perfecta el día de la boda.
—A ti no te parece que he perdido demasiado peso, ¿Verdad? —le preguntó la joven, preocupada.
«Más retraso», se dijo Paula, exasperada, que estaba deseando regresar con Pedro y Olivia. Estaba claro que, de un modo u otro, él se las había arreglado, puesto que no había ido a pedir ayuda, salvo que lo que le impidiera pedirla fuera solo su orgullo. No las tenía todas consigo. Entre tanto, Violeta apaciguaba y halagaba a Juliana, que, finalmente, se dió por satisfecha, les deseó buenas noches y se marchó. Pero, en cuanto se hubo cerrado la puerta, Violeta agarró a Paula del brazo, impidiéndole salir corriendo, como era su intención. Los ojos le brillaban de curiosidad.
—¿Buena actitud? —le preguntó, señalando con la cabeza hacia la vivienda de Paula.
—Se ha ofrecido él a cuidar de Olivia. No tuve que pedírselo.
—¡Estupenda actitud!
—Me ha dicho que había estado practicando el cambiar pañales —las palabras de Paula rezumaban incredulidad todavía.
—¡Fantástica actitud!
—Y Olivia estaba a punto de ensuciarse cuando los dejé.
Violeta rió de satisfacción.
—Esto va a ser una prueba definitiva.
Pero a Paula le preocupaba demasiado el resultado para verle la gracia.
—Me tengo que ir —dijo, soltándose de la mano de Violeta—. Mañana a primera hora vendré por el vestido.
—Que no se te olvide la recompensa —le gritó Violeta mientras se alejaba, y luego se puso a canturrear su melodía favorita, la Marcha nupcial de Mendelssohn.
Lo cual, para Paula, era mucho anticiparse. Aun suponiendo que Pedro hubiera salido con bien de la prueba de esa noche, no era más que un primer paso en la dirección adecuada. Por mucho que ella deseara darle el aprobado, no podía cegarse ante las consecuencias de una equivocación en ese terreno. Estaba muy nerviosa al poner la mano en el pica porte de la puerta de su apartamento, y se detuvo un momento para serenarse. Le había pedido que confiara en él, y, por el momento, ella debía comportarse como si todo fuera a la perfección. Y, además, convenía que estuviera ahora muy pendiente de él, de su talante. Quizá él tratara de disimular el mal trago que había pasado para quedar bien con ella, pero su verdadera actitud hacia la niña terminaría por emerger, y debía detectarla cuanto antes.
Por fin abrió la puerta, con delicadeza, atenta a cualquier ruido: lloriqueos de Olivia, palabrotas por parte de Pedro, o cualquier otra expresión de sus opiniones acerca de la infancia en general y su actual situación en concreto. Música. No se oía más que música, a un volumen muy razonable. Era una canción de los Beatles. No era exactamente una canción de cuna: habría que haber prescindido de Ringo y de la batería, para empezar, para que pudiera servir de nana. Sí, a Pedro le gustaban mucho los Beatles, pero, ¿Y a Olivia? Se asomó muy cuidadosamente a la puerta, para hacerse una idea de lo que tendría que afrontar. Pedro estaba repantigado en el sillón de bambú más alejado de la ventana, mirando hacia la puerta, pero no podía verla, ya que las enormes páginas del Herald le tapaban la cara. Lo único visible era su pelo. El moisés de Olivia estaba en el suelo, entre el sillón de él y el sofá. No podía ver a la niña, pero, evidentemente, debía de estar dormida, porque no se la oía. Retrocedió silenciosamente hacia la cocina y comprobó que, en efecto, la había dejado recogida, como dijo. Una oleada de tranquilidad la invadió. La relajada postura de Pedro, el silencio de la niña, el que le hubiera dado tiempo de hacer todas las tareas, la palpable evidencia de control por su parte… No tenía motivo alguno para seguir preocupada. E, inmediatamente, lo que sintió fue sorpresa y una gran curiosidad. Desde luego, la confianza mostrada por él en su propia capacidad estaba más que justificada, pero ahora ardía en deseos de saber cómo se las había arreglado. Entró andando muy despacito, y, al acercarse al moisés y descubrir que estaba vacío, se detuvo, alarmada.
—¿Qué has hecho con Olivia? —exclamó, sin poderlo remediar, y en un tono sobresaltado.
Al instante, el Herald se dobló por la mitad, dejando ver el rostro sonriente de Pedro.
—Qué bien —dijo él, con sorpresa y agrado—. Ya estás de vuelta. ¿Qué tal ha ido todo?
—Pedro, ¿dónde está Olivia? —repitió ella, conteniéndose para no saltar sobre él y obligarlo a confesar…
—Aquí mismo —contestó Pedro, tan feliz, y doblando la totalidad del periódico sobre sus rodillas, para que ella pudiera ver—. Mírala, como un perrito —dijo, sonriendo al bebé, que dormía agarrado con ambos puñitos a su camisa, sin más apoyo, como no pudo evitar observar su madre.
—¿Un perrito? —repitió Paula, atontada por la brusca sustitución de la alarma por alivio.
—Ya sabes cómo se cuelgan los cachorritos de su madre, se le pegan como garrapatas. Y, si ella se marcha, se agarran unos a otros, forman una pelota —le explicó, muy contento—. Deben de buscar el calorcito, o quizá el latido del corazón de otro.
—Ah, sí —dijo ella, exhausta por el combate que tenía que librar consigo misma para no precipitarse sobre Pedro y arrancar a Olivia de su pecho.
Tenía que repetirse una y otra vez que sin duda los brazos de él pararían a la niña, si ella fuera a caerse. Y que, además, él estaba recostado hacia atrás, lo que aún hacía más difícil que el bebé rodara hasta el suelo. Por otra parte, Pedro adoraba los perros, por lo que no era nada malo, sino todo lo contrario, que comparase a Olivia con un cachorrito. En realidad, era una excelente señal. Señal de que se estaba encariñando.
Paternidad Inesperada: Capítulo 23
Valientemente, retiró la parte anterior del pañal. La fuente de aquel olor se manifestó entonces en todo su pringoso horror amarillo verdoso.
—¡Puaj! No me extraña que te quisieras deshacer de esto.
Un gorjeo de la niña pareció venir a darle la razón. A toda prisa, pero con cuidado, Pedro retiró la celulosa y la enterró en un montón de pañuelos de papel, y luego comenzó a limpiarle el culito a la niña, que estaba pringado por completo. Se dijo que aquellos pañuelos eran un gran invento, pero se alegraba de haber tenido la precaución de hacerse con la esponja y la toalla, para poder limpiar adecuadamente hasta el último resto de esa porquería. El asalto a sus nervios olfativos había disminuido al acostumbrarse al hedor. O tal vez éste se hubiera disipado. De una u otra forma, pasado un tiempo, no resultaba tan repugnante. No era que fuera una tarea demasiado grata, pero tampoco lo era usar un decapante, por ejemplo, y era algo inherente a su trabajo con los muebles. Por otra parte, ahora empezaba a entender mejor la manía casi obsesiva que los padres tenían con que los niños dejaran de usar pañales. Tras aquello había una buena razón. La obsesión estaba bastante justificada. Comprendía lo importante que se volvía ese paso para quienes tenían que afrontar esta situación a diario, y decidió mostrarse más comprensivo en adelante con las discusiones sobre entrenamiento de esfínteres.
—Ya estás —le dijo a la niña, cuando logró la pulcritud absoluta.
Deslizó bajo el nacarado culito un pañal limpio, y lo colocó con precisión de veterano. Una rociadita de aceite para niños, un golpecito de polvos de talco, y todo fue suavidad y delicadeza. Al separar con cuidado las piernecitas para colocar la parte de delante del pañal, se vió de pronto sacudido por la irrefutable evidencia de que estaba contemplando directamente territorio desconocido. El crío de Rodrigo estaba dotado con un equipo identificable: un chico era un chico. Aquí, en cambio, había… una niña. Pestañeó. Había algo raro, y le llevó un par de segundos darse cuenta de que nunca había visto cómo eran las niñas antes de la pubertad. No tenía hermanas ni primas. Desde los siete años, había ido interno a un colegio de niños, y nunca había tenido ocasión de contemplar así la anatomía de una niña. No era que se transformase mucho con el paso del tiempo, se dijo, pero, evidentemente algo lo disfrazaba. Aquello, en cambio, estaba tan… despejado. Le produjo una sensación muy curiosa: una extremada ternura, mezclada con una inflexible resolución de protegerla. Una niña. Una hija… Sacudió desconcertado la cabeza. ¿Con que aquello era lo que singularizaba la relación padre-hija? Qué vulnerable parecía una niña. Necesitaba un padre que la protegiera de los chicos malos. Las madres eran algo estupendo, mejor dicho, irreemplazable, se dijo al recordar la maravillosa imagen de Paula dándole de mamar, que seguía fresca en su memoria. Pero estaba claro que los padres también jugaban un papel importante en el cuidado de los niños pequeños.
—No te preocupes, pequeña Oli—le dijo, mientras la cubría cuidadosamente con el pañal y aseguraba sus lengüetas—. Para acercarse, cualquier chico malo tendrá que pasar primero por mí, y te aseguro que le va a costar.
La niña hizo un sonido oclusivo con la boquita.
—Me estás mandando un besito, ¿Eh? —Pedro sonrió mientras le estiraba el pijama hasta los pies y le abrochaba los corchetes—. Ya estás limpia y cómoda. ¿Otro besito? —luego le hizo cosquillas en la barriguita, e imitó la explosión de un sonoro beso.
La niña lo miraba fascinada, con los ojos abiertos de par en par. Pedro lo repitió una vez más, y finalmente obtuvo la réplica que deseaba.
—¡Esta es mi niña! —exclamó.
Y, de repente, prestó atención, con sobresalto, a la mimosa blandenguería de su voz, y se quedó consternado de lo pronto que había sucumbido a esa ñoñería. Era una experiencia esclarecedora. Ni en sus peores pesadillas se había imaginado cayendo en tamaña serie de bobadas. Examinó a la niña con suma suspicacia. Ahí había un poder al que tenía que hacerle frente. Ningún crío lo iba a convertir en un tonto baboso. ¡No señor! Él era el dueño de su propio comportamiento.
—Vuelve a tu moisés, niña —ordenó, tomando en brazos la pequeña bomba de espoleta retardada y llevándola al pequeño habitáculo que le correspondía, en el que no podía sufrir daño ni causarlo a los demás.
—Un lugar para cada cosa y cada cosa en su sitio —recitó con firmeza, sin hacer caso del quejido de protesta que se elevó mientras él recogía las cosas del cambiador.
El quejido continuó mientras ordenaba el dormitorio y llevaba luego el moisés al salón. Todavía le esperaban los platos sucios en la cocina. La niña seguía pidiendo más atención. Se dió cuenta del conflicto de intereses, y decidió dejar las cosas claras.
—Escúchame bien, niña —le dijo a Olivia, alzando un dedo en severo ademán paternal—: tú y yo tenemos que llegar a un acuerdo.
Aquello le hizo efecto; dejó de quejarse y le prestó a Pedro toda su atención.
—Las relaciones humanas funcionan mejor si las personas se muestran consideradas unas con otras. No voy a dejar que cuando tu madre vuelva se encuentre los platos sucios en la pila. Tú ya has tenido tu parte de atención; ahora le toca a tu madre, así que deja de ser egoísta.
Otra pedorreta. Pedro blandió su dedo:
—Basta ya de insolencias, señorita. Pondré un poco de música y la podremos escuchar juntos mientras trabajo. Eso es todo. Tu padre ha hablado.
Un satisfactorio silencio sucedió a aquella pequeña homilía. Pedro tarareó, satisfecho de sí mismo, mientras buscaba entre la colección de Paula un álbum recopilatorio de los Beatles, y lo ponía en el tocadiscos. Se dijo a sí mismo que el truco consistía en una educación adecuada e instrucciones correctas. Bajó el volumen del aparato, en consideración a los delicados tímpanos infantiles, y dió comienzo a la educación musical de la pequeña Oli.
—¿Qué te parece, pequeñaja?—preguntó camino de la cocina. No obtuvo respuesta.
Olivia estaba completamente embebida con la nueva experiencia y él se felicitó: ya sabía cómo manejar a los bebés. Los críos podían arrebatarles las riendas a sus mayores en cuestión de poquísimo tiempo. Sí, parecían desvalidos, y eran muy monos, pero se volvían fieros tiranos si se les daba rienda suelta. Había que mantener las cosas en su debida proporción. Era necesario que hubiese respeto, disciplina y saber dónde estaban los límites. Y eso era bastante sencillo de hacer, a poco que uno captara de qué iba el juego del poder. Como decía el viejo refrán, la mano que mece la cuna es la mano que dirige el mundo. Y quien quiera que permitiese al niño dirigir las cosas desde la cuna, estaría metiéndose en graves problemas.
—¡Puaj! No me extraña que te quisieras deshacer de esto.
Un gorjeo de la niña pareció venir a darle la razón. A toda prisa, pero con cuidado, Pedro retiró la celulosa y la enterró en un montón de pañuelos de papel, y luego comenzó a limpiarle el culito a la niña, que estaba pringado por completo. Se dijo que aquellos pañuelos eran un gran invento, pero se alegraba de haber tenido la precaución de hacerse con la esponja y la toalla, para poder limpiar adecuadamente hasta el último resto de esa porquería. El asalto a sus nervios olfativos había disminuido al acostumbrarse al hedor. O tal vez éste se hubiera disipado. De una u otra forma, pasado un tiempo, no resultaba tan repugnante. No era que fuera una tarea demasiado grata, pero tampoco lo era usar un decapante, por ejemplo, y era algo inherente a su trabajo con los muebles. Por otra parte, ahora empezaba a entender mejor la manía casi obsesiva que los padres tenían con que los niños dejaran de usar pañales. Tras aquello había una buena razón. La obsesión estaba bastante justificada. Comprendía lo importante que se volvía ese paso para quienes tenían que afrontar esta situación a diario, y decidió mostrarse más comprensivo en adelante con las discusiones sobre entrenamiento de esfínteres.
—Ya estás —le dijo a la niña, cuando logró la pulcritud absoluta.
Deslizó bajo el nacarado culito un pañal limpio, y lo colocó con precisión de veterano. Una rociadita de aceite para niños, un golpecito de polvos de talco, y todo fue suavidad y delicadeza. Al separar con cuidado las piernecitas para colocar la parte de delante del pañal, se vió de pronto sacudido por la irrefutable evidencia de que estaba contemplando directamente territorio desconocido. El crío de Rodrigo estaba dotado con un equipo identificable: un chico era un chico. Aquí, en cambio, había… una niña. Pestañeó. Había algo raro, y le llevó un par de segundos darse cuenta de que nunca había visto cómo eran las niñas antes de la pubertad. No tenía hermanas ni primas. Desde los siete años, había ido interno a un colegio de niños, y nunca había tenido ocasión de contemplar así la anatomía de una niña. No era que se transformase mucho con el paso del tiempo, se dijo, pero, evidentemente algo lo disfrazaba. Aquello, en cambio, estaba tan… despejado. Le produjo una sensación muy curiosa: una extremada ternura, mezclada con una inflexible resolución de protegerla. Una niña. Una hija… Sacudió desconcertado la cabeza. ¿Con que aquello era lo que singularizaba la relación padre-hija? Qué vulnerable parecía una niña. Necesitaba un padre que la protegiera de los chicos malos. Las madres eran algo estupendo, mejor dicho, irreemplazable, se dijo al recordar la maravillosa imagen de Paula dándole de mamar, que seguía fresca en su memoria. Pero estaba claro que los padres también jugaban un papel importante en el cuidado de los niños pequeños.
—No te preocupes, pequeña Oli—le dijo, mientras la cubría cuidadosamente con el pañal y aseguraba sus lengüetas—. Para acercarse, cualquier chico malo tendrá que pasar primero por mí, y te aseguro que le va a costar.
La niña hizo un sonido oclusivo con la boquita.
—Me estás mandando un besito, ¿Eh? —Pedro sonrió mientras le estiraba el pijama hasta los pies y le abrochaba los corchetes—. Ya estás limpia y cómoda. ¿Otro besito? —luego le hizo cosquillas en la barriguita, e imitó la explosión de un sonoro beso.
La niña lo miraba fascinada, con los ojos abiertos de par en par. Pedro lo repitió una vez más, y finalmente obtuvo la réplica que deseaba.
—¡Esta es mi niña! —exclamó.
Y, de repente, prestó atención, con sobresalto, a la mimosa blandenguería de su voz, y se quedó consternado de lo pronto que había sucumbido a esa ñoñería. Era una experiencia esclarecedora. Ni en sus peores pesadillas se había imaginado cayendo en tamaña serie de bobadas. Examinó a la niña con suma suspicacia. Ahí había un poder al que tenía que hacerle frente. Ningún crío lo iba a convertir en un tonto baboso. ¡No señor! Él era el dueño de su propio comportamiento.
—Vuelve a tu moisés, niña —ordenó, tomando en brazos la pequeña bomba de espoleta retardada y llevándola al pequeño habitáculo que le correspondía, en el que no podía sufrir daño ni causarlo a los demás.
—Un lugar para cada cosa y cada cosa en su sitio —recitó con firmeza, sin hacer caso del quejido de protesta que se elevó mientras él recogía las cosas del cambiador.
El quejido continuó mientras ordenaba el dormitorio y llevaba luego el moisés al salón. Todavía le esperaban los platos sucios en la cocina. La niña seguía pidiendo más atención. Se dió cuenta del conflicto de intereses, y decidió dejar las cosas claras.
—Escúchame bien, niña —le dijo a Olivia, alzando un dedo en severo ademán paternal—: tú y yo tenemos que llegar a un acuerdo.
Aquello le hizo efecto; dejó de quejarse y le prestó a Pedro toda su atención.
—Las relaciones humanas funcionan mejor si las personas se muestran consideradas unas con otras. No voy a dejar que cuando tu madre vuelva se encuentre los platos sucios en la pila. Tú ya has tenido tu parte de atención; ahora le toca a tu madre, así que deja de ser egoísta.
Otra pedorreta. Pedro blandió su dedo:
—Basta ya de insolencias, señorita. Pondré un poco de música y la podremos escuchar juntos mientras trabajo. Eso es todo. Tu padre ha hablado.
Un satisfactorio silencio sucedió a aquella pequeña homilía. Pedro tarareó, satisfecho de sí mismo, mientras buscaba entre la colección de Paula un álbum recopilatorio de los Beatles, y lo ponía en el tocadiscos. Se dijo a sí mismo que el truco consistía en una educación adecuada e instrucciones correctas. Bajó el volumen del aparato, en consideración a los delicados tímpanos infantiles, y dió comienzo a la educación musical de la pequeña Oli.
—¿Qué te parece, pequeñaja?—preguntó camino de la cocina. No obtuvo respuesta.
Olivia estaba completamente embebida con la nueva experiencia y él se felicitó: ya sabía cómo manejar a los bebés. Los críos podían arrebatarles las riendas a sus mayores en cuestión de poquísimo tiempo. Sí, parecían desvalidos, y eran muy monos, pero se volvían fieros tiranos si se les daba rienda suelta. Había que mantener las cosas en su debida proporción. Era necesario que hubiese respeto, disciplina y saber dónde estaban los límites. Y eso era bastante sencillo de hacer, a poco que uno captara de qué iba el juego del poder. Como decía el viejo refrán, la mano que mece la cuna es la mano que dirige el mundo. Y quien quiera que permitiese al niño dirigir las cosas desde la cuna, estaría metiéndose en graves problemas.
Paternidad Inesperada: Capítulo 22
Para cuando hubo terminado de dar de mamar a Olivia y se volvió a vestir, Pedro ya tenía lista la cena. Regresó al salón con el moisés. La niña permanecía aún despierta, gorjeando felizmente, y quería echarle un vistazo, asegurándose de que podía dejársela a él. Para su sorpresa, comprobó que tenía un muy buen apetito y disfrutó a conciencia de la cena, relajada en su compañía, hasta el punto de que él consiguió persuadirla de que le contase lo del baño de Olivia.
Pedro se rió con la descripción que Paula le hiciera de la inicial rigidez de la niña en su primer contacto con el agua, así como con las interpretaciones de las miradas de sorpresa que la niña le había lanzado a la madre. Era la clase de alegría compartida de la que antes solían disfrutar, y ella se encontraba muy animada en el momento de irse a recibir a su clienta. Pero cuando fue a echarle un último vistazo a Olivia, su burbuja de felicidad se desinfló por completo. La niña tenía los puñitos cerrados y esa expresión de concentración en el rostro que su madre conocía de sobra.
—¡Oh, no! Ahora, no —gimió Paula.
—¿Qué pasa?
—Olivia está a punto de ensuciar el pañal. ¿Qué voy a hacer? —se lamentó, nerviosa mientras miraba el reloj—. No puedo llegar tarde. Voy a tener que regresar para limpiarla tan pronto como haya hecho pasar a Juliana. Si Oli empieza a llorar…
—Deja de preocuparte —dijo él, tomándola de los hombros para calmar su agitación al tiempo que su mirada le transmitía seguridad—. Ya me encargo yo de eso. Supongo que encontraré en el dormitorio todo lo necesario, ¿Verdad? Pañales limpios, aceite para bebés, polvos de talco, toallitas.
—Sí, pero…
—Puedo hacerlo, Pau. Márchate a atender a tu cliente. No hay ningún problema.
—Tú nunca has hecho nada parecido —dijo ella, horrorizada ante la idea de dejarlo enfrentarse con algo que seguramente le revolvería el estómago.
—Esta misma mañana he tenido una sesión de prácticas —le aseguró—. Estoy hecho un experto.
—¿Qué?
—Rodrigo Larosa ha tenido un niño. Por eso fui a verlos al hospital. Y le he pedido a su mujer que me enseñara a cambiar pañales —dijo, con aire de suficiencia—. Y apuesto a que puedo hacerlo tan bien como tú.
Paula sacudió confusa la cabeza. ¿Pedro aprendiendo a cambiar pañales?
—Venga, ahora vete —y, con buen humor, giró a Paula en dirección a la puerta que comunicaba con la casa de Violeta—. Ya me hago yo cargo.
Y Paula se fue. Pero se fue preguntándose si el hijo de Rodrigo habría ensuciado los pañales o solamente los habría mojado. Había una enorme diferencia. ¡Enorme! Todo un examen para probar la resistencia del estómago de los aspirantes a padres. Desde luego, Olivia había puesto el listón bien alto. Tenía que reconocer que estaba deseando averiguar si de verdad él se las iba a arreglar, y si todavía la recibiría a su regreso con una sonrisa.
Pedro estaba intrigado. ¿Cómo podía saber Paula que lo que la niña iba a hacer era algo más que mojar el pañal? Él no podía apreciar ningún signo revelador. El bebé lo miraba con total placidez, con los ojos bien abiertos, como si recordase la reciente conversación entre los adultos y lo estudiara antes de darle el visto bueno como sustituto.
—Soy tu padre, pequeñaja —le advirtió él—. Será mejor que te vayas acostumbrando.
La carita adoptó de repente una expresión belicosa. Los bracitos dejaron de agitarse y se extendieron con los puños cerrados.
—¿Quieres pelea, eh?
No obtuvo respuesta. En su lugar, contempló cómo se arrugaba el pequeño rostro, con expresión reconcentrada, y se iba poniendo colorado. Transcurrieron varios segundos. Comprendió al fin que la pequeñaja estaba haciendo fuerza. Y entonces se acabó el esfuerzo, sobrevino el alivio y la relajación, la carita expresó una paz gozosa. Era todo tan evidente que tuvo que reírse
. —Te has quedado a gusto, ¿Eh?
Recordó la descripción que Paula le hiciera de la gama de gestos y expresiones de la niña al ser bañada, y movió la cabeza divertido. ¿Quién iba a creer que la personalidad se desarrollaba tan pronto? Se dió cuenta de que verla crecer podría resultar fascinante. A lo mejor los padres a los que se les caía la baba no estaban tan equivocados, después de todo. Por otra parte, entregar el poder doméstico a un bebé era patentemente absurdo. Tomó el moisés y lo llevó al dormitorio. No había razón para tomar a la niña en brazos de momento: solo serviría para que se manchara ella y que lo manchara a él. Dejó el moisés en la cama y miró lo que Paula tenía sobre el cambiador. Le pareció que también le vendrían bien una toalla y una esponja, y las tomó del baño. Cambiar pañales acarreaba riesgos insospechados: esa misma mañana, el crío de Rodrigo se había comportado como un surtidor, empapándole la cara antes de que pudiera taparlo con una toallita. Con todo al alcance de la mano, se sintió perfectamente capacitado para la operación, para la cual empezó por poner a la niña en el cambiador, manteniéndola en posición horizontal, en prevención de posibles fugas. Completada con éxito la misión, procedió a soltar los cierres del pijamita, mientras sonreía triunfante, liberando luego los piececitos, y retirando la prenda de la zona de operaciones.
—Tienes que reconocérselo a tu papito. Es un tipo capaz de planificar. Y eso es lo que debe uno hacer en esta vida para evitar contratiempos. Como respuesta obtuvo una sonora pedorreta, acompañada de un hilillo de baba.
—Qué falta de respeto —la reprendió él—. Has de corregirte. Se supone que yo represento en tu vida a la autoridad. No querrás empezar con mal pie.
El olor empezó a ascender al desabrochar Pedro las lengüetas de plástico del pañal. Era una peste increíble; peor que el olor de los huevos podridos. La garganta se le contrajo mientras luchaba contra las arcadas.
Pedro se rió con la descripción que Paula le hiciera de la inicial rigidez de la niña en su primer contacto con el agua, así como con las interpretaciones de las miradas de sorpresa que la niña le había lanzado a la madre. Era la clase de alegría compartida de la que antes solían disfrutar, y ella se encontraba muy animada en el momento de irse a recibir a su clienta. Pero cuando fue a echarle un último vistazo a Olivia, su burbuja de felicidad se desinfló por completo. La niña tenía los puñitos cerrados y esa expresión de concentración en el rostro que su madre conocía de sobra.
—¡Oh, no! Ahora, no —gimió Paula.
—¿Qué pasa?
—Olivia está a punto de ensuciar el pañal. ¿Qué voy a hacer? —se lamentó, nerviosa mientras miraba el reloj—. No puedo llegar tarde. Voy a tener que regresar para limpiarla tan pronto como haya hecho pasar a Juliana. Si Oli empieza a llorar…
—Deja de preocuparte —dijo él, tomándola de los hombros para calmar su agitación al tiempo que su mirada le transmitía seguridad—. Ya me encargo yo de eso. Supongo que encontraré en el dormitorio todo lo necesario, ¿Verdad? Pañales limpios, aceite para bebés, polvos de talco, toallitas.
—Sí, pero…
—Puedo hacerlo, Pau. Márchate a atender a tu cliente. No hay ningún problema.
—Tú nunca has hecho nada parecido —dijo ella, horrorizada ante la idea de dejarlo enfrentarse con algo que seguramente le revolvería el estómago.
—Esta misma mañana he tenido una sesión de prácticas —le aseguró—. Estoy hecho un experto.
—¿Qué?
—Rodrigo Larosa ha tenido un niño. Por eso fui a verlos al hospital. Y le he pedido a su mujer que me enseñara a cambiar pañales —dijo, con aire de suficiencia—. Y apuesto a que puedo hacerlo tan bien como tú.
Paula sacudió confusa la cabeza. ¿Pedro aprendiendo a cambiar pañales?
—Venga, ahora vete —y, con buen humor, giró a Paula en dirección a la puerta que comunicaba con la casa de Violeta—. Ya me hago yo cargo.
Y Paula se fue. Pero se fue preguntándose si el hijo de Rodrigo habría ensuciado los pañales o solamente los habría mojado. Había una enorme diferencia. ¡Enorme! Todo un examen para probar la resistencia del estómago de los aspirantes a padres. Desde luego, Olivia había puesto el listón bien alto. Tenía que reconocer que estaba deseando averiguar si de verdad él se las iba a arreglar, y si todavía la recibiría a su regreso con una sonrisa.
Pedro estaba intrigado. ¿Cómo podía saber Paula que lo que la niña iba a hacer era algo más que mojar el pañal? Él no podía apreciar ningún signo revelador. El bebé lo miraba con total placidez, con los ojos bien abiertos, como si recordase la reciente conversación entre los adultos y lo estudiara antes de darle el visto bueno como sustituto.
—Soy tu padre, pequeñaja —le advirtió él—. Será mejor que te vayas acostumbrando.
La carita adoptó de repente una expresión belicosa. Los bracitos dejaron de agitarse y se extendieron con los puños cerrados.
—¿Quieres pelea, eh?
No obtuvo respuesta. En su lugar, contempló cómo se arrugaba el pequeño rostro, con expresión reconcentrada, y se iba poniendo colorado. Transcurrieron varios segundos. Comprendió al fin que la pequeñaja estaba haciendo fuerza. Y entonces se acabó el esfuerzo, sobrevino el alivio y la relajación, la carita expresó una paz gozosa. Era todo tan evidente que tuvo que reírse
. —Te has quedado a gusto, ¿Eh?
Recordó la descripción que Paula le hiciera de la gama de gestos y expresiones de la niña al ser bañada, y movió la cabeza divertido. ¿Quién iba a creer que la personalidad se desarrollaba tan pronto? Se dió cuenta de que verla crecer podría resultar fascinante. A lo mejor los padres a los que se les caía la baba no estaban tan equivocados, después de todo. Por otra parte, entregar el poder doméstico a un bebé era patentemente absurdo. Tomó el moisés y lo llevó al dormitorio. No había razón para tomar a la niña en brazos de momento: solo serviría para que se manchara ella y que lo manchara a él. Dejó el moisés en la cama y miró lo que Paula tenía sobre el cambiador. Le pareció que también le vendrían bien una toalla y una esponja, y las tomó del baño. Cambiar pañales acarreaba riesgos insospechados: esa misma mañana, el crío de Rodrigo se había comportado como un surtidor, empapándole la cara antes de que pudiera taparlo con una toallita. Con todo al alcance de la mano, se sintió perfectamente capacitado para la operación, para la cual empezó por poner a la niña en el cambiador, manteniéndola en posición horizontal, en prevención de posibles fugas. Completada con éxito la misión, procedió a soltar los cierres del pijamita, mientras sonreía triunfante, liberando luego los piececitos, y retirando la prenda de la zona de operaciones.
—Tienes que reconocérselo a tu papito. Es un tipo capaz de planificar. Y eso es lo que debe uno hacer en esta vida para evitar contratiempos. Como respuesta obtuvo una sonora pedorreta, acompañada de un hilillo de baba.
—Qué falta de respeto —la reprendió él—. Has de corregirte. Se supone que yo represento en tu vida a la autoridad. No querrás empezar con mal pie.
El olor empezó a ascender al desabrochar Pedro las lengüetas de plástico del pañal. Era una peste increíble; peor que el olor de los huevos podridos. La garganta se le contrajo mientras luchaba contra las arcadas.
Paternidad Inesperada: Capítulo 21
—¿Qué tal así? —preguntó Pedro al servirle el jerez.
Había acertado con las copas, y a ella le había servido con mucha prudencia.
—Estupendo. Gracias.
—De nada. Y ahora dime qué te apetece para cenar. Yo cocino.
Paula dió un sorbito al jerez mientras buscaba la mejor manera posible de decirle que tenían limitado el tiempo.
—Quédate ahí sentada, descansando, que yo me encargo de todo.
—No vamos a poder disponer de mucho tiempo, Pedro. A las nueve en punto recibo a una clienta en el salón de pruebas de la casa de Violeta para hacerle ajustes a su vestido de novia, y antes tengo que darle su toma a Olivia. Es mejor que no te molestes.
—Ni hablar. No voy a dejar que adquieras malas costumbres —dijo él, moviendo la cabeza, mientras miraba el reloj con el ceño fruncido—. Son las ocho menos cuarto. A las ocho y media puedo tener preparada una cena decente. ¿A qué hora le das la toma a la cría?
—A las ocho.
—¿Y cuánto se tarda?
—Unos veinte minutos.
—Entonces tenemos tiempo suficiente para cenar, antes de que te vayas a trabajar. Ya recogeré yo después —el rostro de Pedro se iluminó de repente—. Puedes dejar a la cría conmigo, y así no tienes que estar pendiente de ella mientras trabajas.
Aquella sugerencia sobre la marcha dejó a Paula confundida. Había estado reuniendo valor para ponerlo a prueba a ese respecto, y, sin embargo, él acababa de brindarse espontáneamente. La incredulidad y confusión de Paula debían de reflejarse en su rostro, porque Pedro dió por descontado que su ofrecimiento estaba a punto de ser rechazado, y comenzó a defenderlo.
—Pau, soy un adulto responsable. Puedes dejarla a mi cuidado tranquilamente. Te prometo que si surge cualquier problema te consultaré. ¿Qué te parece? —preguntó con ansiedad. Paula estaba aturdida.
—Yo… bueno, si tú crees…
—Confía en mí —le pidió, mirándola directamente a los ojos.
Paula dió un suspiro profundo. No tenía intención de ponerle pegas a su ofrecimiento, ni apagar su entusiasmo por complacerla. Pedro seguía interesándose ante todo por ella, pero, ¿Qué importancia tenía eso, si, después de todo, lo llevaba a ocuparse de Olivia?
—De acuerdo —concedió—; si de verdad no te importa.
Pedro sonrió como si le hubiera tocado la lotería.
—Estoy encantado de poder ayudar —irradiaba vitalidad mientras se dirigía al frigorífico y lo abría para echarle un vistazo a su contenido—. ¿Qué te parecería tomar un buen bistec?
—Que sea pequeño, por favor —respondió ella, que no estaba segura de poder comer cosa alguna.
—¿Con ensalada y patatas asadas?
—Sí —contestó Paula aturdida. Tanto que fue un alivio oír el primer ensayo de grito de Olivia, algo completamente normal—. Ahora tengo que dejarte, Pedro —dijo con rapidez, abandonando el asiento.
Pedro la alcanzó antes de que llegara al pasillo para preguntarle:
—¿Te da vergüenza…, lo de amamantarla? —preguntó, algo avergonzado, a su vez—. Quiero decir que si no te importaría traer aquí a la cría para que podamos estar juntos. Como una familia de verdad.
Aquel pensamiento silbó en la mente de Paula, irremediablemente disparando sus esperanzas.
—Venimos enseguida —le dijo con una sonrisa chispeante.
A su vez, la sonrisa de Pedro fue radiante al exclamar:
—¡Estupendo!
No fue exactamente que Paula bailara por el pasillo, pero su corazón sí que hizo cabriolas. Una vez en el dormitorio, se inclinó sobre el moisés, tomó en brazos a Olivia en medio de uno de sus chillidos, y se puso a dar vueltas con la niña en brazos.
—Tu papá nos quiere a su lado —le susurró con regocijo.
Olivia miró a su madre con picardía y dió un resoplido. Paula sonrió y la depositó en la mesita para cambiarle los pañales, mientras se preguntaba qué hacer con su propia ropa. Tendría que quitarse la parte de arriba. Se acordó entonces de la preciosa bata de seda de Christian Dior que Pedro le había regalado hacía un año por su cumpleaños, cuyo luminoso estampado blanco y negro no desentonaría con su maquillaje. Además, él la reconocería y se alegraría de vérsela puesta. Apenas podía dar crédito a lo bien que estaban saliendo las cosas. La tensión de tener que ponerlo a prueba había desaparecido por completo. Cuando regresó al salón, Pedro fue de aquí para allá hasta asegurarse de que el bebé y ella estarían cómodas en un sillón, de que tenían todo lo que pudieran necesitar, y manifestó luego un orgullo muy paternal al contemplar a Olivia en acción.
—La cría sabe muy bien lo que quiere —comentó, con un cálido brillo en la mirada.
Paula sintió un estremecimiento en el estómago. Tenía muy sensibles los pechos y la boquita que succionaba su pezón le traía el recuerdo de tantas noches de amor con Pedro. ¿Lo estaría él recordando también? La sensación de intimidad, tan fuertemente creada, hizo que se diese cuenta de que todavía estaban en los comienzos de su nueva relación.
—Cuéntame qué ha sido de íi en todo este tiempo, Pedro —se apresuró a preguntar—. Tu trabajo y todo lo demás. La conversación fluyó con bastante naturalidad.
Pedro estaba muy pendiente de hacerla sentirse a gusto con él. Antes de que pudieran seguir adelante, tenían que terminar de ajustar cuentas acerca de los ocho meses de separación y la causa de la misma. Paula no estaba segura de que la actitud de él persistiera una vez pasada la ilusión inicial del reencuentro. Era inevitable que Olivia interfiriese cada vez más en sus vidas.
Había acertado con las copas, y a ella le había servido con mucha prudencia.
—Estupendo. Gracias.
—De nada. Y ahora dime qué te apetece para cenar. Yo cocino.
Paula dió un sorbito al jerez mientras buscaba la mejor manera posible de decirle que tenían limitado el tiempo.
—Quédate ahí sentada, descansando, que yo me encargo de todo.
—No vamos a poder disponer de mucho tiempo, Pedro. A las nueve en punto recibo a una clienta en el salón de pruebas de la casa de Violeta para hacerle ajustes a su vestido de novia, y antes tengo que darle su toma a Olivia. Es mejor que no te molestes.
—Ni hablar. No voy a dejar que adquieras malas costumbres —dijo él, moviendo la cabeza, mientras miraba el reloj con el ceño fruncido—. Son las ocho menos cuarto. A las ocho y media puedo tener preparada una cena decente. ¿A qué hora le das la toma a la cría?
—A las ocho.
—¿Y cuánto se tarda?
—Unos veinte minutos.
—Entonces tenemos tiempo suficiente para cenar, antes de que te vayas a trabajar. Ya recogeré yo después —el rostro de Pedro se iluminó de repente—. Puedes dejar a la cría conmigo, y así no tienes que estar pendiente de ella mientras trabajas.
Aquella sugerencia sobre la marcha dejó a Paula confundida. Había estado reuniendo valor para ponerlo a prueba a ese respecto, y, sin embargo, él acababa de brindarse espontáneamente. La incredulidad y confusión de Paula debían de reflejarse en su rostro, porque Pedro dió por descontado que su ofrecimiento estaba a punto de ser rechazado, y comenzó a defenderlo.
—Pau, soy un adulto responsable. Puedes dejarla a mi cuidado tranquilamente. Te prometo que si surge cualquier problema te consultaré. ¿Qué te parece? —preguntó con ansiedad. Paula estaba aturdida.
—Yo… bueno, si tú crees…
—Confía en mí —le pidió, mirándola directamente a los ojos.
Paula dió un suspiro profundo. No tenía intención de ponerle pegas a su ofrecimiento, ni apagar su entusiasmo por complacerla. Pedro seguía interesándose ante todo por ella, pero, ¿Qué importancia tenía eso, si, después de todo, lo llevaba a ocuparse de Olivia?
—De acuerdo —concedió—; si de verdad no te importa.
Pedro sonrió como si le hubiera tocado la lotería.
—Estoy encantado de poder ayudar —irradiaba vitalidad mientras se dirigía al frigorífico y lo abría para echarle un vistazo a su contenido—. ¿Qué te parecería tomar un buen bistec?
—Que sea pequeño, por favor —respondió ella, que no estaba segura de poder comer cosa alguna.
—¿Con ensalada y patatas asadas?
—Sí —contestó Paula aturdida. Tanto que fue un alivio oír el primer ensayo de grito de Olivia, algo completamente normal—. Ahora tengo que dejarte, Pedro —dijo con rapidez, abandonando el asiento.
Pedro la alcanzó antes de que llegara al pasillo para preguntarle:
—¿Te da vergüenza…, lo de amamantarla? —preguntó, algo avergonzado, a su vez—. Quiero decir que si no te importaría traer aquí a la cría para que podamos estar juntos. Como una familia de verdad.
Aquel pensamiento silbó en la mente de Paula, irremediablemente disparando sus esperanzas.
—Venimos enseguida —le dijo con una sonrisa chispeante.
A su vez, la sonrisa de Pedro fue radiante al exclamar:
—¡Estupendo!
No fue exactamente que Paula bailara por el pasillo, pero su corazón sí que hizo cabriolas. Una vez en el dormitorio, se inclinó sobre el moisés, tomó en brazos a Olivia en medio de uno de sus chillidos, y se puso a dar vueltas con la niña en brazos.
—Tu papá nos quiere a su lado —le susurró con regocijo.
Olivia miró a su madre con picardía y dió un resoplido. Paula sonrió y la depositó en la mesita para cambiarle los pañales, mientras se preguntaba qué hacer con su propia ropa. Tendría que quitarse la parte de arriba. Se acordó entonces de la preciosa bata de seda de Christian Dior que Pedro le había regalado hacía un año por su cumpleaños, cuyo luminoso estampado blanco y negro no desentonaría con su maquillaje. Además, él la reconocería y se alegraría de vérsela puesta. Apenas podía dar crédito a lo bien que estaban saliendo las cosas. La tensión de tener que ponerlo a prueba había desaparecido por completo. Cuando regresó al salón, Pedro fue de aquí para allá hasta asegurarse de que el bebé y ella estarían cómodas en un sillón, de que tenían todo lo que pudieran necesitar, y manifestó luego un orgullo muy paternal al contemplar a Olivia en acción.
—La cría sabe muy bien lo que quiere —comentó, con un cálido brillo en la mirada.
Paula sintió un estremecimiento en el estómago. Tenía muy sensibles los pechos y la boquita que succionaba su pezón le traía el recuerdo de tantas noches de amor con Pedro. ¿Lo estaría él recordando también? La sensación de intimidad, tan fuertemente creada, hizo que se diese cuenta de que todavía estaban en los comienzos de su nueva relación.
—Cuéntame qué ha sido de íi en todo este tiempo, Pedro —se apresuró a preguntar—. Tu trabajo y todo lo demás. La conversación fluyó con bastante naturalidad.
Pedro estaba muy pendiente de hacerla sentirse a gusto con él. Antes de que pudieran seguir adelante, tenían que terminar de ajustar cuentas acerca de los ocho meses de separación y la causa de la misma. Paula no estaba segura de que la actitud de él persistiera una vez pasada la ilusión inicial del reencuentro. Era inevitable que Olivia interfiriese cada vez más en sus vidas.
sábado, 24 de junio de 2017
Paternidad Inesperada: Capítulo 20
—No… así está distinto, pero te pega mucho —añadió con viveza.
—Sé que te gustaba largo, pero me estorbaba durante las pruebas; se me venía hacia delante, cuando me inclinaba… —se dió cuenta de que le estaba explicando algo sin importancia, por puro nerviosismo.
—No importa —su mirada decía que Paula le encantaba de cualquier forma —y el estómago de ella sufrió una sacudida.
—Tú también estás estupendo, Pedro.
El tomó aliento con fuerza.
—¿Puedo entrar, Pau?
—¡Oh! —exclamó ella, soltando de pronto todo el aliento que, sin saberlo, había estado conteniendo.
Se sentía tan desasosegada como una quinceañera en su primera cita: deseosa de que todo saliera a la perfección, y asustada de estropearlo, de llegar demasiado lejos, de quedarse corta. Aquello era absurdo. Pero si ya habían tenido una hija. Y, sin embargo, el recuerdo de pasadas intimidades solo, servía para agravar las cosas. Se estaba jugando tanto…
—No voy a saltar sobre tí, Pau. Sé que necesitas tiempo —dijo él suavemente. Ello comprendía.
El alivio y la alegría se extendieron por el interior de Paula y finalmente se reflejaron en una sonrisa brillante.
—Cómo me alegro de que hayas venido, Pedro —Paula hablaba deprisa; se echó a un lado para dejarlo pasar—. Siento lo de anoche: haberte echado así, tan, tan…
—No pasa nada. Debiste de sentirte muy agobiada, con el bebé, conmigo, en fin, que se te vino el mundo encima.
—Sí, algo así fue. Yo no sabía qué pensar.
—Ya lo arreglaremos, Pau—le dijo, mirándola directamente, ofreciéndole en serio su intención de llegar a ponerse de acuerdo con ella.
Por su parte, Paula sintió que el corazón se le henchía de esperanza, y el amor que una vez compartieran volvía a brotar. Quería echarse en sus brazos, abrazarlo, besarlo, hacer el amor con él con salvaje abandono; volver a disfrutar sin inhibiciones de la alegría de estar juntos, de saber que él era su hombre y ella su mujer. Sin embargo, se obligó a ser sensata. Entraron y cerró la puerta.
—Eso me gustaría, Pedro—le dijo con abrumadora sinceridad.
El aire entre ellos se había cargado repentinamente de esperanzas, sueños y deseos. Pedro le tomó las manos con suavidad, y preguntó:
—Bueno, ¿Qué tal está la cría?
«La cría». Aquello disipó de la mente de Paula la cálida neblina que la invadía, pero esta vez no se ofendió. Pedro tenía buena intención y estaba poniendo de su parte.
—Estupendamente —dijo sonriendo—. Le encanta el baño; tendrías que haberla visto, Pedro. Estaba tan…
Paula se calló de pronto, al darse cuenta de que estaba parloteando como la típica madre que no sabe hablar de otra cosa más que de las más nimias actividades de su bebé. Esa era una de las cosas que Jack había criticado de ser padres.
—Continúa —le dijo Pedro.
Paula tragó saliva. Se le había quedado la mente en blanco y no se le ocurría nada que decir.
—Vas a pensar que estoy atontada —dijo, con un suspiro.
—Pau, quiero compartirlo todo contigo: no me rechaces —la tierna angustia que había en su voz y en su mirada le llegó a ella al corazón.
—Pero tú dijiste…
—Olvídalo, por favor.
Paula sacudió la cabeza, incapaz de esconder bajo la alfombra la discusión que los había separado, y pretender que nada había sucedido.
—No te quiero aburrir, Pedro.
—No lo harás —respondió dando un paso hacia ella y buscando con las manos sus hombros para persuadirla—. Contemplar tu rostro lleno de alegría y tu mirada iluminada no me podría aburrir jamás. Deseo saber lo que hay detrás de ese sentimiento, y que me salpique a mí también, sentir esa alegría — suspiró con fuerza antes de añadir—: por favor, no te escondas de mí.
El pecho de Paula estaba tenso como la piel de un tambor, mientras que su corazón interpretaba en él toda una escala de percusiones. El deseo reflejado en los ojos de él la confundía, pero, al fin, consiguió dominarse y recordar qué había dado pie a que pedro se expresara tan apasionadamente.
—¿Quieres decir que deseas que te cuente lo del baño de Olivia?
—Sí. Cualquier cosa. Todo —respondió con vehemencia.
Paula dejó escapar una risa nerviosa mientras su confusión aumentaba. Todavía dudaba.
—Pero si en realidad no es nada.
Pedro le levantó la barbilla suavemente con un dedo, hasta hacer que sus miradas coincidieran.
—Pau, me hacías pasar ratos estupendos contándome lo que habías hecho. Déjame disfrutar de nuevo escuchándote.
Paula intentó relajarse, responder, pero se encontraba en un estado de ánimo distinto, y la anécdota habría sonado falsa y forzada.
—Perdóname, Pedro, pero ya no me apetece.
—Entonces te traeré una bebida —dijo, y se dirigió a la cocina, sin dejar de hablar, intentando que Paula volviera a sentirse a gusto con él, como solía—. Solías tomar jerez. ¿Puedes tomar una copita, o preparo dos tazas de té? ¿Qué prefieres?
—Un poquito de jerez no me hará daño. Hay una botella en el armario, al lado del frigorífico.
—Muy bien, marchando.
Paula se sentó en la silla que había al otro lado de la encimera, dejando a Pedro que encontrara las cosas por sí mismo. También ella necesitaba tiempo para decidir cómo continuar. Y no era fácil pensar, cuando lo que le apetecía era sencillamente quedarse mirándolo, que, moviéndose con soltura por la cocina, preparando las bebidas, era una alegría para la vista. Parecía que se encontrase en su casa. La única nota que hacía nueva la situación era el bebé, quien convertía esa tarde en una especie de examen.
—Sé que te gustaba largo, pero me estorbaba durante las pruebas; se me venía hacia delante, cuando me inclinaba… —se dió cuenta de que le estaba explicando algo sin importancia, por puro nerviosismo.
—No importa —su mirada decía que Paula le encantaba de cualquier forma —y el estómago de ella sufrió una sacudida.
—Tú también estás estupendo, Pedro.
El tomó aliento con fuerza.
—¿Puedo entrar, Pau?
—¡Oh! —exclamó ella, soltando de pronto todo el aliento que, sin saberlo, había estado conteniendo.
Se sentía tan desasosegada como una quinceañera en su primera cita: deseosa de que todo saliera a la perfección, y asustada de estropearlo, de llegar demasiado lejos, de quedarse corta. Aquello era absurdo. Pero si ya habían tenido una hija. Y, sin embargo, el recuerdo de pasadas intimidades solo, servía para agravar las cosas. Se estaba jugando tanto…
—No voy a saltar sobre tí, Pau. Sé que necesitas tiempo —dijo él suavemente. Ello comprendía.
El alivio y la alegría se extendieron por el interior de Paula y finalmente se reflejaron en una sonrisa brillante.
—Cómo me alegro de que hayas venido, Pedro —Paula hablaba deprisa; se echó a un lado para dejarlo pasar—. Siento lo de anoche: haberte echado así, tan, tan…
—No pasa nada. Debiste de sentirte muy agobiada, con el bebé, conmigo, en fin, que se te vino el mundo encima.
—Sí, algo así fue. Yo no sabía qué pensar.
—Ya lo arreglaremos, Pau—le dijo, mirándola directamente, ofreciéndole en serio su intención de llegar a ponerse de acuerdo con ella.
Por su parte, Paula sintió que el corazón se le henchía de esperanza, y el amor que una vez compartieran volvía a brotar. Quería echarse en sus brazos, abrazarlo, besarlo, hacer el amor con él con salvaje abandono; volver a disfrutar sin inhibiciones de la alegría de estar juntos, de saber que él era su hombre y ella su mujer. Sin embargo, se obligó a ser sensata. Entraron y cerró la puerta.
—Eso me gustaría, Pedro—le dijo con abrumadora sinceridad.
El aire entre ellos se había cargado repentinamente de esperanzas, sueños y deseos. Pedro le tomó las manos con suavidad, y preguntó:
—Bueno, ¿Qué tal está la cría?
«La cría». Aquello disipó de la mente de Paula la cálida neblina que la invadía, pero esta vez no se ofendió. Pedro tenía buena intención y estaba poniendo de su parte.
—Estupendamente —dijo sonriendo—. Le encanta el baño; tendrías que haberla visto, Pedro. Estaba tan…
Paula se calló de pronto, al darse cuenta de que estaba parloteando como la típica madre que no sabe hablar de otra cosa más que de las más nimias actividades de su bebé. Esa era una de las cosas que Jack había criticado de ser padres.
—Continúa —le dijo Pedro.
Paula tragó saliva. Se le había quedado la mente en blanco y no se le ocurría nada que decir.
—Vas a pensar que estoy atontada —dijo, con un suspiro.
—Pau, quiero compartirlo todo contigo: no me rechaces —la tierna angustia que había en su voz y en su mirada le llegó a ella al corazón.
—Pero tú dijiste…
—Olvídalo, por favor.
Paula sacudió la cabeza, incapaz de esconder bajo la alfombra la discusión que los había separado, y pretender que nada había sucedido.
—No te quiero aburrir, Pedro.
—No lo harás —respondió dando un paso hacia ella y buscando con las manos sus hombros para persuadirla—. Contemplar tu rostro lleno de alegría y tu mirada iluminada no me podría aburrir jamás. Deseo saber lo que hay detrás de ese sentimiento, y que me salpique a mí también, sentir esa alegría — suspiró con fuerza antes de añadir—: por favor, no te escondas de mí.
El pecho de Paula estaba tenso como la piel de un tambor, mientras que su corazón interpretaba en él toda una escala de percusiones. El deseo reflejado en los ojos de él la confundía, pero, al fin, consiguió dominarse y recordar qué había dado pie a que pedro se expresara tan apasionadamente.
—¿Quieres decir que deseas que te cuente lo del baño de Olivia?
—Sí. Cualquier cosa. Todo —respondió con vehemencia.
Paula dejó escapar una risa nerviosa mientras su confusión aumentaba. Todavía dudaba.
—Pero si en realidad no es nada.
Pedro le levantó la barbilla suavemente con un dedo, hasta hacer que sus miradas coincidieran.
—Pau, me hacías pasar ratos estupendos contándome lo que habías hecho. Déjame disfrutar de nuevo escuchándote.
Paula intentó relajarse, responder, pero se encontraba en un estado de ánimo distinto, y la anécdota habría sonado falsa y forzada.
—Perdóname, Pedro, pero ya no me apetece.
—Entonces te traeré una bebida —dijo, y se dirigió a la cocina, sin dejar de hablar, intentando que Paula volviera a sentirse a gusto con él, como solía—. Solías tomar jerez. ¿Puedes tomar una copita, o preparo dos tazas de té? ¿Qué prefieres?
—Un poquito de jerez no me hará daño. Hay una botella en el armario, al lado del frigorífico.
—Muy bien, marchando.
Paula se sentó en la silla que había al otro lado de la encimera, dejando a Pedro que encontrara las cosas por sí mismo. También ella necesitaba tiempo para decidir cómo continuar. Y no era fácil pensar, cuando lo que le apetecía era sencillamente quedarse mirándolo, que, moviéndose con soltura por la cocina, preparando las bebidas, era una alegría para la vista. Parecía que se encontrase en su casa. La única nota que hacía nueva la situación era el bebé, quien convertía esa tarde en una especie de examen.
Paternidad Inesperada: Capítulo 19
Paula echó un vistazo al reloj y comprendió que tenía que decidirse. Ya eran casi las siete, y Pedro solía dejar el trabajo a las seis. Aunque no estaba muy segura acerca de lo que él tenía pensado, desde Roseville Chase hasta Lane Cove no había mucha distancia, y quería estar preparada para él. Y también para recibir a Juliana Hardwick esa tarde. Vestía siempre de negro cuando trabajaba, porque era un color clásico que, al mismo tiempo, no llamaba la atención. Era muy importante que las chicas que se probaban los trajes se sintieran deslumbrantes, más elegantes que ninguna otra. Además, su ropa negra era un fondo perfecto para que destacaran los trajes de novia, mientras ella se movía de un lado para otro, frente al espejo, poniendo alfileres aquí y allá y haciendo retoques. Por otra parte, para dar de mamar a Olivia, lo más práctico era una túnica abotonada por delante, pero, finalmente, la vanidad la hizo decidirse por un conjunto de seda, con escote y un cinturón dorado, que era, la verdad, lo que más sexy le quedaba, con el tejido ajustándose a sus curvas, con suave delicadeza, acentuando su feminidad. Durante el embarazo había llevado ropa amplia las más de las veces y ahora que, más o menos, había vuelto a tener su figura de siempre, la tentación de sentirse de nuevo mujer vencía al sentido común. Además, en el hospital, Pedro la había visto hecha un desastre, y no vendría mal recordarle el aspecto que podía lucir, a modo de bienvenida, y como recompensa si de verdad resultaba tan buen padre como decía para Olivia.
En aquel punto, no estaba segura de hasta dónde debería llegar con la recompensa. A Violeta no le faltaba razón. Mostrar su aprecio por el esfuerzo podía consolidar una actitud más positiva y, de todas formas, valía la pena intentarlo. Si Pedro se daba cuenta de que ella hacía por él ese pequeño esfuerzo, bien pudiera ser que él hiciese más de uno por Olivia. Ya tomada la decisión, sacó del armario la percha con el traje. Su cintura no había vuelto del todo a sus medidas habituales, pero, como tenía más grandes los pechos, la figura seguía siendo armónica. Luego se puso unas chinelas doradas y fue en busca del par de pendientes, negros y dorados, que le iban a su corte de pelo, que a mediodía se había lavado y secado, marcando cuidadosamente las mechas delanteras, más largas, que se curvaban ahora con suavidad sobre ambas mejillas. Era un peinado sofisticado, que se adaptaba admirablemente a la forma de su cabeza, más corto por atrás para acentuar la curva del cráneo y el cuello. Un flequillo muy juvenil suavizaba la severidad del corte, y servía para acentuar sus grandes ojos oscuros. De acuerdo con la política de Violeta, que era presentarse siempre de forma impecable, se había tomado su tiempo para maquillarse, aplicándose sombra en los párpados en dos tonos de gris. Sus largas y espesas pestañas resaltaban todavía más con el rimel. Equilibró el oscuro carmín de los labios con un colorete muy discreto, realzando un poco sus pómulos Violeta solía insistir en que las manos también eran importantes, así que se cubrió las bien cuidadas uñas con esmalte rojo.
Ahora que llevaba el pelo corto, le gustaba llevar pendientes. Tenía el cuello largo y le sentaban bien los pendientes que colgaban. Una vez se puso los pendientes que buscaba, se miró al espejo, y su estado de ánimo sufrió una decidida mejoría. No estaba mal. Nada mal. Se sonrió a sí misma y pensó que Jack iba a notar una considerable diferencia respecto al día anterior. No es que deseara animarlo demasiado, sino más bien hacerle una especie de insinuante promesa si era capaz de asumir la convivencia con Olivia. No iba a tener a la madre sin la hija: ambas iban en el mismo lote. Y sobre la niña no cabían concesiones. Se acercó a la cama, que era de matrimonio. Sobre ella descansaba el moisés, rodeado de almohadones para mayor seguridad. Al acercarse a comprobar lo tranquilamente que dormía la niña, aspiró su fresco y dulce olor. Había sido delicioso bañarla aquella tarde y verla chapotear, mirándola con los ojos bien abiertos, como si pidiera explicaciones sobre aquella novedad, sin dejar por ello de disfrutar. Todo era nuevo para ella en el mundo, y esperaba que nada viniera a estropearle el irlo descubriendo durante mucho, mucho tiempo. Salió silenciosamente del dormitorio, y, cuando pasaba frente a la puerta de la cocina, oyó llamar a la puerta. El corazón le dio un vuelco. Tenía que ser Pedro. El destino había decidido que sus caminos volvieran a cruzarse. Se rehizo y, rogando para no verse decepcionada, dio los últimos pasos para abrirle la puerta al padre de su hija. Con una pequeña sonrisa esperanzada, dirigida a todo cuanto hubiera de bueno en él, abrió la puerta. Al otro lado la esperaba una sonrisa muy parecida, pero apenas reparó en ella, porque su corazón se contrajo ante la pura vitalidad masculina que la impactó.
Pedro llevaba pantalones vaqueros y una camiseta de color crema y azul marino. Se había ido a cortar el pelo y su rostro aparecía tan limpia y atractivamente perfilado que Paula no pudo evitar quedárselo mirando, absorbiendo todas sus bellas facciones: la ancha frente que las firmes y arqueadas cejas subrayaban, los ojos verdes como un río profundo que se deslizaban sobre ella con intensidad, la sorprendente escultura de su nariz y los pómulos, así como la burlona sensualidad que la plenitud de los labios daban a su boca. A ella le llegaba el olor de la loción para el afeitado que se había aplicado, con su ligero toque de especias, y se sintió impulsada a probarla, disparatadamente inclinada a deslizarle la lengua sobre el ligero hoyuelo que tenía justo encima de la firme y fuerte línea del mentón.
—Paula —Pedro curvó la boca en una sonrisa turbadora mientras elevaba las manos en un gesto apreciativo del aspecto de la mujer que tenía delante—. Estás fantástica. Me siento como si me hubiera atropellado un camión —se echó a reír—; estás tan hermosa, que me siento aturdido.
Paula también rió. Él le había causado el mismo efecto.
—Si hasta tu pelo… —sacudió maravillado la cabeza.
—¿Te gustaba más largo?
En aquel punto, no estaba segura de hasta dónde debería llegar con la recompensa. A Violeta no le faltaba razón. Mostrar su aprecio por el esfuerzo podía consolidar una actitud más positiva y, de todas formas, valía la pena intentarlo. Si Pedro se daba cuenta de que ella hacía por él ese pequeño esfuerzo, bien pudiera ser que él hiciese más de uno por Olivia. Ya tomada la decisión, sacó del armario la percha con el traje. Su cintura no había vuelto del todo a sus medidas habituales, pero, como tenía más grandes los pechos, la figura seguía siendo armónica. Luego se puso unas chinelas doradas y fue en busca del par de pendientes, negros y dorados, que le iban a su corte de pelo, que a mediodía se había lavado y secado, marcando cuidadosamente las mechas delanteras, más largas, que se curvaban ahora con suavidad sobre ambas mejillas. Era un peinado sofisticado, que se adaptaba admirablemente a la forma de su cabeza, más corto por atrás para acentuar la curva del cráneo y el cuello. Un flequillo muy juvenil suavizaba la severidad del corte, y servía para acentuar sus grandes ojos oscuros. De acuerdo con la política de Violeta, que era presentarse siempre de forma impecable, se había tomado su tiempo para maquillarse, aplicándose sombra en los párpados en dos tonos de gris. Sus largas y espesas pestañas resaltaban todavía más con el rimel. Equilibró el oscuro carmín de los labios con un colorete muy discreto, realzando un poco sus pómulos Violeta solía insistir en que las manos también eran importantes, así que se cubrió las bien cuidadas uñas con esmalte rojo.
Ahora que llevaba el pelo corto, le gustaba llevar pendientes. Tenía el cuello largo y le sentaban bien los pendientes que colgaban. Una vez se puso los pendientes que buscaba, se miró al espejo, y su estado de ánimo sufrió una decidida mejoría. No estaba mal. Nada mal. Se sonrió a sí misma y pensó que Jack iba a notar una considerable diferencia respecto al día anterior. No es que deseara animarlo demasiado, sino más bien hacerle una especie de insinuante promesa si era capaz de asumir la convivencia con Olivia. No iba a tener a la madre sin la hija: ambas iban en el mismo lote. Y sobre la niña no cabían concesiones. Se acercó a la cama, que era de matrimonio. Sobre ella descansaba el moisés, rodeado de almohadones para mayor seguridad. Al acercarse a comprobar lo tranquilamente que dormía la niña, aspiró su fresco y dulce olor. Había sido delicioso bañarla aquella tarde y verla chapotear, mirándola con los ojos bien abiertos, como si pidiera explicaciones sobre aquella novedad, sin dejar por ello de disfrutar. Todo era nuevo para ella en el mundo, y esperaba que nada viniera a estropearle el irlo descubriendo durante mucho, mucho tiempo. Salió silenciosamente del dormitorio, y, cuando pasaba frente a la puerta de la cocina, oyó llamar a la puerta. El corazón le dio un vuelco. Tenía que ser Pedro. El destino había decidido que sus caminos volvieran a cruzarse. Se rehizo y, rogando para no verse decepcionada, dio los últimos pasos para abrirle la puerta al padre de su hija. Con una pequeña sonrisa esperanzada, dirigida a todo cuanto hubiera de bueno en él, abrió la puerta. Al otro lado la esperaba una sonrisa muy parecida, pero apenas reparó en ella, porque su corazón se contrajo ante la pura vitalidad masculina que la impactó.
Pedro llevaba pantalones vaqueros y una camiseta de color crema y azul marino. Se había ido a cortar el pelo y su rostro aparecía tan limpia y atractivamente perfilado que Paula no pudo evitar quedárselo mirando, absorbiendo todas sus bellas facciones: la ancha frente que las firmes y arqueadas cejas subrayaban, los ojos verdes como un río profundo que se deslizaban sobre ella con intensidad, la sorprendente escultura de su nariz y los pómulos, así como la burlona sensualidad que la plenitud de los labios daban a su boca. A ella le llegaba el olor de la loción para el afeitado que se había aplicado, con su ligero toque de especias, y se sintió impulsada a probarla, disparatadamente inclinada a deslizarle la lengua sobre el ligero hoyuelo que tenía justo encima de la firme y fuerte línea del mentón.
—Paula —Pedro curvó la boca en una sonrisa turbadora mientras elevaba las manos en un gesto apreciativo del aspecto de la mujer que tenía delante—. Estás fantástica. Me siento como si me hubiera atropellado un camión —se echó a reír—; estás tan hermosa, que me siento aturdido.
Paula también rió. Él le había causado el mismo efecto.
—Si hasta tu pelo… —sacudió maravillado la cabeza.
—¿Te gustaba más largo?
Paternidad Inesperada: Capítulo 18
Violeta no era lenta leyendo ciertas señales y captó diligentemente la indirecta.
—He intentado dejarte la semana libre de compromisos, pero las bodas conllevan siempre pequeñas catástrofes de última hora. Juliana Hardwick ha adelgazado y quiere que le ajusten el vestido. He quedado en que la probabas hoy a las nueve. ¿Podrás hacerlo?
—Claro que sí.
Si, como había dicho, Pedro se presentaba a cenar, tendría que comprender que ella no iba a estar disponible siempre que él quisiera. La mayoría de la clientela venía después del horario normal de trabajo, y tenía que adecuarse a eso. Un negocio propio suponía unas servidumbres muy diferentes de trabajar para otra persona. Lo primero eran los clientes. Y las necesidades del bebé venían también antes que las de él. Ya se imaginaba a éste perdiendo muy pronto la paciencia.
—No hay nada para mañana —siguió diciendo Violeta—, pero el viernes por la tarde vendrán Bianca Pinkerton, su madre y las tres damas de honor para hablar contigo. A las ocho. Quieren que las aconsejes sobre lo que mejor les sienta —Violeta hizo un gesto muy expresivo con los ojos—. De ahí puede salir un encargo muy jugoso para tí.
Paula se animó mucho al oírlo.
—Procuraré dar exactamente con lo que quieren, y ofrecérselo.
—Es una ocasión magnífica, que te encarguen todos los trajes de una boda. La mejor tarjeta de presentación luego —coincidió Violeta—. A Bianca le gustan las cosas exuberantes, tenlo presente. Y los Pinkerton tienen pasta de verdad, así que no te quedes corta.
—¡Estupendo!
Violeta bebió un poco de su café, y luego comentó con naturalidad:
—Me habría pasado por aquí anoche, pero no quería interrumpir nada íntimo.
La alegría de Paula se disipó. No tenía ni idea de si iba a haber algo íntimo con Pedro. Violeta se dió cuenta del cambio operado en ella, e hizo una mueca.
—Confío en no haber metido la pata al dejar que Pedro te trajera a casa.
—No.
—Estaba deseando ser él quien te trajera.
—Sí.
Aquellos monosílabos provocaron un hondo suspiro en Violeta, que agregó:
—Ya sé que no es asunto mío, Pau, pero parece muy sincero. La otra noche, después de salir del hospital, tuvimos una larga conversación. Está empeñado en casarse contigo.
—Puede ser.
Violeta miró a Paula con una mirada penetrante.
—¿Es que no lo quieres?
Paula hizo un gesto de dolor.
—Esa no es la cuestión.
—Si estás preocupada por tu trabajo, Pedro me aseguró que lo respetaría, y que estaba dispuesto a prestarte apoyo para que pudieras seguir haciendo un trabajo que te gusta. Dijo que sabía lo que te movía a trabajar, y que te era necesario para desarrollarte y sentirte realizada. Ese hombre me impresionó de verdad, Pau. No creo que vayas a tener ningún problema en ese sentido.
Violeta llevaba razón: Pedro no se interpondría en las oportunidades que le pudieran surgir, porque valoraba su propio trabajo y era capaz de aplicar al de ella el mismo valor. El único tiempo que le parecería mal empleado sería el que se dedicara al bebé.
—Cuando estuvo aquí ayer, se dió cuenta de que tenías la mesa calzada, y dijo que te haría otra que se adaptase mejor a tus necesidades de trabajo — continuó diciendo Violeta—. Así no tendrías molestias de espalda.
Paula no pudo evitar sonreír. Pedro disfrutaría construyéndole la mesa perfecta. Tenía cierta obsesión con hacer las cosas perfectas. Por desgracia, con los bebés, y los niños en general, con frecuencia hasta los planes más perfectos se torcían de manera imprevisible. ¿Sería Pedro capaz de aprender a soportar eso? Su sonrisa se convirtió en una mueca al recordar cómo se había puesto la noche en cuestión por la forma en que el bebé de sus amigos les echó a perder la cena.
—Si yo fuese tú, no lo dejaría escapar —dijo Violeta, en tono confidencial—. Ese chico es una joya. Tiene talento, tiene dinero. Y buenos músculos. Y además no pone pegas a nuestro negocio.
Paula suspiró y confesó la triste realidad:
—No quiere tener hijos, Viole. Por eso fue por lo que tuve que dejarlo.
—¿Te dió la espalda al quedarte embarazada? —preguntó, escandalizada.
—No. No le dije que estaba embarazada. Sabía que no quería niños. Me lo dijo en términos que no admitían duda.
Violeta se quedó meditando la cuestión mientras se acababa el café. Después, dejó la taza en la mesa y compartió con Paula el resultado de sus meditaciones.
—Bueno, el caso es que Olivia no lo ha espantado precisamente, ¿Verdad? No ha salido corriendo al descubrir que habías dado a luz a su hija.
Paula se encogió de hombros. Tampoco ella lo entendía del todo.
—Aún le gusto. Me parece que Olivia para él no es todavía algo real. Se acuerda de cómo eran las cosas entre nosotros, y quiere que vuelvan esos tiempos.
—Mmm —Violeta golpeteaba pensativa la encimera con sus uñas perfectamente arregladas—. ¿Va a venir esta tarde a hacerte una visita?
—Si no cambia de opinión, la idea era esa.
—¡Perfecto! —exclamó Violeta, alzando un dedo para enfatizar su conclusión—. Deja a Olivia con Pedro mientras atiendes a Juliana Hardwick. Si intenta desentenderse de la niña, será historia. Pero si se queda con ella, empezará a darse cuenta de que Oli es real. Ponlo a prueba, Pau.
Habiendo determinado cuál era la conducta apropiada, Violeta se levantó de la silla, plenamente seguía de sus resultados.
—Pero eso no demostraría nada —protestó Paula, que no estaba muy convencida de la idea de dejar a Olivia al cuidado de Pedro—. La niña se pasa la mayor parte del tiempo durmiendo.
—Aquí lo importante es la actitud de él —respondió Violeta, dirigiéndose a la puerta, en la que se detuvo para rematar el asunto—. Y no te olvides de recompensar a Pedro si se porta bien. Soy una gran partidaria de las recompensas. Con ellas uno consigue exactamente lo que busca —añadió, cerrando la puerta tras de sí.
Bien, se dijo Paula mentalmente, aprestándose para el combate. Dejándose invadir por el pesimismo no iba a ganar nada. Tendría que afrontar riesgos si lo que quería eran respuestas definitivas. Si Pedro acudía esa noche, lo dejaría al cuidado de Olivia. A fin de cuentas, era su padre. Y el cómo reaccionase a la idea de ser dejado a solas con el bebé le diría lo mucho que contaba era la actitud de él. Y el resultado bien podía ser decisivo.
—He intentado dejarte la semana libre de compromisos, pero las bodas conllevan siempre pequeñas catástrofes de última hora. Juliana Hardwick ha adelgazado y quiere que le ajusten el vestido. He quedado en que la probabas hoy a las nueve. ¿Podrás hacerlo?
—Claro que sí.
Si, como había dicho, Pedro se presentaba a cenar, tendría que comprender que ella no iba a estar disponible siempre que él quisiera. La mayoría de la clientela venía después del horario normal de trabajo, y tenía que adecuarse a eso. Un negocio propio suponía unas servidumbres muy diferentes de trabajar para otra persona. Lo primero eran los clientes. Y las necesidades del bebé venían también antes que las de él. Ya se imaginaba a éste perdiendo muy pronto la paciencia.
—No hay nada para mañana —siguió diciendo Violeta—, pero el viernes por la tarde vendrán Bianca Pinkerton, su madre y las tres damas de honor para hablar contigo. A las ocho. Quieren que las aconsejes sobre lo que mejor les sienta —Violeta hizo un gesto muy expresivo con los ojos—. De ahí puede salir un encargo muy jugoso para tí.
Paula se animó mucho al oírlo.
—Procuraré dar exactamente con lo que quieren, y ofrecérselo.
—Es una ocasión magnífica, que te encarguen todos los trajes de una boda. La mejor tarjeta de presentación luego —coincidió Violeta—. A Bianca le gustan las cosas exuberantes, tenlo presente. Y los Pinkerton tienen pasta de verdad, así que no te quedes corta.
—¡Estupendo!
Violeta bebió un poco de su café, y luego comentó con naturalidad:
—Me habría pasado por aquí anoche, pero no quería interrumpir nada íntimo.
La alegría de Paula se disipó. No tenía ni idea de si iba a haber algo íntimo con Pedro. Violeta se dió cuenta del cambio operado en ella, e hizo una mueca.
—Confío en no haber metido la pata al dejar que Pedro te trajera a casa.
—No.
—Estaba deseando ser él quien te trajera.
—Sí.
Aquellos monosílabos provocaron un hondo suspiro en Violeta, que agregó:
—Ya sé que no es asunto mío, Pau, pero parece muy sincero. La otra noche, después de salir del hospital, tuvimos una larga conversación. Está empeñado en casarse contigo.
—Puede ser.
Violeta miró a Paula con una mirada penetrante.
—¿Es que no lo quieres?
Paula hizo un gesto de dolor.
—Esa no es la cuestión.
—Si estás preocupada por tu trabajo, Pedro me aseguró que lo respetaría, y que estaba dispuesto a prestarte apoyo para que pudieras seguir haciendo un trabajo que te gusta. Dijo que sabía lo que te movía a trabajar, y que te era necesario para desarrollarte y sentirte realizada. Ese hombre me impresionó de verdad, Pau. No creo que vayas a tener ningún problema en ese sentido.
Violeta llevaba razón: Pedro no se interpondría en las oportunidades que le pudieran surgir, porque valoraba su propio trabajo y era capaz de aplicar al de ella el mismo valor. El único tiempo que le parecería mal empleado sería el que se dedicara al bebé.
—Cuando estuvo aquí ayer, se dió cuenta de que tenías la mesa calzada, y dijo que te haría otra que se adaptase mejor a tus necesidades de trabajo — continuó diciendo Violeta—. Así no tendrías molestias de espalda.
Paula no pudo evitar sonreír. Pedro disfrutaría construyéndole la mesa perfecta. Tenía cierta obsesión con hacer las cosas perfectas. Por desgracia, con los bebés, y los niños en general, con frecuencia hasta los planes más perfectos se torcían de manera imprevisible. ¿Sería Pedro capaz de aprender a soportar eso? Su sonrisa se convirtió en una mueca al recordar cómo se había puesto la noche en cuestión por la forma en que el bebé de sus amigos les echó a perder la cena.
—Si yo fuese tú, no lo dejaría escapar —dijo Violeta, en tono confidencial—. Ese chico es una joya. Tiene talento, tiene dinero. Y buenos músculos. Y además no pone pegas a nuestro negocio.
Paula suspiró y confesó la triste realidad:
—No quiere tener hijos, Viole. Por eso fue por lo que tuve que dejarlo.
—¿Te dió la espalda al quedarte embarazada? —preguntó, escandalizada.
—No. No le dije que estaba embarazada. Sabía que no quería niños. Me lo dijo en términos que no admitían duda.
Violeta se quedó meditando la cuestión mientras se acababa el café. Después, dejó la taza en la mesa y compartió con Paula el resultado de sus meditaciones.
—Bueno, el caso es que Olivia no lo ha espantado precisamente, ¿Verdad? No ha salido corriendo al descubrir que habías dado a luz a su hija.
Paula se encogió de hombros. Tampoco ella lo entendía del todo.
—Aún le gusto. Me parece que Olivia para él no es todavía algo real. Se acuerda de cómo eran las cosas entre nosotros, y quiere que vuelvan esos tiempos.
—Mmm —Violeta golpeteaba pensativa la encimera con sus uñas perfectamente arregladas—. ¿Va a venir esta tarde a hacerte una visita?
—Si no cambia de opinión, la idea era esa.
—¡Perfecto! —exclamó Violeta, alzando un dedo para enfatizar su conclusión—. Deja a Olivia con Pedro mientras atiendes a Juliana Hardwick. Si intenta desentenderse de la niña, será historia. Pero si se queda con ella, empezará a darse cuenta de que Oli es real. Ponlo a prueba, Pau.
Habiendo determinado cuál era la conducta apropiada, Violeta se levantó de la silla, plenamente seguía de sus resultados.
—Pero eso no demostraría nada —protestó Paula, que no estaba muy convencida de la idea de dejar a Olivia al cuidado de Pedro—. La niña se pasa la mayor parte del tiempo durmiendo.
—Aquí lo importante es la actitud de él —respondió Violeta, dirigiéndose a la puerta, en la que se detuvo para rematar el asunto—. Y no te olvides de recompensar a Pedro si se porta bien. Soy una gran partidaria de las recompensas. Con ellas uno consigue exactamente lo que busca —añadió, cerrando la puerta tras de sí.
Bien, se dijo Paula mentalmente, aprestándose para el combate. Dejándose invadir por el pesimismo no iba a ganar nada. Tendría que afrontar riesgos si lo que quería eran respuestas definitivas. Si Pedro acudía esa noche, lo dejaría al cuidado de Olivia. A fin de cuentas, era su padre. Y el cómo reaccionase a la idea de ser dejado a solas con el bebé le diría lo mucho que contaba era la actitud de él. Y el resultado bien podía ser decisivo.
Paternidad Inesperada: Capítulo 17
A lo mejor lo que pasaba era que no quería compartir al bebé con él. Como Spike con sus huesos. Volvió a estudiar la actitud de Paula, a la luz del comportamiento de Spike. Cautela, vigilancia, deseo de estar en un espacio conocido, desconfianza frente a cualquier intervención, incluso de él. Posesividad, agresividad. Sí, sí, estaba empezando a entender. Claro que había diferencias. Pedro tenía la certeza de que conservaba su capacidad de excitar a Paula… Bueno, quizá fuera precisamente eso lo que a ella le daba miedo, saber que él podía infiltrarse en sus defensas, a pesar de que estaba resuelta a defender a la cría con su vida. ¿Pero defenderla de qué? ¿Qué creería que le podía hacer él a la niña? ¿Arrebatársela? ¿Experimentar celos por el cariño que le diera a la criatura? Pero eso era ridículo.
—¿Tú puedes responder por mí, a que sí, Spike?
El perro irguió la cabeza y lo miró a la cara, atento, en alerta.
—¿Te he hecho yo daño alguna vez?
Spike bufó ante semejante ocurrencia.
—Claro que no. Y tú me defenderías con tu vida, ¿Verdad? Un ladrido de asentimiento.
—Muy bien. Tú y yo sabemos que soy una bellísima persona. Y Paula debería saberlo también. Pero, claro, si sigue dándole vueltas a las cosas que dije aquella noche, hace ocho meses… Va a ser eso, Spike.
El perro gruñó.
—Tienes toda la razón. Tiene motivos de sobra para darse cuenta de que no soy tan horrible. Bueno, muchas gracias por tu ayuda, Spike. Qué buenas ideas me das.
Al comprender que la conversación había acabado y que su amo estaba satisfecho de él, el mejor amigo del hombre volvió a ocuparse de su propia satisfacción. Quedaba mucho hueso que roer. Pensar que Nina lo rechazaba porque no confiaba en que se comportara como un buen padre no le sentaba nada bien. Era sumamente ofensivo, y estaba deseando que Paula dejara de pensar así. El podía ser tan buen padre como cualquiera. Mejor dicho, iba a ser mejor padre que nadie. Después de todo, había oído todas las historias de terror que contaban los padres novatos, y estaba preparado para evitar sus errores. Mañana mismo telefonearía a Rodrigo y Nadia, para que le enseñaran a cambiar pañales. Eso de que los padres no sabían o no querían aprender no se le podría aplicar a él. Y eso de que él no era un experto en el cuidado de los niños, bueno, ya veríamos. Seguro que había mucho escrito, y no había por qué depender únicamente de los consejos de otras mujeres. Si se armaba de paciencia y conocimientos, Paula se volvería hacia él, en busca de apoyo y consejo, en lugar de darle la espalda. Y cuanto más se apoyara en él, más fácil era que se quedara entre sus brazos. Y, en cuanto volvieran a hacer el amor, estaba seguro de que se acabarían los problemas entre ambos. La fabulosa fusión de sus cuerpos, esa gloriosa plenitud, la profunda intimidad recuperada… todo eso era lo que Jack deseaba con todas sus fuerzas. No pensaba prescindir de ello porque hubiera que dedicar todas las horas a cuidar de la cría. Ni dejar que aquello los separara. Sintiéndose mucho más animado, terminó a grandes bocados el pan y el queso que tenía en las manos, pensando en el día siguiente. «Mañana será otro día», se dijo, deseando que llegara para empezar a demostrar a Paula que sus temores sobre su capacidad paternal estaban totalmente injustificados.
—Mañana llega papá, nena —dijo en voz alta—. Mañana tendrás a papá a tu lado.
Llamaron a la puerta que unía el departamento con el resto de la casa y Paula sonrió. Tenía que ser Violeta.
—Pasa —le dijo alegremente a su amiga.
Eran las ocho y media, hora a la que Violeta solía reunirse todas las mañanas con ella para hablar de los asuntos de trabajo del día. El regreso a la rutina le proporcionaba a Paula una cómoda sensación de normalidad y seguridad, que le era necesaria después de la avalancha de incertidumbre en la que Pedro la había sumergido la noche pasada. Se abrió la puerta que daba al salón y Violeta asomó la cabeza moviendo sus muy expresivas cejas.
—¿Molesto?
Paula negó con la cabeza.
—Lo tengo todo bajo control; solamente estaba fregando los cacharros del desayuno. ¿Tienes tiempo para tomar una taza de café?
—Si no es molestia. ¿Qué tal ha amanecido el bebé?
—No ha dado problemas. Solo se ha despertado una vez por la noche, para hacer su toma. No se podría pedir un bebé de más fácil de contentar.
—Confiemos en que continúe así.
«Por muchos motivos», pensó Paula mientras ponía agua a calentar y echaba una cucharada de café instantáneo en una taza para su amiga. Pedro podría llegar a querer a un bebé bueno, pero la lactancia tan solo era el comienzo de un largo viaje con los niños. ¿Soportaría el recorrido? Dejó a un lado esa preocupación y sonrió a Violeta con calidez.
—Gracias por haberme dejado preparados los pañales.
—No ha sido nada.
—Y esta preciosidad de flores. Me encantan.
—Ah, esas flores las ha comprado Pedro; yo solo las he puesto en el jarrón — Violeta miró a su amiga con intención—. Oye, Pau, vale la pena casarse con ese hombre. Hay que ver lo pendiente que está de ti.
—Mmm. Bueno, ya veremos —dijo Paula sin comprometerse a nada. El agua hervía ya, y, agradeciendo la distracción, se dio la vuelta para preparar el café de Violeta como a su amiga le gustaba. Así pudo hacer llevar la conversación a los asuntos de negocios y preguntó—: ¿Hay algún encargo para mí?
No quería hablar de Pedro. Sus sentimientos hacia él oscilaban de un deseo salvaje a una irremediable desesperación.
—¿Tú puedes responder por mí, a que sí, Spike?
El perro irguió la cabeza y lo miró a la cara, atento, en alerta.
—¿Te he hecho yo daño alguna vez?
Spike bufó ante semejante ocurrencia.
—Claro que no. Y tú me defenderías con tu vida, ¿Verdad? Un ladrido de asentimiento.
—Muy bien. Tú y yo sabemos que soy una bellísima persona. Y Paula debería saberlo también. Pero, claro, si sigue dándole vueltas a las cosas que dije aquella noche, hace ocho meses… Va a ser eso, Spike.
El perro gruñó.
—Tienes toda la razón. Tiene motivos de sobra para darse cuenta de que no soy tan horrible. Bueno, muchas gracias por tu ayuda, Spike. Qué buenas ideas me das.
Al comprender que la conversación había acabado y que su amo estaba satisfecho de él, el mejor amigo del hombre volvió a ocuparse de su propia satisfacción. Quedaba mucho hueso que roer. Pensar que Nina lo rechazaba porque no confiaba en que se comportara como un buen padre no le sentaba nada bien. Era sumamente ofensivo, y estaba deseando que Paula dejara de pensar así. El podía ser tan buen padre como cualquiera. Mejor dicho, iba a ser mejor padre que nadie. Después de todo, había oído todas las historias de terror que contaban los padres novatos, y estaba preparado para evitar sus errores. Mañana mismo telefonearía a Rodrigo y Nadia, para que le enseñaran a cambiar pañales. Eso de que los padres no sabían o no querían aprender no se le podría aplicar a él. Y eso de que él no era un experto en el cuidado de los niños, bueno, ya veríamos. Seguro que había mucho escrito, y no había por qué depender únicamente de los consejos de otras mujeres. Si se armaba de paciencia y conocimientos, Paula se volvería hacia él, en busca de apoyo y consejo, en lugar de darle la espalda. Y cuanto más se apoyara en él, más fácil era que se quedara entre sus brazos. Y, en cuanto volvieran a hacer el amor, estaba seguro de que se acabarían los problemas entre ambos. La fabulosa fusión de sus cuerpos, esa gloriosa plenitud, la profunda intimidad recuperada… todo eso era lo que Jack deseaba con todas sus fuerzas. No pensaba prescindir de ello porque hubiera que dedicar todas las horas a cuidar de la cría. Ni dejar que aquello los separara. Sintiéndose mucho más animado, terminó a grandes bocados el pan y el queso que tenía en las manos, pensando en el día siguiente. «Mañana será otro día», se dijo, deseando que llegara para empezar a demostrar a Paula que sus temores sobre su capacidad paternal estaban totalmente injustificados.
—Mañana llega papá, nena —dijo en voz alta—. Mañana tendrás a papá a tu lado.
Llamaron a la puerta que unía el departamento con el resto de la casa y Paula sonrió. Tenía que ser Violeta.
—Pasa —le dijo alegremente a su amiga.
Eran las ocho y media, hora a la que Violeta solía reunirse todas las mañanas con ella para hablar de los asuntos de trabajo del día. El regreso a la rutina le proporcionaba a Paula una cómoda sensación de normalidad y seguridad, que le era necesaria después de la avalancha de incertidumbre en la que Pedro la había sumergido la noche pasada. Se abrió la puerta que daba al salón y Violeta asomó la cabeza moviendo sus muy expresivas cejas.
—¿Molesto?
Paula negó con la cabeza.
—Lo tengo todo bajo control; solamente estaba fregando los cacharros del desayuno. ¿Tienes tiempo para tomar una taza de café?
—Si no es molestia. ¿Qué tal ha amanecido el bebé?
—No ha dado problemas. Solo se ha despertado una vez por la noche, para hacer su toma. No se podría pedir un bebé de más fácil de contentar.
—Confiemos en que continúe así.
«Por muchos motivos», pensó Paula mientras ponía agua a calentar y echaba una cucharada de café instantáneo en una taza para su amiga. Pedro podría llegar a querer a un bebé bueno, pero la lactancia tan solo era el comienzo de un largo viaje con los niños. ¿Soportaría el recorrido? Dejó a un lado esa preocupación y sonrió a Violeta con calidez.
—Gracias por haberme dejado preparados los pañales.
—No ha sido nada.
—Y esta preciosidad de flores. Me encantan.
—Ah, esas flores las ha comprado Pedro; yo solo las he puesto en el jarrón — Violeta miró a su amiga con intención—. Oye, Pau, vale la pena casarse con ese hombre. Hay que ver lo pendiente que está de ti.
—Mmm. Bueno, ya veremos —dijo Paula sin comprometerse a nada. El agua hervía ya, y, agradeciendo la distracción, se dio la vuelta para preparar el café de Violeta como a su amiga le gustaba. Así pudo hacer llevar la conversación a los asuntos de negocios y preguntó—: ¿Hay algún encargo para mí?
No quería hablar de Pedro. Sus sentimientos hacia él oscilaban de un deseo salvaje a una irremediable desesperación.
jueves, 22 de junio de 2017
Paternidad Inesperada: Capítulo 16
¿Qué era lo que había hecho mal? Pedro no podía quitarse esa pregunta de la cabeza, mientras trataba de distraerse dando vueltas en torno a la colección de antigüedades que le habían entregado esa misma tarde. En condiciones normales, estaría loco de entusiasmo con la novedad, estudiando atentamente cada pieza, para ver cuáles eran las técnicas más adecuadas para su restauración. Pero esa noche no sentía entusiasmo alguno. Se sentía rechazado por todos, excepto por su perro, que, como siempre, andaba pegado a sus talones, ofreciéndole su lealtad y compañía.
—Me ha vuelto a dar la espalda, Spike —le dijo, con un tremendo suspiro.
Y el mejor amigo del hombre ladeó un momento la cabeza para escucharlo, lo miró con la debida conmiseración, y, enseguida, dió un salto para plantarle las patazas en el pecho, con la lengua fuera, dispuesto a cambiarle el humor a lametones. El peso del enorme chucho blanco y negro habría tumbado de espaldas a mucha gente, pero Spike sabía perfectamente cuánto cariño suyo podía resistir su amo. Pedro lo miró con el mismo cariño.
—Eres un perro estupendo, Spike, pero siento tener que decirte que no hueles tan bien como Paula, ¿Sabes?
El perro respondió con un gañido, y Pedro le sonrió y le revolvió el pelo detrás de las orejas, a cambio de lo cual Spike le hizo una nueva demostración de adoración absoluta. Sí, el amor y la devoción de Spike eran constantes, y de él no recibía señales equívocas ni contradictorias. Él era el centro del universo para su perro, y no había más que hablar. Desde luego, era una pena que la gente no se pareciera más a los perros, se dijo, repasando todo lo que había hecho ese día para reconquistar a Pauña. Él le convenía a ella. Era perfectamente consciente de ello. ¿Cómo es que ella no se daba cuenta? ¿Cómo no se alegraba de recuperarlo? ¿Qué más podría haber hecho él?
—A lo mejor es que los perros son más listos que las personas —le dijo a Spike en tono confidencial—. Las personas deberían pensar menos y confiar más en su instinto.
Y Spike le manifestó su conformidad con un lengüetazo. Y, con todo el derecho del mundo, Pedro se dijo que no había existido ninguna ambigüedad en la respuesta de Paula al besarla él. La corriente del deseo había pasado de uno a otro de forma inconfundible. Había sido algo total y absolutamente recíproco. No cabía ningún error: ella seguía deseándolo. No había forma de saber qué insensatez tenía en la cabeza, pero su cuerpo seguía en armonía con el de él. Y él sentía el suyo agitarse al pensarlo, seguramente porque llevaba demasiado tiempo de abstinencia, y ahora todo su ser intuía que iba a gozar de nuevo de una satisfacción plena. Paula era la mujer de su vida, para él era evidente, pero, por lo que fuera, aún tenía que convencerla a ella de que él era el hombre para ella. Y, desde luego, aquellos muebles podían y debían esperar a que él hubiera reflexionado sobre su futura conducta con ella. Los apetitos parecían llamarse unos a otros, y se dió cuenta de golpe de que estaba muerto de hambre.
—Vamos a ver qué cenamos, Spike.
Con un alegre ladrido, el perrazo se plantó de un salto junto a la puerta del taller, meneando la cola. ¿Por qué no sería la gente tan sencilla y directa como aquella curiosa mezcla de doberman, collie, gran danés, y quién sabía qué más? Spike y él nunca tenían problemas de comunicación. Pedro abrió la puerta que daba a la vivienda y los dos se dirigieron juntos a la cocina, que era la estancia más próxima al taller, para que los dos aprendices de Pedro no tuvieran ningún problema a la hora de hacerse un café o prepararse un sándwich. Creía que era más fácil colaborar con las personas con las que se compartían momentos de relajación, o un tentempié, y también por eso le habría gustado cenar con Paula. «Demasiado pronto». Eso había dicho ella, pero él no veía por qué. Veía, en cambio, que iba a ser muy difícil que pudieran reanudar su relación, si ella seguía esquivándolo. Abrió el frigorífico y sacó uno de los jugosos huesos, llenos de carne, que el carnicero le había dado esa mañana.
—Esto es lo que más te gusta, Spike: un hueso de codillo.
Y Spike se apresuró a tomarlo entre sus mandíbulas, gruñendo de alegría y agradecimiento, y meneando la cola enfervorizado, mientras se retiraba a su rincón de la cocina. Una vez allí, se dejó caer con cuidado con la protección de las paredes por dos flancos, y de un mueble por un tercero, mientras vigilaba atentamente el frente. Spike siempre se comportaba así cuando tenía un hueso. Su instinto le dictaba que desconfiara de cualquier movimiento próximo a él. Hasta el propio Pedro tenía que andarse con cuidado, si se le acercaba demasiado. Acercarse demasiado. Su pensamiento se quedó prendido de esas palabras. ¿Era esa la causa de la actitud de Paula? ¿Su rechazo obedecía a que no deseaba que él se acercara demasiado? ¿Se estaba protegiendo ella, y protegiendo a la criatura, por si la actitud de él no había cambiado tanto, después de todo? Seguía teniendo muy presente aquella discusión de hacía ocho meses, y no era de extrañar, puesto que había tenido esos mismos ocho meses para darle vueltas en la cabeza. Esta posible explicación llenaba su cabeza, mientras se servía queso y fiambres, se cortaba un trozo de pan, e iba a instalarse a la mesa de la cocina. Sí, eso debía de ser, la presencia de la cría era lo que no le permitía a ella ver la situación de la misma manera que él. La cría era un resultado de la relación entre ambos, y por supuesto que él la aceptaba plenamente. ¿Qué clase de hombre sería si no? Y también la habría aceptado hacía ocho meses, si lo hubiera sabido. En eso, Paula se había equivocado de medio a medio.
—Me ha vuelto a dar la espalda, Spike —le dijo, con un tremendo suspiro.
Y el mejor amigo del hombre ladeó un momento la cabeza para escucharlo, lo miró con la debida conmiseración, y, enseguida, dió un salto para plantarle las patazas en el pecho, con la lengua fuera, dispuesto a cambiarle el humor a lametones. El peso del enorme chucho blanco y negro habría tumbado de espaldas a mucha gente, pero Spike sabía perfectamente cuánto cariño suyo podía resistir su amo. Pedro lo miró con el mismo cariño.
—Eres un perro estupendo, Spike, pero siento tener que decirte que no hueles tan bien como Paula, ¿Sabes?
El perro respondió con un gañido, y Pedro le sonrió y le revolvió el pelo detrás de las orejas, a cambio de lo cual Spike le hizo una nueva demostración de adoración absoluta. Sí, el amor y la devoción de Spike eran constantes, y de él no recibía señales equívocas ni contradictorias. Él era el centro del universo para su perro, y no había más que hablar. Desde luego, era una pena que la gente no se pareciera más a los perros, se dijo, repasando todo lo que había hecho ese día para reconquistar a Pauña. Él le convenía a ella. Era perfectamente consciente de ello. ¿Cómo es que ella no se daba cuenta? ¿Cómo no se alegraba de recuperarlo? ¿Qué más podría haber hecho él?
—A lo mejor es que los perros son más listos que las personas —le dijo a Spike en tono confidencial—. Las personas deberían pensar menos y confiar más en su instinto.
Y Spike le manifestó su conformidad con un lengüetazo. Y, con todo el derecho del mundo, Pedro se dijo que no había existido ninguna ambigüedad en la respuesta de Paula al besarla él. La corriente del deseo había pasado de uno a otro de forma inconfundible. Había sido algo total y absolutamente recíproco. No cabía ningún error: ella seguía deseándolo. No había forma de saber qué insensatez tenía en la cabeza, pero su cuerpo seguía en armonía con el de él. Y él sentía el suyo agitarse al pensarlo, seguramente porque llevaba demasiado tiempo de abstinencia, y ahora todo su ser intuía que iba a gozar de nuevo de una satisfacción plena. Paula era la mujer de su vida, para él era evidente, pero, por lo que fuera, aún tenía que convencerla a ella de que él era el hombre para ella. Y, desde luego, aquellos muebles podían y debían esperar a que él hubiera reflexionado sobre su futura conducta con ella. Los apetitos parecían llamarse unos a otros, y se dió cuenta de golpe de que estaba muerto de hambre.
—Vamos a ver qué cenamos, Spike.
Con un alegre ladrido, el perrazo se plantó de un salto junto a la puerta del taller, meneando la cola. ¿Por qué no sería la gente tan sencilla y directa como aquella curiosa mezcla de doberman, collie, gran danés, y quién sabía qué más? Spike y él nunca tenían problemas de comunicación. Pedro abrió la puerta que daba a la vivienda y los dos se dirigieron juntos a la cocina, que era la estancia más próxima al taller, para que los dos aprendices de Pedro no tuvieran ningún problema a la hora de hacerse un café o prepararse un sándwich. Creía que era más fácil colaborar con las personas con las que se compartían momentos de relajación, o un tentempié, y también por eso le habría gustado cenar con Paula. «Demasiado pronto». Eso había dicho ella, pero él no veía por qué. Veía, en cambio, que iba a ser muy difícil que pudieran reanudar su relación, si ella seguía esquivándolo. Abrió el frigorífico y sacó uno de los jugosos huesos, llenos de carne, que el carnicero le había dado esa mañana.
—Esto es lo que más te gusta, Spike: un hueso de codillo.
Y Spike se apresuró a tomarlo entre sus mandíbulas, gruñendo de alegría y agradecimiento, y meneando la cola enfervorizado, mientras se retiraba a su rincón de la cocina. Una vez allí, se dejó caer con cuidado con la protección de las paredes por dos flancos, y de un mueble por un tercero, mientras vigilaba atentamente el frente. Spike siempre se comportaba así cuando tenía un hueso. Su instinto le dictaba que desconfiara de cualquier movimiento próximo a él. Hasta el propio Pedro tenía que andarse con cuidado, si se le acercaba demasiado. Acercarse demasiado. Su pensamiento se quedó prendido de esas palabras. ¿Era esa la causa de la actitud de Paula? ¿Su rechazo obedecía a que no deseaba que él se acercara demasiado? ¿Se estaba protegiendo ella, y protegiendo a la criatura, por si la actitud de él no había cambiado tanto, después de todo? Seguía teniendo muy presente aquella discusión de hacía ocho meses, y no era de extrañar, puesto que había tenido esos mismos ocho meses para darle vueltas en la cabeza. Esta posible explicación llenaba su cabeza, mientras se servía queso y fiambres, se cortaba un trozo de pan, e iba a instalarse a la mesa de la cocina. Sí, eso debía de ser, la presencia de la cría era lo que no le permitía a ella ver la situación de la misma manera que él. La cría era un resultado de la relación entre ambos, y por supuesto que él la aceptaba plenamente. ¿Qué clase de hombre sería si no? Y también la habría aceptado hacía ocho meses, si lo hubiera sabido. En eso, Paula se había equivocado de medio a medio.
Paternidad Inesperada: Capítulo 15
—¿Es que piensas comer conmigo, Pedro? —le preguntó, con cierta dureza.
—Había pensado que yo podría acercarme, cuando termine de trabajar y preparar las cenas. Así tendrías un ratito para descansar por las noches.
—Eres muy amable —pero, al decirlo, Paula estaba más bien pensando «Qué manera de hacerse con el control de todo»—¿También piensas prepararme el desayuno?
—Pues, er… —por suerte para él, Pedro dudó un momento, y, al percatarse del peligroso brillo de los ojos de Paula, preguntó, por precaución—. ¿No sería buena idea?
—No, si significa que das por sentado que te puedes quedar a dormir aquí cuando a tí te parezca bien —le contestó ella con irritación.
—No cuando a mí me parezca bien, Pau. Yo pretendo ayudarte —se apresuró a aclarar—. Pero de verdad que me preocupa esta noche. Todo el mundo dice que la primera noche que uno pasa a solas en casa con un recién nacido se pasa miedo. Ya no tiene uno a los expertos a mano…
—¿Y desde cuándo eres tú un experto? —la voz de Paula se elevó, sin querer, una octava.
—Quiero decir que uno se siente muy solo —corrigió Pedro—. Me da pena que te quedes sola, Pau. ¿Y si la cría te da mala noche? No tendrías a nadie con quien hablar…
—Nadie que me abrazara y me consolara y me diera un besito. ¿Es eso, Pedro? —estaba claro que lo que él quería era aprovechar cada minuto para estar con ella, no ocuparse de la niña.
Como Paula no parecía recibir favorablemente sus palabras, él hizo una pausa, con el ceño fruncido.
—Lo único que quiero es que puedas contar conmigo, Pau.
Con qué sinceridad parecía hablar. Ella estuvo a punto de ceder. A fin de cuentas, su propio corazón deseaba sentir su amor y poder entregarse a él, descansar en él. Pero Pedro solo se ofrecía a venir para estar con ella, y a ella eso no le bastaba. No podía contentarse con eso. Ojalá sintiera un interés parecido por Olivia. Paula cerró los ojos, trató de ordenar sus prioridades de nuevo, y comprendió que no podía seguir esforzándose por resolver los dilemas esa noche. Tenía que descansar.
—Quiero que te marches ya, Pedro.
—Pero Pau…
Ella volvió a abrir los ojos y lo miró. Estaba al límite de sus fuerzas.
—Por favor, márchate.
—Pero, ¿Por qué? —era evidente que aquello lo sorprendía y le dolía—. ¿Qué es lo que he hecho mal?
—No quiero seguir discutiendo —gritó ella, exasperada, y, sin paciencia ya para seguir explicando al motivo de su angustia, fue hasta la puerta y la abrió—. Por favor. Estoy muy cansada. Necesito tiempo y espacio para estar sola, Pedro.
A regañadientes, Pero se acercó a la puerta, sin dejar de mirarla, tratando de adivinar las causas de un comportamiento tan incomprensible para él. Al llegar junto a ella, levantó las manos, en un gesto de apaciguamiento.
-¿Y qué me dices de que yo…?
—¡No! —y Paula sacudió ofuscada la cabeza—. Es demasiado pronto. Buenas noches, Pedro. Muchísimas gracias por traernos a casa, pero ahora, de verdad, necesito que te vayas.
—Muy bien —contestó él, suavemente, viendo, que no se podía seguir hablando con ella en el estado en que se hallaba—. Buenas noches, Paula. Y dile también buenas noches a la cría de mi parte.
«La cría». Él salió y Paula, tras cerrar inmediatamente la puerta rompió a llorar.
—Había pensado que yo podría acercarme, cuando termine de trabajar y preparar las cenas. Así tendrías un ratito para descansar por las noches.
—Eres muy amable —pero, al decirlo, Paula estaba más bien pensando «Qué manera de hacerse con el control de todo»—¿También piensas prepararme el desayuno?
—Pues, er… —por suerte para él, Pedro dudó un momento, y, al percatarse del peligroso brillo de los ojos de Paula, preguntó, por precaución—. ¿No sería buena idea?
—No, si significa que das por sentado que te puedes quedar a dormir aquí cuando a tí te parezca bien —le contestó ella con irritación.
—No cuando a mí me parezca bien, Pau. Yo pretendo ayudarte —se apresuró a aclarar—. Pero de verdad que me preocupa esta noche. Todo el mundo dice que la primera noche que uno pasa a solas en casa con un recién nacido se pasa miedo. Ya no tiene uno a los expertos a mano…
—¿Y desde cuándo eres tú un experto? —la voz de Paula se elevó, sin querer, una octava.
—Quiero decir que uno se siente muy solo —corrigió Pedro—. Me da pena que te quedes sola, Pau. ¿Y si la cría te da mala noche? No tendrías a nadie con quien hablar…
—Nadie que me abrazara y me consolara y me diera un besito. ¿Es eso, Pedro? —estaba claro que lo que él quería era aprovechar cada minuto para estar con ella, no ocuparse de la niña.
Como Paula no parecía recibir favorablemente sus palabras, él hizo una pausa, con el ceño fruncido.
—Lo único que quiero es que puedas contar conmigo, Pau.
Con qué sinceridad parecía hablar. Ella estuvo a punto de ceder. A fin de cuentas, su propio corazón deseaba sentir su amor y poder entregarse a él, descansar en él. Pero Pedro solo se ofrecía a venir para estar con ella, y a ella eso no le bastaba. No podía contentarse con eso. Ojalá sintiera un interés parecido por Olivia. Paula cerró los ojos, trató de ordenar sus prioridades de nuevo, y comprendió que no podía seguir esforzándose por resolver los dilemas esa noche. Tenía que descansar.
—Quiero que te marches ya, Pedro.
—Pero Pau…
Ella volvió a abrir los ojos y lo miró. Estaba al límite de sus fuerzas.
—Por favor, márchate.
—Pero, ¿Por qué? —era evidente que aquello lo sorprendía y le dolía—. ¿Qué es lo que he hecho mal?
—No quiero seguir discutiendo —gritó ella, exasperada, y, sin paciencia ya para seguir explicando al motivo de su angustia, fue hasta la puerta y la abrió—. Por favor. Estoy muy cansada. Necesito tiempo y espacio para estar sola, Pedro.
A regañadientes, Pero se acercó a la puerta, sin dejar de mirarla, tratando de adivinar las causas de un comportamiento tan incomprensible para él. Al llegar junto a ella, levantó las manos, en un gesto de apaciguamiento.
-¿Y qué me dices de que yo…?
—¡No! —y Paula sacudió ofuscada la cabeza—. Es demasiado pronto. Buenas noches, Pedro. Muchísimas gracias por traernos a casa, pero ahora, de verdad, necesito que te vayas.
—Muy bien —contestó él, suavemente, viendo, que no se podía seguir hablando con ella en el estado en que se hallaba—. Buenas noches, Paula. Y dile también buenas noches a la cría de mi parte.
«La cría». Él salió y Paula, tras cerrar inmediatamente la puerta rompió a llorar.
Paternidad Inesperada: Capítulo 14
Y la mente de Paula, barrida por el deseo, sintió una sacudida de pasión al oírlo, pero, luego, lenta e inexorablemente, la conclusión lógica de lo que le decía Pedro se abrió paso en su cerebro. No habría permitido a Olivia interponerse entre los dos. Y, aunque ahora quisiera obligarse a sí mismo a tolerarla, sin duda sentiría resentimiento al hacerlo. Y qué fácil era olvidarse de que existía, mientras se pasaba el día dormida y no molestaba en absoluto. Pero eso no duraría.
—Olivia—dijo en un susurro. La voz le salió ahogada, al darse cuenta de que también ella había dejado de pensar en la niña.
—No le va a pasar nada en dos minutos.
—No —dijo Paula, empezando a buscar el cierre de su cinturón de seguridad, apartándose bruscamente del peligroso contacto de él—. No quiero hablar ahora de estas cosas, Pedro. Quiero meter el equipaje y volver a instalarme cuanto antes en mi casa.
—Pero yo no te estaba culpando por haber tomado esa decisión —repuso él, suavemente—; simplemente, me lamentaba por el tiempo perdido de estar juntos. Y no me gustaría que siguiéramos perdiéndolo.
—¡Muy bien! Pues vamos a movernos.
Paula abrió la puerta del coche y saltó, sin dejarse entretener más. Al tocar el suelo, sintió que las piernas se le doblaban y tuvo que agarrarse a la puerta. Por si fuera poco el desgaste físico de dar a luz, ahora tenía que ocuparse de reajustar toda su vida emocional. Se dijo que debía mantenerlo a una distancia prudencial hasta que estuviera segura de cómo le iba a afectar la convivencia con un bebé. No deseaba verse desgarrada entre dos amores en conflicto. Si ahora cedía a los sentimientos que despertaba en ella, más adelante todo sería mucho más penoso, si finalmente tenía que renunciar a él por Olivia.
—¿Estás bien? —le preguntó él, preocupado al verla así.
—Sí —le contestó, agradeciendo que él probablemente lo atribuiría todo a debilidad física, y no a su vulnerabilidad ante él.
Tomó su bolso y cerró la puerta del coche. Se recostó contra ella, tratando de reunir sus fuerzas, mientras él bajaba por su lado y, para su alivio, en lugar de seguir presionándola, empezó a ocuparse de Olivia. Con el moisés de la niña en una mano y la maleta en la otra, la siguió hacia la entrada del apartamento que ésta tenía en la casa de Violeta. Reanimada, ella consiguió andar con seguridad hasta la casa, agradeciendo que su amiga hubiera dejado todas las luces encendidas, sin duda como gesto de bienvenida. Abrió la puerta, y se apartó, para dejar pasar a Pedro, en su papel de porteador. Era consciente del riesgo que suponía dejarlo entrar en casa, pero no se sentía con fuerzas para negarse. No podía tratarlo con tal descortesía, y, a cambio, estaba segura de que él respetaría su deseo de quedarse a solas con Olivia. Lo único que tenía que hacer era mostrar firmeza, por persuasivo que él resultara.
—¿Derechos al dormitorio? —preguntó él, señalando con la barbilla a la niña.
—Sí, muy bien —le contestó Paula, sin poder evitar ruborizarse al pensar en las muchas veces que habían compartido dormitorio.
Era evidente que, al entrar esa mañana en el piso para dejar la compra, Pedro se había familiarizado con la disposición de las habitaciones. Sin tener que decirle nada, recorrió con los bultos el vestíbulo y el corredor, pasando de largo ante las puertas del bailo y de la cocina, y encendiendo la luz del dormitorio al llegar a él. Para Paula era mucho mejor no verse obligada a acompañarlo. Por su parte, entró en la pequeña cocina y puso agua a calentar. Después de todas las atenciones que había tenido con ella Pedro ese día, era imposible despedirlo sin ofrecerle al menos una taza de té. Mientras esperaba a que hirviera el agua, trató de tranquilizarse, de recuperar la sensación de independencia que el apartamento le daba. Comparado con la casa de él, era diminuto, pero lo había organizado de forma que podía moverse con comodidad.
El cuarto de estar estaba dividido en tres zonas. Una, junto a la ventana, ocupada por un tersillo de bambú, con la correspondiente mesita de café. A continuación, estaba su máquina de coser y, detrás de ella, en la pared, un enorme panel de corcho, en el que estaban colgados todos los útiles de su oficio, los hilos, las tijeras, la cinta métrica. En el otro extremo de la habitación, estaban la televisión y la cadena de música. La tapicería llenaba de vida la habitación y, naturalmente, no había pagado por las fundas y cojines de su sofá y butacas, ni por sus cortinas, más que el precio de la tela. A juego con la tela, había ahora un hermoso ramo de dalias amarillas sobre la mesita, un gesto más de bienvenida, sin duda, de Violeta. Las rosas se habían quedado en la habitación del hospital, para que Macarena y Karen, quienes la ocuparan después, disfrutaran de ellas. No era nada fácil trasladar un jarrón con tres docenas. Pensó que seguramente a Pedro no le habría parecido bien el uso que ella hacía de su mesa de comedor. No la usaba para comer, sino que la tenía permanentemente calzada con tacos de madera, hasta una altura cómoda para apoyarse en ella para dibujar y cortar. Sus comidas las tomaba en la encimera de la cocina. No tenía mucho espacio, pero eso no significaba que no llevara una vida cómoda y agradable. Al oír los pasos de él, se apresuró a colocar las tazas en la bandeja. Después abrió la puerta del frigorífico, bloqueando así el estrecho paso de entrada a la cocina. Su intención era tanto la de sacar la leche como la de que Pedro fuera directamente al cuarto de estar, a sentarse, pero se quedó embobada contemplando el contenido del frigorífico.
—Sin novedad en el frente —dijo él alegremente.
Pero ella apenas lo oyó, absorta ante la cantidad y variedad de carne, pescado, fruta, verdura, y, por supuesto, todo tipo de fruslerías apetecibles que llenaban su frigorífico.
—Nunca podré comerme todo esto —dijo, muy bajito.
—Ya te ayudaré yo —contestó él animosamente.
Y, al oírlo, sintió un cosquilleo de advertencia en la columna. Cerró la puerta del frigorífico y decidió hacer frente a la emergencia que se le presentaba. Pedro le dirigió una sonrisa deslumbrante, y ella sintió ganas de lamentarse por lo difícil que le estaba poniendo las cosas.
—Olivia—dijo en un susurro. La voz le salió ahogada, al darse cuenta de que también ella había dejado de pensar en la niña.
—No le va a pasar nada en dos minutos.
—No —dijo Paula, empezando a buscar el cierre de su cinturón de seguridad, apartándose bruscamente del peligroso contacto de él—. No quiero hablar ahora de estas cosas, Pedro. Quiero meter el equipaje y volver a instalarme cuanto antes en mi casa.
—Pero yo no te estaba culpando por haber tomado esa decisión —repuso él, suavemente—; simplemente, me lamentaba por el tiempo perdido de estar juntos. Y no me gustaría que siguiéramos perdiéndolo.
—¡Muy bien! Pues vamos a movernos.
Paula abrió la puerta del coche y saltó, sin dejarse entretener más. Al tocar el suelo, sintió que las piernas se le doblaban y tuvo que agarrarse a la puerta. Por si fuera poco el desgaste físico de dar a luz, ahora tenía que ocuparse de reajustar toda su vida emocional. Se dijo que debía mantenerlo a una distancia prudencial hasta que estuviera segura de cómo le iba a afectar la convivencia con un bebé. No deseaba verse desgarrada entre dos amores en conflicto. Si ahora cedía a los sentimientos que despertaba en ella, más adelante todo sería mucho más penoso, si finalmente tenía que renunciar a él por Olivia.
—¿Estás bien? —le preguntó él, preocupado al verla así.
—Sí —le contestó, agradeciendo que él probablemente lo atribuiría todo a debilidad física, y no a su vulnerabilidad ante él.
Tomó su bolso y cerró la puerta del coche. Se recostó contra ella, tratando de reunir sus fuerzas, mientras él bajaba por su lado y, para su alivio, en lugar de seguir presionándola, empezó a ocuparse de Olivia. Con el moisés de la niña en una mano y la maleta en la otra, la siguió hacia la entrada del apartamento que ésta tenía en la casa de Violeta. Reanimada, ella consiguió andar con seguridad hasta la casa, agradeciendo que su amiga hubiera dejado todas las luces encendidas, sin duda como gesto de bienvenida. Abrió la puerta, y se apartó, para dejar pasar a Pedro, en su papel de porteador. Era consciente del riesgo que suponía dejarlo entrar en casa, pero no se sentía con fuerzas para negarse. No podía tratarlo con tal descortesía, y, a cambio, estaba segura de que él respetaría su deseo de quedarse a solas con Olivia. Lo único que tenía que hacer era mostrar firmeza, por persuasivo que él resultara.
—¿Derechos al dormitorio? —preguntó él, señalando con la barbilla a la niña.
—Sí, muy bien —le contestó Paula, sin poder evitar ruborizarse al pensar en las muchas veces que habían compartido dormitorio.
Era evidente que, al entrar esa mañana en el piso para dejar la compra, Pedro se había familiarizado con la disposición de las habitaciones. Sin tener que decirle nada, recorrió con los bultos el vestíbulo y el corredor, pasando de largo ante las puertas del bailo y de la cocina, y encendiendo la luz del dormitorio al llegar a él. Para Paula era mucho mejor no verse obligada a acompañarlo. Por su parte, entró en la pequeña cocina y puso agua a calentar. Después de todas las atenciones que había tenido con ella Pedro ese día, era imposible despedirlo sin ofrecerle al menos una taza de té. Mientras esperaba a que hirviera el agua, trató de tranquilizarse, de recuperar la sensación de independencia que el apartamento le daba. Comparado con la casa de él, era diminuto, pero lo había organizado de forma que podía moverse con comodidad.
El cuarto de estar estaba dividido en tres zonas. Una, junto a la ventana, ocupada por un tersillo de bambú, con la correspondiente mesita de café. A continuación, estaba su máquina de coser y, detrás de ella, en la pared, un enorme panel de corcho, en el que estaban colgados todos los útiles de su oficio, los hilos, las tijeras, la cinta métrica. En el otro extremo de la habitación, estaban la televisión y la cadena de música. La tapicería llenaba de vida la habitación y, naturalmente, no había pagado por las fundas y cojines de su sofá y butacas, ni por sus cortinas, más que el precio de la tela. A juego con la tela, había ahora un hermoso ramo de dalias amarillas sobre la mesita, un gesto más de bienvenida, sin duda, de Violeta. Las rosas se habían quedado en la habitación del hospital, para que Macarena y Karen, quienes la ocuparan después, disfrutaran de ellas. No era nada fácil trasladar un jarrón con tres docenas. Pensó que seguramente a Pedro no le habría parecido bien el uso que ella hacía de su mesa de comedor. No la usaba para comer, sino que la tenía permanentemente calzada con tacos de madera, hasta una altura cómoda para apoyarse en ella para dibujar y cortar. Sus comidas las tomaba en la encimera de la cocina. No tenía mucho espacio, pero eso no significaba que no llevara una vida cómoda y agradable. Al oír los pasos de él, se apresuró a colocar las tazas en la bandeja. Después abrió la puerta del frigorífico, bloqueando así el estrecho paso de entrada a la cocina. Su intención era tanto la de sacar la leche como la de que Pedro fuera directamente al cuarto de estar, a sentarse, pero se quedó embobada contemplando el contenido del frigorífico.
—Sin novedad en el frente —dijo él alegremente.
Pero ella apenas lo oyó, absorta ante la cantidad y variedad de carne, pescado, fruta, verdura, y, por supuesto, todo tipo de fruslerías apetecibles que llenaban su frigorífico.
—Nunca podré comerme todo esto —dijo, muy bajito.
—Ya te ayudaré yo —contestó él animosamente.
Y, al oírlo, sintió un cosquilleo de advertencia en la columna. Cerró la puerta del frigorífico y decidió hacer frente a la emergencia que se le presentaba. Pedro le dirigió una sonrisa deslumbrante, y ella sintió ganas de lamentarse por lo difícil que le estaba poniendo las cosas.
Paternidad Inesperada: Capítulo 13
Ya habían salido del túnel y rebasado la avenida por la que normalmente se desviaba Pedro, en dirección a su casa. Era preciosa, con vistas al mar, y muy amplia, aunque él había dedicado el garaje, con capacidad para tres coches, y el porche, que normalmente era el área de juegos para otras familias, a taller. La verdad era que tener que hacer sitio para una criatura no dejaría de ser un incordio. Cada vez estaban más cerca de su casa, y Paula se resolvió a dejar las cosas claras. Pedro tenía que comprender que no le bastaba con palabras: tenía que ver pruebas sólidas de su dedicación antes de plantearse compartir la vida con él. Estaba a punto de decírselo, cuando él se le adelantó:
—Todos los niños deberían tener perro —declaró con convicción, y echó un vistazo hacia ella, para comprobar que estaba de acuerdo con él—. Bueno, tal vez uno pequeño para empezar. Me han dicho que los fox terrier enanos son muy buenos compañeros.
Lo de «enanos» le parecía muy bien a Paula.
—Pero me parece que hay unas cuantas cosas que debemos solucionar antes de plantearnos eso —le advirtió.
Pedro daba muchas cosas por sentadas, sin saber los numerosos ajustes que iba a sufrir su forma de vida.
—Claro —dijo, alegremente—, pero no quiero meterte prisa. Violeta me ha dicho que por lo menos le llevará mes y medio organizar una boda bonita. Y quiero que nuestra boda sea para tí un sueño.
—¡Pero Pedro! —exclamó, aterrada—. Yo no quiero una boda por obligación.
—Nadie me está apuntando con una pistola para que me case, Paula.
—Pero no se te habría ocurrido casarte de no ser por la niña —contraatacó ella.
—Eso no es verdad. Yo iba a pedirte que vinieras a vivir conmigo esa misma noche que discutimos. Es lo mismo.
—¡No es lo mismo para nada!
—Lo es para mí —replicó Pedro, y sus ojos verdes brillaban al afirmarlo—. Tú eres la única mujer con la que he querido vivir, Paula.
—Me parece que se te olvida algo. Que vengo con niña incorporada.
—Porque existe la niña es por lo que ahora prefiero el matrimonio — explicó él, esforzándose por ser paciente—. No hay nadie más conservador que un niño: les gusta tener seguros a mamá y papá.
—Todo eso es muy bonito —contestó ella—, pero, en la práctica, no sale igual. Más de la tercera parte de los que se casan terminan divorciándose. ¿Y qué pasa entonces con los niños?
Pedro dió un suspiro y le dirigió una tierna mirada.
—Ya sé que hablas por propia experiencia, Pau, y que debió de dolerte mucho que se divorciaran tus padres…
«Pues no. Lo que dolía era lo de antes de divorciarse».
—Pero eso no es razón para que nosotros no nos casemos. No somos las mismas personas.
—Y yo no estaría sentada a tu lado si no creyera que podemos intentarlo, Pedro—le contestó, muy tensa—pero, te lo ruego, haz el favor de no seguir dando por supuesto que yo ya estoy dispuesta a compartir mi vida y la de Olivia contigo. Porque no lo estoy.
Silencio. Paula sentía a Pedro dándole vueltas a la situación, buscando formas de desmontar las objeciones de ella, de apaciguar sus miedos. Y eso la ponía muy nerviosa. No quería sentirse presionada. No lo podía soportar en ese momento. La confianza no era algo que se pudiera forzar, sino que debía ir creciendo poco a poco. Tan absorta estaba, que la sorprendió dejar de oír el motor del coche. Estaban parados junto al bordillo, delante de la casa de Violeta. ¡Ya estaban en casa! El corazón se le aceleró, en parte de alegría, y en parte por aprensión, temiendo el momento de pedirle que se fuera a su casa. Él se había soltado ya el cinturón de seguridad y se volvía hacia ella, poniéndole una mano dulcemente contra la mejilla, para captar su atención.
—Pau… —le dijo, con la voz estrangulada por la emoción—. Te amo. Necesito que me creas… Y se inclinó hacia ella.
Antes de que pudiera reaccionar, la boca de Pedro estaba solicitando la suya, tratando de persuadirla, de seducirla con una ternura que anulaba cualquier resistencia que hubiera podido despertar otro beso más apasionado. La dulzura, la delicadeza de aquella especie de tanteo despertó en ella la conciencia del vacío de todos esos meses sin él, y con ella una desesperada necesidad de colmarlo, de borrar las dudas y el miedo, de dejar que el amor entrara a raudales. Sus labios respondieron instintivamente a los de él, incitantes, invitadores, respondiendo ciegamente a la memoria de la pasión que habían compartido. Lentamente, a regañadientes, Pedro refrenó el poder de la pasión que los dos empezaban a reconocer, dejando a Paula aún temblorosa al apartarse. También él jadeaba al respirar, pero le acarició la mejilla con extremada suavidad. Paula abrió los ojos, sin aliento, ahogando su deseo de protestar por su separación, de rogar que continuara lo que había comenzado. Pedro tenía una expresión de angustia.
—Podría haber estado junto a tí todo este tiempo…
Pero ella no quería volver sobre el pasado. Lo que quería…
—Yo habría estado junto a tí, Pau, si me lo hubieras dicho.
¿Sería eso cierto?, pensó Paula.
—Te juro que nada habría podido interponerse entre los dos.
—Todos los niños deberían tener perro —declaró con convicción, y echó un vistazo hacia ella, para comprobar que estaba de acuerdo con él—. Bueno, tal vez uno pequeño para empezar. Me han dicho que los fox terrier enanos son muy buenos compañeros.
Lo de «enanos» le parecía muy bien a Paula.
—Pero me parece que hay unas cuantas cosas que debemos solucionar antes de plantearnos eso —le advirtió.
Pedro daba muchas cosas por sentadas, sin saber los numerosos ajustes que iba a sufrir su forma de vida.
—Claro —dijo, alegremente—, pero no quiero meterte prisa. Violeta me ha dicho que por lo menos le llevará mes y medio organizar una boda bonita. Y quiero que nuestra boda sea para tí un sueño.
—¡Pero Pedro! —exclamó, aterrada—. Yo no quiero una boda por obligación.
—Nadie me está apuntando con una pistola para que me case, Paula.
—Pero no se te habría ocurrido casarte de no ser por la niña —contraatacó ella.
—Eso no es verdad. Yo iba a pedirte que vinieras a vivir conmigo esa misma noche que discutimos. Es lo mismo.
—¡No es lo mismo para nada!
—Lo es para mí —replicó Pedro, y sus ojos verdes brillaban al afirmarlo—. Tú eres la única mujer con la que he querido vivir, Paula.
—Me parece que se te olvida algo. Que vengo con niña incorporada.
—Porque existe la niña es por lo que ahora prefiero el matrimonio — explicó él, esforzándose por ser paciente—. No hay nadie más conservador que un niño: les gusta tener seguros a mamá y papá.
—Todo eso es muy bonito —contestó ella—, pero, en la práctica, no sale igual. Más de la tercera parte de los que se casan terminan divorciándose. ¿Y qué pasa entonces con los niños?
Pedro dió un suspiro y le dirigió una tierna mirada.
—Ya sé que hablas por propia experiencia, Pau, y que debió de dolerte mucho que se divorciaran tus padres…
«Pues no. Lo que dolía era lo de antes de divorciarse».
—Pero eso no es razón para que nosotros no nos casemos. No somos las mismas personas.
—Y yo no estaría sentada a tu lado si no creyera que podemos intentarlo, Pedro—le contestó, muy tensa—pero, te lo ruego, haz el favor de no seguir dando por supuesto que yo ya estoy dispuesta a compartir mi vida y la de Olivia contigo. Porque no lo estoy.
Silencio. Paula sentía a Pedro dándole vueltas a la situación, buscando formas de desmontar las objeciones de ella, de apaciguar sus miedos. Y eso la ponía muy nerviosa. No quería sentirse presionada. No lo podía soportar en ese momento. La confianza no era algo que se pudiera forzar, sino que debía ir creciendo poco a poco. Tan absorta estaba, que la sorprendió dejar de oír el motor del coche. Estaban parados junto al bordillo, delante de la casa de Violeta. ¡Ya estaban en casa! El corazón se le aceleró, en parte de alegría, y en parte por aprensión, temiendo el momento de pedirle que se fuera a su casa. Él se había soltado ya el cinturón de seguridad y se volvía hacia ella, poniéndole una mano dulcemente contra la mejilla, para captar su atención.
—Pau… —le dijo, con la voz estrangulada por la emoción—. Te amo. Necesito que me creas… Y se inclinó hacia ella.
Antes de que pudiera reaccionar, la boca de Pedro estaba solicitando la suya, tratando de persuadirla, de seducirla con una ternura que anulaba cualquier resistencia que hubiera podido despertar otro beso más apasionado. La dulzura, la delicadeza de aquella especie de tanteo despertó en ella la conciencia del vacío de todos esos meses sin él, y con ella una desesperada necesidad de colmarlo, de borrar las dudas y el miedo, de dejar que el amor entrara a raudales. Sus labios respondieron instintivamente a los de él, incitantes, invitadores, respondiendo ciegamente a la memoria de la pasión que habían compartido. Lentamente, a regañadientes, Pedro refrenó el poder de la pasión que los dos empezaban a reconocer, dejando a Paula aún temblorosa al apartarse. También él jadeaba al respirar, pero le acarició la mejilla con extremada suavidad. Paula abrió los ojos, sin aliento, ahogando su deseo de protestar por su separación, de rogar que continuara lo que había comenzado. Pedro tenía una expresión de angustia.
—Podría haber estado junto a tí todo este tiempo…
Pero ella no quería volver sobre el pasado. Lo que quería…
—Yo habría estado junto a tí, Pau, si me lo hubieras dicho.
¿Sería eso cierto?, pensó Paula.
—Te juro que nada habría podido interponerse entre los dos.
martes, 20 de junio de 2017
Paternidad Inesperada: Capítulo 12
Era una sensación rara ir sentada junto a Pedro en su coche, como si hubieran entrado en un bucle del tiempo, como si los últimos ocho meses no hubiesen existido. Era el mismo espacioso Range Rover, y producía el mismo efecto de dominar al resto de los coches, muy por debajo de ellos, experimentaba la misma sensación de seguridad por hallarse en manos del mismo hombre, con el que sentía restaurarse una curiosa intimidad, al estar juntos y aislados de los demás. Para sacudirse esa sensación de unión tan misteriosa, Paula no hacía más que mirar para asegurarse de que, en efecto, no viajaban solos los dos, sino que Olivia estaba con ellos, completamente a salvo en su cesta, muy tranquila a pesar del cambio de ambiente. La vida y el tiempo no se habían detenido, y Olivia era la prueba viviente. Pedro se había presentado con el arnés para el moisés ya instalado en su todoterreno, sorprendiendola una vez más por su previsión. Al menos, en ese sentido práctico, sí que había aceptado a Olivia.
—No te preocupes más, Pau, que no hay razón alguna —le dijo con una sonrisa, al verla una vez más mirando al asiento de atrás—. El único sitio en el que es seguro que los bebés se duermen es un vehículo en movimiento.
—¿Y eso de dónde lo sacas?
La sonrisa de Pedro se volvió un poco irónica.
—Un conocido mío tuvo que pasarse una vez la mayor parte de la noche dando vueltas con su niño. Su mujer estaba desesperada por dormir, y la única forma de que el crío dejara de llorar era así.
—A lo mejor le pasaba algo.
—Que le dolía la tripita, nada más.
Y nada menos, se dijo Paula, que se daba perfecta cuenta de hasta qué punto podía un problema banal como ese afectar a la relación entre ellos. Hasta ahora, Pedro no había visto a Olivia más que dormida, como una muñequita, a la que bastaba con hacer un arrumaco. Por eso, debía de pensar que la situación entre ambos podía continuar casi como era antes. Hasta a ella le había dado esa sensación, al ir sentada a su lado, como antes. Como antes de Olivia. Pero ya no estaban saliendo, y tampoco iban a casa a hacer el amor. En ese momento, empezó a preocuparla lo que Pedro estuviera esperando que sucediera esa noche. La verdad era que no había tratado de besarla todavía. No había tenido más que gestos de cariño y apoyo para con ella. Se quedó mirando sus manos, apoyadas en el volante. Quizá fuera por su oficio, por el tiempo y el cuidado puestos en tratar la madera, sacando a la luz toda su belleza, por lo que las manos de Jack tenían aquella extraordinaria sensibilidad. Pero, por mucho que ansiara volver a sentir la confirmación física de su amor, era demasiado pronto para pensar en reanudar su intimidad. Demasiado pronto para todos, y en todos los sentidos. Su cuerpo necesitaba tiempo para recuperarse del parto, y, aparte de eso, ella necesitaba comprobar la dedicación de Pedro a la niña antes de permitirse regresar a la intimidad de antes. No podía confiar en él sin más, por muy buenas que fueran las intenciones de Pedro. Ya se sabía de qué estaba empedrado el camino hacia el infierno. Estaban ya entrando en el túnel de la bahía. Una vez emergieran del lado norte, llegarían en pocos minutos a Lane Cove, que era donde se había instalado Violeta, con el loable propósito de estar bien situada para atender a la clientela de las urbanizaciones del norte y el oeste de Sidney. Se estaba preguntando si no debería dejarle claro a él antes de que llegasen que las cosas no estaban ni mucho menos solucionadas entre ellos dos, cuando sintió algo que chocaba contra sus tacones, al bajar el Range Rover la cuesta abajo del túnel. Se agachó para ver qué era. Una lata de comida para perros. No había vuelto a acordarse del perrazo de él, pero, al comprobar que seguía teniéndolo, sintió un nuevo desaliento.
—Lo siento —dijo Pedro, al verla con la lata en la mano—; debe de haberse salido de una bolsa del supermercado. Más vale que la guardes en la guantera, para que no esté suelta.
Ella siguió su indicación, sin dejar de lamentar que estuviera tan encariñado con aquel perro que había sacado de la Protectora de Animales, y que era tan enorme como fiero. Pedro había conseguido un magnífico perro guardián, que era lo que le convenía, puesto que en su vivienda-taller guardaba con frecuencia piezas muy valiosas, pero a ella le daba miedo. Nunca había podido decidirse a darle una palmadita, ni mucho menos jugar con él, como hacía su dueño, que insistía en que era inofensivo si no notaba agresión. A lo mejor todo era debido a que ella no hubiera tenido ningún contacto con perros de pequeña. Por cierto…
—¿Cómo es que nunca me has contado nada de cuando eras pequeño, Pedo?
—Pues porque no tiene ninguna gracia recordar los peores años de la vida de uno, Paula. No era agradable, pero era justo. Tampoco ella le había dado muchos detalles de su infancia.
Solo le había contado que sus padres se divorciaron y ella se fue a vivir con su abuela hasta que empezó en la escuela de diseño, y tuvo que ir a Sidney. Como su familia, si así podía llamarla, vivía a centenares de kilómetros hacia el norte, en Port Macquarie, no fue nada difícil descartar el ir a verlos. Por otra parte, al no tener padres ni hermanos, Pedro no estaba precisamente obsesionado con el tema de la familia. Siempre había aceptado su independencia con la misma naturalidad con que consideraba la suya propia. Así que no se había sentido obligada a contarle que había crecido sintiéndose una carga. No le gustaba recordarlo, y, a fin de cuentas, él la aceptaba tal cual era, sin cuestionarse su procedencia o ambiente, que era exactamente lo que ella prefería.
—¿Tenías perro de pequeño? —le preguntó, volviendo al asunto que la preocupaba.
—No. Mis padres no me dejaron. Era una lata —sonrió con amargura—. Ya era bastante lata yo, para encima cargar con un perro.
Así que a él también lo habían considerado una carga, aunque hubiera sido un hijo deseado.
—El portero del colegio tenía un perro, y me dejaba que jugara con él — siguió Pedro, y, evidentemente, eran recuerdos agradables—. Bueno, con ella. Se llamaba Miel, y era una hembra de Labrador. Un año tuvo nueve cachorros, nada menos. Yo habría dado cualquier cosa por uno de esos cachorros.
Paula ahogó un suspiro. Estaba claro que Pedro no iba a desprenderse de Spike, así que había un problema más. ¿Cómo iba a permitir ella que esa fiera se le acercara a Olivia? Había oído y leído demasiadas historias terroríficas sobre los ataques de perros de presa a niños como para que se pudiera siquiera plantear el arriesgarse.
—No te preocupes más, Pau, que no hay razón alguna —le dijo con una sonrisa, al verla una vez más mirando al asiento de atrás—. El único sitio en el que es seguro que los bebés se duermen es un vehículo en movimiento.
—¿Y eso de dónde lo sacas?
La sonrisa de Pedro se volvió un poco irónica.
—Un conocido mío tuvo que pasarse una vez la mayor parte de la noche dando vueltas con su niño. Su mujer estaba desesperada por dormir, y la única forma de que el crío dejara de llorar era así.
—A lo mejor le pasaba algo.
—Que le dolía la tripita, nada más.
Y nada menos, se dijo Paula, que se daba perfecta cuenta de hasta qué punto podía un problema banal como ese afectar a la relación entre ellos. Hasta ahora, Pedro no había visto a Olivia más que dormida, como una muñequita, a la que bastaba con hacer un arrumaco. Por eso, debía de pensar que la situación entre ambos podía continuar casi como era antes. Hasta a ella le había dado esa sensación, al ir sentada a su lado, como antes. Como antes de Olivia. Pero ya no estaban saliendo, y tampoco iban a casa a hacer el amor. En ese momento, empezó a preocuparla lo que Pedro estuviera esperando que sucediera esa noche. La verdad era que no había tratado de besarla todavía. No había tenido más que gestos de cariño y apoyo para con ella. Se quedó mirando sus manos, apoyadas en el volante. Quizá fuera por su oficio, por el tiempo y el cuidado puestos en tratar la madera, sacando a la luz toda su belleza, por lo que las manos de Jack tenían aquella extraordinaria sensibilidad. Pero, por mucho que ansiara volver a sentir la confirmación física de su amor, era demasiado pronto para pensar en reanudar su intimidad. Demasiado pronto para todos, y en todos los sentidos. Su cuerpo necesitaba tiempo para recuperarse del parto, y, aparte de eso, ella necesitaba comprobar la dedicación de Pedro a la niña antes de permitirse regresar a la intimidad de antes. No podía confiar en él sin más, por muy buenas que fueran las intenciones de Pedro. Ya se sabía de qué estaba empedrado el camino hacia el infierno. Estaban ya entrando en el túnel de la bahía. Una vez emergieran del lado norte, llegarían en pocos minutos a Lane Cove, que era donde se había instalado Violeta, con el loable propósito de estar bien situada para atender a la clientela de las urbanizaciones del norte y el oeste de Sidney. Se estaba preguntando si no debería dejarle claro a él antes de que llegasen que las cosas no estaban ni mucho menos solucionadas entre ellos dos, cuando sintió algo que chocaba contra sus tacones, al bajar el Range Rover la cuesta abajo del túnel. Se agachó para ver qué era. Una lata de comida para perros. No había vuelto a acordarse del perrazo de él, pero, al comprobar que seguía teniéndolo, sintió un nuevo desaliento.
—Lo siento —dijo Pedro, al verla con la lata en la mano—; debe de haberse salido de una bolsa del supermercado. Más vale que la guardes en la guantera, para que no esté suelta.
Ella siguió su indicación, sin dejar de lamentar que estuviera tan encariñado con aquel perro que había sacado de la Protectora de Animales, y que era tan enorme como fiero. Pedro había conseguido un magnífico perro guardián, que era lo que le convenía, puesto que en su vivienda-taller guardaba con frecuencia piezas muy valiosas, pero a ella le daba miedo. Nunca había podido decidirse a darle una palmadita, ni mucho menos jugar con él, como hacía su dueño, que insistía en que era inofensivo si no notaba agresión. A lo mejor todo era debido a que ella no hubiera tenido ningún contacto con perros de pequeña. Por cierto…
—¿Cómo es que nunca me has contado nada de cuando eras pequeño, Pedo?
—Pues porque no tiene ninguna gracia recordar los peores años de la vida de uno, Paula. No era agradable, pero era justo. Tampoco ella le había dado muchos detalles de su infancia.
Solo le había contado que sus padres se divorciaron y ella se fue a vivir con su abuela hasta que empezó en la escuela de diseño, y tuvo que ir a Sidney. Como su familia, si así podía llamarla, vivía a centenares de kilómetros hacia el norte, en Port Macquarie, no fue nada difícil descartar el ir a verlos. Por otra parte, al no tener padres ni hermanos, Pedro no estaba precisamente obsesionado con el tema de la familia. Siempre había aceptado su independencia con la misma naturalidad con que consideraba la suya propia. Así que no se había sentido obligada a contarle que había crecido sintiéndose una carga. No le gustaba recordarlo, y, a fin de cuentas, él la aceptaba tal cual era, sin cuestionarse su procedencia o ambiente, que era exactamente lo que ella prefería.
—¿Tenías perro de pequeño? —le preguntó, volviendo al asunto que la preocupaba.
—No. Mis padres no me dejaron. Era una lata —sonrió con amargura—. Ya era bastante lata yo, para encima cargar con un perro.
Así que a él también lo habían considerado una carga, aunque hubiera sido un hijo deseado.
—El portero del colegio tenía un perro, y me dejaba que jugara con él — siguió Pedro, y, evidentemente, eran recuerdos agradables—. Bueno, con ella. Se llamaba Miel, y era una hembra de Labrador. Un año tuvo nueve cachorros, nada menos. Yo habría dado cualquier cosa por uno de esos cachorros.
Paula ahogó un suspiro. Estaba claro que Pedro no iba a desprenderse de Spike, así que había un problema más. ¿Cómo iba a permitir ella que esa fiera se le acercara a Olivia? Había oído y leído demasiadas historias terroríficas sobre los ataques de perros de presa a niños como para que se pudiera siquiera plantear el arriesgarse.
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