Quería mucho también, aunque lo veía poco, a Gonzalo, su hermanastro. Era él quien había inventado para ella el apodo de Paulina, burlándose de su nombre de pila que consideraba corto para la chiquilla traviesa y despeinada que ella había sido. El apodo le había gustado tanto a Paula que insistió en que toda la familia lo usara. En su casa, todavía era Paulina, a pesar de que había recuperado su nombre al convertirse en modelo profesional.
Tenía dieciséis años cuando el nombre de Pedro Alfonso se mencionó por primera vez en su casa. Gonzalo, que trabajaba en Londres, había conocido a Pedro en una fiesta y se habían hecho muy amigos. Cuando iba a casa, les hablaba con admiración de su nuevo amigo que, a pesar de su juventud dirigía la cadena de hoteles que había heredado de su padre. Resultó inevitable que un día Norberto y la madre de Paula le pidieran que invitara a Pedro a cenar.
Paula recordaba vividamente la primera vez que había visto aquella cara morena en una colección de fotografías que Gonzalo le mostró.
—Aquí está Pedro—señaló la figura alta de su amigo—. ¿Qué te parece, Paulina?
Paula se limitó a mirar, incapaz de dar crédito a sus ojos. A los diecisiete estaba descubriendo el hecho de que era mujer, apreciando los atractivos del sexo opuesto. Hasta ese momento, esos sentimientos se reducían a admirar a los artistas de moda, cuyas fotografías decoraban las paredes de su dormitorio, y a un enamoramiento fugaz y doloroso de un chico del colegio. Pero en el instante en que contempló las facciones de Pedro y su cuerpo musculoso bajo los pantalones vaqueros y la camiseta, esas emociones inocentes se borraron para dar paso a una inquietud sexual. Pedro Alfonso era la personificación de sus sueños, una fantasía hecha realidad, y pensó que lo amaba incluso antes de conocerlo.
Ese sentimiento se transformó en pánico cuando su madre comunicó que Gonzalo los visitaría ese fin de semana y que lo acompañaría Pedro Alfonso. Cada noche soñaba con conocer a su Príncipe Azul y dormía con su fotografía, que había sacado en secreto del álbum de su hermano. Imaginaba el momento en que se encontraran cara a cara y su imaginación inventaba los detalles más disparatados. El rostro masculino reflejaría sorpresa al verla y le diría que era maravillosa antes de tomarla en sus brazos y darle un beso apasionado. El sueño siempre terminaba con ese beso, porque no tenía la experiencia necesaria para ir más allá. Nunca la habían besado. Los chicos del colegio la saludaban al verla, pero enseguida se concentraban en las chicas más guapas y delgadas del plantel.
Ese rechazo le dolía a veces, pero aún no había encontrado a nadie que le interesara tanto como para que le importara de verdad. Además, los pantalones y suéteres holgados que estaban de moda en ese entonces la ayudaban a ocultar su exceso de peso.
De pronto sin embargo, empezó a desear parecerse a las otras chicas y empezó a ponerse ropa más femenina; se dio cuenta, con disgusto, de que los vestidos realmente bonitos y llamativos no le sentaban bien. Norberto le hubiera comprado un nuevo guardarropa, pero la verdad era que nada le servía.
A medida que se acercaba el día de la llegada de Pedro, Paula se sumía en una depresión cada vez más profunda.
—¡No tengo qué ponerme! —se quejó a su madre y Alejandra Schulz le sonrió.
—No seas tonta, hija. ¿Por qué no usas el vestido azul?
Paula frunció el ceño, disgustada. No era lo que quería. Era un vestido recto, sin cintura, le parecía como una inmensa tienda de campaña, lo menos favorecedor posible.
—Quiero algo especial, como lo que se pone Estefi.
Estefanía Fernandez, una compañera de colegio que vivía en la misma calle, tenía siempre un grupo de admiradores alrededor, como abejas en un panal. Se vestía a la última moda y rara vez se la veía sin maquillaje; hasta para ir a la escuela se ponía rimel. Siguiendo un impulso, Paula agarró su campera.
—Voy a casa de Estefi. Volveré a la hora del té.
Era una magnífica mañana de sábado y Paula caminó con pasos ligeros de vuelta a casa. Hubiera bailado de alegría, pero los zapatos de tacón alto que había comprado el día anterior se lo impedían. Hasta caminar le resultaba difícil. Sentía la cara rígida bajo la gruesa capa de maquillaje y le pesaban las pestañas, cubiertas con rímel negro. La falda de lana, que Estefi le había regalado porque era demasiado grande para ella le apretaba en la cintura, pero esa incomodidad le importaba muy poco, pues sólo pensaba en el encuentro que la aguardaba. El coche de Gonzalo ya estaba estacionado frente a la casa. Mejor, así su espectacular entrada causaría sensación.
—Aquí está Paulina —dijo su madre al abrirle la puerta.
Paula apenas oyó sus palabras, ya que sus ojos volaron hacia el hombre que se había levantado de su asiento para saludarla. La emoción la aturdía, de modo que sólo tuvo una impresión confusa de altura y fuerza y unos ojos brillantes y oscuros.
—Hola, Paulina —el sonido de esa voz ronca la estremeció.
Había soñado con ese momento, pero la realidad superaba a la imaginación. No esperaba el impacto de esos ojos grises, que se entrecerraban como si no pudieran creer lo que veían. La fuerza de esa mirada la desconcertó y, con timidez, bajó los párpados mientras Pedro le tendía la mano. Un instante después recordó que deseaba parecer madura y sofisticada, así que agitó sus largas pestañas cubiertas de rímel y lo miró fijamente con sus claros ojos verdes. Su corazón saltó al tocar la mano de Pedro y saboreó el tibio contacto de sus dedos durante unos breves segundos.
—Es un placer conocerte —dijo en un tono bajo y sensual, tratando de imitar a una actriz que admiraba especialmente—. Gonzalo nos ha hablado mucho de tí.
—¿Y a mí no me saludas? —Gonzalo rompió el encanto y le abrió los brazos de par en par—. Ven a saludar a tu hermano. ¿Me has echado de menos?
—Desde luego.
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