—¿Y bien? —inquirió Pedro—. ¿Qué me contestas, Paula? ¿Quieres que continuemos con esta relación o nos separamos y seguimos nuestros respectivos caminos?
—No —la palabra se le escapó sin pensar. Luego trató de racionalizar su decisión: si ya había llegado hasta allí, sería absurdo dejar que se perdiera todo lo que había logrado—. Me gustaría volver a verte, Pedro, de verdad.
Tuvo que luchar para enfrentarse a esos ojos oscuros con cierto grado de confianza. Su afirmación fue recibida con una pequeña y, según su opinión, irritante sonrisa de triunfo. Era obvio que había esperado esa respuesta.
«¡Que se vaya al infierno!», pensó furiosa, estuvo tentada a retractarse.
—Entonces te llamaré durante la semana para quedar en algo —el tono indiferente de su voz le picó el orgullo a Paula, al pensar que su afirmación significaba poco para él. Tendría que trabajar con más ahínco para que su rechazo final le doliera tanto como ella deseaba. Con esa idea, se volvió hacia él una vez más.
—No quise insultar a tu hermana. Discúlpame —no tuvo que esforzarse porque su voz sonara sincera, pues estaba avergonzada de sus palabras.
—Por supuesto —aceptó secamente y Paula tuvo que hacer un esfuerzo especial para ignorar la ironía que encerraban esas dos palabras. —Por favor, dile que me divertí mucho en su casa.
Calculando con cuidado el efecto que deseaba producir, alzó una mano y la apoyó sobre la mejilla del hombre, mirando sus ojos grises.
—Mucho —trató de que su voz fuera seductora.
La respuesta de Pedro fue la que esperaba. Sus ojos se oscurecieron hasta volverse casi negros, con una mano se desabrochó el cinturón de seguridad rápidamente y con la otra le rodeó los hombros para atraerla hacia sí.
Su beso fue largo, dulce y persuasivo. Paula no tuvo dificultad en corresponderle mientras seguía tocándole la mejilla, sintiendo la tibieza de su piel y la fuerza de su mandíbula. Se apoyó en él, aspiró el aroma de su cuerpo y la embriagó el calor de su piel que penetraba a través de la tela del vestido.
Pedro separó sus labios y le besó los párpados cerrados. Cuando los dedos masculinos se cerraron sobre la suave curva de uno de sus senos, Paula lanzó una exclamación ahogada. Le pareció haber recibido una descarga abrasadora que la quemaba de la cabeza a los pies, como si la bañaran los rayos de un sol de verano y no la fría luz de la luna que iluminaba el cielo.
—Paula —susurró Pedro a su oído—. Adorable Paula, subamos para terminar esto con comodidad.
Algo muy parecido al pánico la invadió. ¡Eso no era lo que había planeado! Las cosas se movían demasiado rápido, incluyendo sus propias reacciones, que la habían cogido por sorpresa, dejándola azorada y sin el control que era vital para llevar a cabo su plan con éxito. Se puso tensa en los brazos del hombre, tratando de encontrar la forma de concluir esa situación antes de que fuera demasiado tarde. Oyó a lo lejos la campana de una iglesia y, haciendo un esfuerzo supremo para alejarse de Pedro y de la ardiente pasión que sus manos despertaban, empezó a contar las campanadas: una… dos… tres…
—Diez, once, doce…
Consternada, se dio cuenta de que las palabras no flotaban en su mente, sino que Pedro contaba en voz alta, sonriendo con ironía.
—Medianoche —murmuró con tono burlón—. Y nada terrible ha sucedido. No te has convertido en calabaza, ¿o era en ratón? No me acuerdo.
—Ninguno de los dos —contestó, satisfecha con que su voz sólo temblara un poco. La sorprendía poder hablar, pues tenía la boca seca y el corazón le latía desenfrenadamente. Además, las caricias de Pedro, le habían dejado un terrible sentimiento de pérdida que la confundía.
¿Cómo lo había logrado? ¿Por qué reaccionaba de esa manera con alguien que ni siquiera le gustaba, cuando otros hombres más agradables no la habían afectado? Pedro tenía mucha experiencia y era, debía admitirlo, un amante hábil. Sabía que botones pulsar, que movimientos hacer y ella, como una tonta adolescente, respondía por instinto. Con una sonrisa encantadora, miró la cara varonil a unos centímetros de la suya.
—La carroza se convirtió en calabaza y los caballos en ratones —su confianza aumentó a medida que la excitación cedía y el resplandor rojo que invadía su cerebro empezaba a apagarse—. Desde luego, el cochero se transformó en una rata — subrayó, traviesa, la última palabra.
La risa del hombre fue un sonido inesperado y, tuvo que admitirlo, agradable.
—Eso piensas de mí… ¡no es muy halagador!
La soltó y Paula se apoyó en el respaldo de su asiento.
—¿Así me consideras? —la voz de Pedro sonó diferente, con una nota sensual que encerraba un ruego que ella estaba decidida a ignorar.
«Sí, eres una rata», Pedro Alfonso, le dijo en la seguridad de sus propios pensamientos.
—No sé lo que pienso de tí —¿de verdad había dicho eso? Apenas podía creer que había musitado esas palabras, pues eran opuestas a lo que pensaba—. Dame tiempo para conocerte y luego te responderé.
—¿Tiempo? —repitió Pedro como un suave eco—. Está bien, mi hermosa Paula, te daré tiempo… Pero no tardes demasiado. No soy un hombre paciente. Cuando veo algo que me gusta, lo tomo y no permito que nada se oponga a mis deseos.
La frase se repitió una y otra vez en el cerebro de la chica mucho después de haberse metido en la cama, pues no lograba dormir. Pedro la deseaba y esa certeza debía causarle una profunda satisfacción, ya que estaba a punto de alcanzar su meta y vengarse. Al mismo tiempo, recordaba la mirada de acero de Pedro, la firmeza de su voz, y no podía evitar preguntarse si se había metido en la boca del lobo. La incertidumbre no había desaparecido cuando por fin logró conciliar el sueño.
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