—¿Quién eres, Paula? —preguntó él de pronto y la intensidad de su voz la asustó casi hasta el pánico. Sus ojos se agrandaron, destacando en su pálida cara, como los de un animal atrapado que contempla a un depredador hambriento—. ¿Quién eres debajo de esa máscara que enseñas a todo el mundo? ¿En dónde está la persona?
—¡No sé de qué hablas! —la confusión y el alivio al comprender que no sospechaba que ella y Paulina Schulz eran una misma persona, hicieron que su voz temblara—. ¡De verdad, Pedro, esto es ridículo! Yo creí que cualquier hombre se sentiría halagado si una mujer tratara de estar atractiva para complacerlo.
—Eso contradice lo que dijiste hace un momento —fue la seca respuesta—. Se suponía que tú hacías un esfuerzo para complacerte a ti misma. Y yo no soy cualquier hombre.
«Eso es verdad», reconoció la joven. En las semanas que lo había tratado, Pedro nunca había reaccionado como ella esperaba. Empezando con su declarada preferencia por el vestido azul cuando cualquier otro hubiera preferido el rojo, la había sorprendido constantemente y en más de una ocasión le había gustado como era. Se esforzó por apartar esos pensamientos de su mente y cambiar el tema de conversación. Se acercó a la mesa y comenzó a sacar las provisiones de la caja.
—Aquí hay suficiente comida para alimentar a un ejército. La pondré en su lugar, si quieres.
La mirada que le dirigió él a través de los párpados entrecerrados reveló que no lo engañaba con sus tácticas para distraerlo. Después de unos segundos de tenso silencio, se encogió de hombros y asintió.
—Hay otras bolsas en el coche. Las traeré.
Su voz sonó tranquila, pero algo en su tono le erizó a Paula el pelo de la nuca. La joven sospechó que en esos momentos de silencio, él había tomado una decisión, aunque no tenía ni la más vaga idea de lo que se trataba.
La caja de los víveres estaba medio vacía cuando Pedro regresó, pues Paula trabajaba con rapidez y eficiencia, poniendo las latas en la alacena y la comida fresca en la nevera.
—Eso es todo —anunció Pedro. Dejó caer en el suelo la bolsa llena de frutas y verduras y arrojó las llaves del coche sobre la mesa. Sin embargo, después de dirigirle una breve mirada a Paula, pareció arrepentirse, las recogió y se las guardó en el bolsillo del pantalón.
A la chica le pareció bastante extraño, pero continuó colocando los víveres.
Un par de horas más tarde, estaba acurrucada en un cómodo sillón leyendo el libro que había cogido de uno de los estantes. Rara vez tenía oportunidad de descansar en Londres y la novela que había elegido la absorbió desde el principio, así que no se dio cuenta cuando Pedro entró en la habitación.
—Tengo una pregunta que hacerte.
—¿Sí? —metió un dedo en el libro para marcar la página que leía y lo miró.
Pedro había trabajado en el jardín toda la mañana, pero era lo que sostenía en las manos sucias de tierra lo que la hizo parpadear con incredulidad. ¡Su elegante neceser de maquillaje!
—¿Cuáles de estas cosas necesitas de verdad? —preguntó secamente.
—¿Qué? —Paula lo observó sin comprender. Las facciones del hombre estaban rígidas y sus ojos grises casi lanzaban chispas—. Yo… no entiendo.
—Es muy simple —su tono la preocupó. Era frío, cortante e inflexible, como su expresión—. Quiero saber si hay algo en esta… —hizo un mohín e inyectó una nota de desprecio en su voz—, en esta basura que te es esencial.
La mente de Paula parecía trabajar en cámara lenta. Las preguntas de Pedro no tenían sentido para ella.
—¿Qué? —repitió, mientras su estómago se encogía.
—¡Vamos, Paula! Puedes contestarme. Mira —para horror de la chica, vació sobre la alfombra, ante la chimenea, el contenido del maletín. Botellitas, frascos, cepillos, pinceles, lápices de labios y sombras cayeron en desordenado montón.
—¿Qué estás haciendo? —tartamudeó, furiosa. Sus cosméticos eran caros; como se proponía destacar en el mundo de la moda, había comprado lo mejor que ofrecía el mercado—. ¡Ten más cuidado, se puede romper algo! —exclamó, levantándose de su asiento para recoger sus cosas.
Él se lo impidió con una mano y la devolvió a su asiento de un empujón. Una mirada bastó para que Paula optara por no arriesgarse y permaneciera en su sitio. Se quedó quieta, aunque sus ojos brillaban de furia. Pedro removió el montón de cajitas y frascos con la punta de un zapato sucio.
—¿Qué es de verdad importante, Paula? —inquirió con una voz baja y controlada, lo que lo hacía aún más peligroso.
—La crema hidratante —logró contestar. Hizo un amago de recogerla, pero no lo hizo debido a la mirada de advertencia de Pedro—. El que está allí —señaló con un dedo trémulo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario