—¿Cuál es, cuál es el jefe?
Paula oyó con tal claridad el susurro de Sofía que apenas pudo contener la risa ante la excitación de su compañera. Si no tenía cuidado, el jefe la oiría.
Su diversión desapareció cuando miró al grupo de ejecutivos que acababa de entrar y era recibido por un hombre robusto y bajo, en traje de etiqueta: el administrador del hotel no pudo evitar una mueca despectiva al observar la deferencia con que trataba a los visitantes, en especial a uno de ellos.
¿No debía ser obvio para cualquiera, incluida Sofía, que esa persona era Pedro Alfonso? Desde su brillante pelo oscuro hasta la punta de sus relucientes zapatos, proclamaba que era el dueño y director de la cadena de hoteles Alfonso.
—Dime, ¿sabes quién es? —insistió Sofía, a su lado, con la cara sonrojada por la emoción.
Paula sorbió un poco de vino y le molestó comprobar que su mano no estaba tan firme como hubiera deseado. Había estado preparándose para ese momento desde que le habían comunicado, hacía semanas, que asistiría a la inauguración del Argyle, el más moderno de los hoteles Alfonso. Entonces, ¿Por qué se sentía tan nerviosa?
—Dímelo —rogó Sofía, impaciente.
—El del medio —lo señaló con un ligero movimiento de su copa.
—¿El alto y moreno? Es mucho más joven de lo que pensaba y… ¡Fabuloso! ¡Nunca creí que fuera tan guapo!
«Yo tampoco», pensó Paula. La había impresionado en fotografía y aún más en persona, cuando Lucas lo había llevado de visita a su casa. Pero de eso hacía muchos años, ella era casi una niña.
Los luminosos ojos verdes de Paula se ensombrecieron un momento, mientras paladeaba otro sorbo de vino. Agradeció que el leve temblor de su mano hubiera desaparecido. La preocupaba la posibilidad de que fuera un síntoma de que esa joven que un día había sido se encontraba escondida en el fondo de su alma, lista para salir a la superficie cuando menos lo esperaba.
—¿Qué hora es? —las continuas preguntas de Sofía empezaban a irritarla.
—Ocho cuarenta y cinco.
Las presentarían a Pedro Alfonso a las nueve. Desde que ella, Sofía y las otras dos chicas habían llegado al Argyle, las habían llevado de un lado para otro, dándoles instrucciones sin parar, hasta hacerlas sentirse más como piezas de una máquina que como personas. Y a Paula le molestaba formar parte del espectáculo que se ofrecía a Pedro Alfonso, causa y razón de ese alboroto.
El lema de los hoteles Highland era «comodidad y eficiencia» y, por lo menos esa noche, lo cumplían. No había visto los dormitorios, pero si eran tan lujosos como el comedor, con sus candelabros, mullidas alfombras y cortinas de terciopelo, sin duda confirmarían la fama de la cadena. Y debía admitir que la puntualidad del dueño era un ejemplo vivo de cómo dirigía sus hoteles. Su llegada estaba planeada para las ocho y treinta y a las ocho y veintinueve un murmullo indicaba que Alfonso se encontraba en el vestíbulo.
—¡Sólo faltan quince minutos! —la voz de Sofía reflejaba su excitación.
Paula murmuró algo que podía interpretarse como una aceptación, mientras buscaba un lugar para dejar su copa. Incontables camareros circulaban entre los huéspedes con bandejas cargadas de bebidas, pero no parecían ocuparse de recoger las copas vacías.
Caminando con gracia de una manera que se había vuelto natural, en ella, después de muchas horas de práctica, Paula atravesó la habitación, sin siquiera notar las miradas que la seguían. También a eso estaba acostumbrada. Alta, tan delgada como un galgo y de pelo negro hasta los hombros, tenía muchas ventajas para ser modelo, pero demasiados inconvenientes si prefería permanecer en el anonimato.
El tocador de señoras, decorado de rosa y blanco, era tan elegante como el comedor. Se contempló en un enorme espejo y comprobó que su maquillaje y su peinado estaban intactos.
Mientras se ponía unas gotas de perfume, tuvo la desagradable sensación de que algunas mariposas revoloteaban en su estómago. ¡No estaba nerviosa! Después de años de aparecer en funciones sociales y pasar ante las cámaras, el público ya no la intimidaba, mucho menos Pedro Alfonso. Además, no creía que la recordara; en realidad, deseaba que no lo hiciera, pues su plan se frustraría si él relacionaba a Paula Chaves con la Paulina Schulz, de diecisiete años, que un día había conocido.
Revisó su vestido, que acentuaba deliberadamente las curvas de su cuerpo, y una amplia sonrisa iluminó su cara. Una sonrisa que hubiera sorprendido a su agente y a los fotógrafos, acostumbrados a su expresión más bien fría e indiferente.
—Veamos qué piensa Pedro Alfonso de tí —dijo, guiñando un ojo a la imagen del espejo.
Zaira se reunió con ella en cuanto volvió al salón.
—¿En dónde has estado? ¡Te he buscado por todas partes!
—Fui a retocarme el maquillaje.
—¡Paula, sabes muy bien que estás perfecta, como siempre! Pero apresúrate —la guió, cogiéndola del brazo, hasta el lugar donde Sofía y la otra modelo esperaban—. El señor Browen traerá a Pedro Alfonso dentro de un minuto.
—No te pongas nerviosa —la tranquilizó Paula—. Aún no son las nueve.
Comodidad y eficiencia, las palabras se repitieron en su cerebro cuando un reloj de pie, en un rincón del salón marcó las nueve de la noche con unas campanadas. Pedro Alfonso y su grupo se dirigieron hacia ellas. Sorprendida, Paula se dio cuenta de que tenía las palmas de las manos húmedas y se las secó contra la tela del vestido, mientras ocupaba su lugar en la fila, tras Zaira.
—Ellas son las jóvenes que pasarán los modelos en la exhibición de mañana.
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