—Luis tiene razón —declaró el ama de llaves—. No tienes que mostrarte amable con ese hombre, sólo averiguar cuáles son sus intenciones.
Paula se dijo que tal vez se mostraba demasiado egoísta y que debía pensar en los demás. La verdad era que no le importaba lo que sucediera con esa isla desolada, pero ese podría ser el principio del fin. Marta y Luis sabían que ella se encontraba en aprietos financieros y ambos habían sido empleados fieles durante muchos años. Paula debía asegurarse de que tuvieran una vejez tranquila.
—¿De veras crees que él puede construir en Para Mhor? —le preguntó al guardabosque.
—No lo sé. Será mejor que hables del asunto con tu abogado de Edimburgo. Se acostumbra tener derechos comunes, para que los animales pasten en esta parte del país, pero tal vez un hombre astuto puede salirse con la suya y pasarlos por alto.
—Muy bien, iré a verlo ahora mismo —decidió, pues sabía que no podría dormir esa noche si no resolvía ese problema de una vez por todas. Además, eso hubiera hecho Miguel.
—¿Así? —rezongó Mirta.
—¿Así, cómo? —se miró el suéter flojo y viejo, los vaqueros y las gastadas botas—. Me imagino que debería ponerme mi traje de cashmere, mi collar de perlas, mis zapatos de tacón y demás accesorios.
—No tienes que ser sarcástica —se molestó el ama de llaves—. En esa mansión nunca se sabe con quién te puedes encontrar. Según sé, esa casa siempre está llena de amigos de la alta sociedad. No querrás que piensen que los Chaves, son tan sólo unos pordioseros, ¿verdad?
—No me importa lo que opinen —ese comentario la irritó mucho—. No me interesan los comentarios de sus compinches aristócratas.
—Ay —suspiró Mirta—. Eres tan necia como tu padre. Debí quedarme callada. —Te llevaré en la camioneta —ofreció Luis.
—No. Madrugaste mucho hoy y tuviste un día muy pesado. Me iré en el Jeep que es más fácil de conducir.
Luis pareció aliviado de no tener que recorrer ocho kilómetros más… o de no tener que presenciar la confrontación de Paula con Pedro. Pero la verdad era que la chica quería estar a solas con Alfonso. No quería que nadie se enterara de ciertas cosas.
Paula conectó los limpiadores del parabrisas y tomó el camino tortuoso que rodeaba la bahía. A su derecha, las olas se estrellaban contra las rocas y bañaban el auto. Al pasar por el pueblo de pescadores de Kinvaig, vió que todos estaban en sus casas. No había una sola persona en la calle principal.
Cambió la velocidad para subir por la colina que se encontraba en el lado sur de la bahía. El camino era menos sinuoso, pero el viento arreciaba, Tensa, recordó la última vez que atravesó por ese camino. Ese día, el sol brillaba y la vida le parecía maravillosa.
Salio de la tienda del pueblo, hojeando una revista, distraída, y sólo por suerte y por los excelentes reflejos del conductor, no fue atropellada, ya que el auto logró detenerse a tiempo. Se escuchó el chirriar de las llantas y Paula brincó aterrada.
Un hombre salió del auto y enojado, la tomó de los hombros con fuerza.
—¿A qué rayos crees que juegas? ¿Acaso nadie te ha…? —frunció el entrecejo— ¿No eres Paula? ¿Paula Chaves?
—Lo lamento, señor Alfonso—jadeó—. Actué como una tonta.
El enojó del hombre desapareció y sus ojos grises reflejaban su asombro. La chica fue consciente de la forma en que la brisa amoldaba el vestido de algodón a su cuerpo y sintió algo de timidez al ser observada con una admiración obvia.
—La última vez que te ví, sólo eras una niña —sonrió mostrando sus blancos y parejos dientes.
—No —se ruborizó un poco—. Tenía dieciocho años cuando me fui a estudiar a la universidad. Quizá usted estuvo demasiado ocupado como para notarlo. Recuerdo que usted estaba a punto de casarse con una chica de la alta sociedad de Edimburgo —y se preguntó por qué hizo ese comentario. Después de todo, ese asunto no era de su incumbencia.
—Tienes razón —Sonrió—. Era una tonta y decidió que la vida de por aquí no le satisfacía. Extrañaba los teatros, los restaurantes y las discotecas. Espero que el hecho de que te hayas ido a estudiar a la gran ciudad, no haya destruido tu amor por la vida sencilla.
—Estaba demasiado ocupada en mis estudios como para ir a teatros y restaurantes —habló con frialdad—. Además, nací y me crié aquí.
—Igual que yo —sonrió—. Eso demuestra que nosotros, los nativos, debemos ser solidarios unos con otros.
La joven se preguntó qué quería decir con ese comentario. Si no lo conociera mejor, pensaría que estaba coqueteando con ella. Paula sabía que tenía una figura envidiable y que su cabello pelirrojo resultaba atractivo para muchos hombres. Muchos estudiantes de la universidad, al igual que unos cuantos profesores, se le acercaron con miras a tener un romance. Pero, Pedro Alfonso no haría eso.
Recordó que estuvo enamorada de él a los quince años. El le pareció muy guapo y elegante y todos en el pueblo lo respetaban. Pero Pedro tenía entonces, por lo menos veinticinco años y siempre estaba acompañado de una hermosa mujer. A Paula no le sorprendía que nunca le hubiera prestado atención.
Sin embargo, ahora ella tenía veinte años y él treinta, y la madurez de la chica, equilibró la diferencia de edades.
Al mirarlo, supo que ese hombre no sólo era guapo, sino que causaba un fuerte impacto. Tal vez eso se debía a su voz vibrante y profunda o a los movimientos de su cuerpo. Cien generaciones de sangre celta le habían otorgado la seguridad de un hombre nacido para tener poder y riqueza. Y todo ello provocaba una atracción sexual potente e intimidante. Ninguna mujer podía sentirse indiferente ante él. Paula nunca había conocido a un hombre que la intrigara y atemorizara a la vez.
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