—Desde luego —no había el menor titubeo en su voz—. Pero nada hay que perdonar, ya te lo dije. Desde luego, me alegro de que hayas confiado en mí. Ahora entiendo por qué te comportaste como lo hiciste y por qué quemaste mis cosméticos.
—Eso es algo distinto —afirmó y, como si de repente recordara algo, se volvió hacia la mesa y recogió el paquete que había colocado allí—. Esto es para tí —se lo entregó—. Para que sepas que te pido perdón por ese acto.
El corazón de Paula se agitó ante esas palabras. ¿Sería tan tonta para albergar una pequeña esperanza?
—Pedro—musitó, titubeante, ignorando el regalo—, ¿por qué eso es distinto?
Él negó con la cabeza.
—Primero, ábrelo —le pidió—. Después te lo diré, si todavía quieres oírme.
Las manos de Paula temblaban al romper la envoltura dorada. Lo que vio le arrancó una exclamación de asombro, mientras se llevaba una mano a la cara. Uno por uno sacó los frascos, las botellitas y los estuches y los fue colocando sobre la mesa. Allí estaban todos los artículos de maquillaje que él había quemado. Para un hombre con motivos poderosos para odiar esas preocupaciones femeninas, eran el signo de una gran generosidad. Durante un momento se quedó callada, aunque sabía que Pedro la observaba, esperando que comentara algo.
—Paula… —susurró por fin y el temblor de su voz hizo que la joven alzara los ojos. Vió la vulnerabilidad reflejada en la cara de Pedro.
—¡Oh, no necesito esto! —musitó con suavidad—. Ya no los uso. Tenías razón, estaba obsesionada con mi apariencia, casi tanto como tu madre. Lo que hiciste me afectó tanto que me enfrenté a la realidad, igual que las palabras que le dijiste a Gonzalo hace mucho tiempo. ¿Recuerdas que me llamabas Cenicienta? Yo era realmente así. No podía entender que la ropa y el maquillaje eran un adorno, no la parte esencial de mi ser. Tú me ayudaste a comprenderlo. Ahora ya no uso esto —indicó con la mano el montón de cosméticos—, porque dejaré de ser modelo. Yo… —se interrumpió de pronto, asustada de lo que iba a revelar. Pedro le había pedido perdón con sinceridad, pero no le había dicho una palabra de amor. No podía confesarle que esperaba un hijo suyo.
—¿Dejarás de trabajar? ¿Por qué?
Mientras buscaba una respuesta convincente, recordó las palabras de Pedro. ¿Significarían lo que ella esperaba? Tendría que arriesgarse y averiguarlo.
—¿Me podrías explicar esto primero? —inquirió con voz trémula, con los ojos muy abiertos. Ante su asentimiento, continuó con más confianza—. Dijiste que cuando quemaste mis cosméticos era algo diferente… —la importancia de lo que él pudiera responderle la abrumó y no pudo seguir.
—Lo era —aseguró Pedro y una repentina sensualidad en su voz y una nueva suavidad en sus pupilas le confirieron la seguridad que ella necesitaba.
—¿Por qué?
Le sonrió y su cara se iluminó.
—Cuando hablaba con Gonzalo, reaccioné de forma negativa al ver que una chica muy bonita en potencia estropeaba su belleza con un maquillaje exagerado. Cuando quemé tus cosméticos, mi reacción fue más honda. Destruía algo que, una vez más, me separaba de la mujer a la que amaba.
Hasta ese instante, Paula no se dió cuenta de que había contenido el aliento mientras él hablaba. De repente suspiró, feliz, con los ojos brillantes como esmeraldas.
—¿Me amas, Pedro? —preguntó en un murmullo y al ver que los ojos grises se oscurecían, su corazón se exaltó de dicha.
—¡Maldición! ¡Estoy loco por tí! No podía alejarme de tí, desde un principio, a pesar de que, por lo menos en la superficie, eras la clase de mujer que yo detestaba. El día que hicimos esa excursión al campo y te traje de regreso a tu departamento, te ví como yo adivinaba que eras en realidad, sin esas capas de maquillaje, tan fresca, natural y hermosa, que me quedé sin aliento. Perdí mi corazón en ese momento, pero… —una sonrisa lo hizo parecer joven y vulnerable. Paula ansió abrazarlo y borrar con besos todas sus dudas—. Temía confesártelo.
Eso podía entenderlo con facilidad. Después de años en que su madre rechazaba sus muestras de ternura, no deseaba bajar la guardia y arriesgarse a que lo hirieran otra vez.
—Paula… —murmuró Pedro con voz ronca—, necesito saber lo que tú sientes por mí.
—Oh, Pedro. ¿Qué es lo que la Cenicienta sentía por el Príncipe Azul?
—¡Qué Príncipe Azul tan odioso! —exclamó, burlándose de sí mismo—. Te insulté, te mantuve prisionera, quemé tu… —se calló cuando ella le puso una mano sobre los labios para silenciarlo.
—Te repito que no necesito esos cosméticos. No tenías que regalármelos.
—¿No? —los dos se miraron con una clara confianza—. Entonces, tal vez aceptes esto.
Sacó de su bolsillo un estuche. Al verlo, Paula empezó a temblar como una hoja. No tenía duda de lo que contenía y comprendió que había llegado el momento de decirle la verdad.
—
Traía esto conmigo el otro día —continuó Pedro—. Planeaba pedirte que nos casáramos, pero cuando ví la fotografía y me dí cuenta de que yo tenía la culpa de que te hubieras convertido en la clase de mujer que mi madre era, me sentí culpable como un condenado al infierno, en especial cuando dijiste que lo único que querías era vengarte.
Su voz se endureció al pronunciar las últimas palabras y una vez más la incertidumbre pareció dominarlo.
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