El toque de arrogancia del último comentario le resultó muy familiar. A los veinticinco años, cuando lo conoció. Pedro Alfonso poseía ya una confianza en sí mismo que la hacía sentir tonta e ingenua a la vez. Por un momento Paula dudó y la tensión contrajo sus músculos. ¿Deseaba estar a solas con ese hombre? No formaba parte de su plan. Todo lo que pretendía era observar cómo reaccionaba ante ella y su respuesta instintiva, espontánea, ya le había dado una satisfacción. Una leve y cínica sonrisa cruzó sus labios cuando pensó en la mirada de Pedro… Oh, sí, la había mirado de una forma muy distinta que a aquella adolescente insegura, de diecisiete años.
—Así que… ¿vienes?
Dejó de sonreír al darse cuenta de que la evidente reacción del hombre no había sido suficiente. No había aliviado la humillación de sus recuerdos: al contrario, había agravado la herida.
Lo miró a la cara. Su rostro no reflejaba más que paciencia mientras esperaba su respuesta y se consternó al sentir que la ira la invadía. Tuvo que luchar para impedir que su furia explotara en palabras despectivas. Pedro Alfonso había nacido con una buena provisión de atractivos y no estaba acostumbrado a la incertidumbre, a la inseguridad de alguien que trataba de abrirse paso en el mundo. Era como los demás hombres que ella había conocido, se dejaba deslumbrar por una cara bonita y un cuerpo sensual, sin pensar en la persona que había bajo el físico, cuyos sentimientos podían ser heridos. Si hubiera algún modo de mostrarle… Una idea germinó en su mente y se decidió.
—Voy, señor Afonso—contestó fríamente.
Después del calor y el ruido del comedor, el área de recepción parecía fresca y tranquila. Paula se detuvo, agradecida, para aspirar una bocanada del aire limpio, mientras Pedro se metía tras el mostrador de recepción y examinaba las filas de llaves que colgaban de la pared.
—¿Qué habitación? —preguntó—. Escoja un número.
Paula no lo pensó un momento:
—Diecisiete —respondió, decidida, y Pedro se volvió para seleccionar la llave; ella volvió a sonreír pensando que él jamás descubriría la razón por la que había escogido ese número. Diecisiete. Diecisiete años en aquel entonces, hacía nueve, aún iba al colegio y era una adolescente tímida e insegura… y Pedro Alfonso había tomado su frágil y vulnerable ego para aplastarlo con un cruel comentario.
—Aquí está el diecisiete.
El recepcionista, atraído por el movimiento y las voces del vestíbulo, salió de la oficina y, al reconocer a su jefe, lo saludó.
—¿Puedo ayudarlo en algo, señor?
—No, gracias, Daniel—contestó él con indiferencia—. Le estoy enseñando a la señorita Chaves el hotel.
¿Sabía de memoria el nombre de cada uno de los empleados? Mientras lo seguía hacia el ascensor, Paula se dijo que era muy improbable que hubiera visto al portero antes de esa noche, pues la contratación del empleado sería tarea del administrador de personal. Y, sin embargo, lo había llamado por su nombre. Debía tener una memoria excepcional.
La idea la llenó de inquietud. ¿Qué pasaría si recordaba el verano de hacía nueve años? «No», se tranquilizó, «si lo hubiera hecho, yo lo habría visto en sus ojos». Además, ella no era la misma. Inconscientemente se pasó una mano por el pelo liso y sedoso, tan distinto a la melena enmarañada que solía llevar a los diecisiete años. Luego se dio cuenta de que Pedro la observaba con el ceño fruncido y una expresión de disgusto.
¿Por qué se había molestado? La contracción que sintió en el estómago nada tuvo que ver con el movimiento del ascensor. En el reducido espacio, Pedro parecía más alto que nunca, a pesar de que ella tenía también una buena estatura. Su pelo castaño, brillaba con la luz fluorescente y el aroma de su colonia inundó el aire. Paula volvió a sentirse nerviosa. Decidida a no mirar esos ojos grises por miedo a que captaran una reacción de ella, fijó las pupilas en el lazo negro de su corbata y esperó a que el ascensor se detuviera.
—Ya estamos.
Pedro retrocedió para dejarla pasar y ella salió en silencio al corredor alfombrado. Sin titubear, él la condujo a la puerta número diecisiete.
El dormitorio no desilusionó a Paula. Las grandes ventanas le daban un aspecto claro y luminoso. Un cómodo sofá y dos butacas miraban al televisor junto a la entrada. Detrás estaban los muebles de dormitorio: un tocador, armarios dobles y una cama grande, cubierta con una colcha en tonos rosa y turquesa.
—¿Y bien?
—Muy agradable.
Mantuvo su tono neutral con cierto esfuerzo. Era consciente de que se encontraba sola con ese hombre en el ambiente íntimo de un dormitorio, aunque fuera el de un hotel. Todo estaba silencioso; los sonidos del tráfico de la ciudad apagados por los gruesos vidrios; ni siquiera se oía la música de la fiesta que se celebraba un piso más abajo.
—Me gustaría revisar algunos detalles.
Él alzó una ceja, incrédulo, y ese gesto enfureció a la joven. Era obvio que Pedro Alfonso pensaba que no había subido para ver la habitación, sino que era una excusa para estar a solas con él.
—Por favor, hágalo —murmuró.
Se apoyó contra la pared, con los brazos cruzados sobre el pecho y una mirada de resignación. «Está bien, jugaré a tu modo», parecía decirle. «Si prefieres fingir un poco, no me importa. Puedo esperar».
«Esperará hasta que le salgan raíces, señor Alfonso», le advirtió Paula desde el fondo de sus pensamientos. Sería un auténtico placer prolongar la inspección del dormitorio, sintiendo una maligna satisfacción al saber que sus ojos oscuros la seguían con impaciencia mientras ella abría los cajones de la cómoda, inspeccionaba el armario y por fin se metía en el baño. Allí acarició las suaves toallas color turquesa y revolvió las muestras de champú, suavizante y jabones colocadas en una canastita, cerca del lavabo. Luego regresó al dormitorio, abrió la pequeña nevera, curioseó un poco más y, por fin, dio su aprobación.
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