martes, 24 de noviembre de 2015

Mi Bella Tramposa: Capítulo 38

—Creo que necesitas sentarte —Pedro notó que el color había abandonado las mejillas de la joven—. ¿Qué te sucede, Paula? ¿No estás bien?

—No… yo… —sentía la lengua pesada y no se le ocurría nada.

—¿Comiste bien? —inquirió, con cierta dureza.

¿Comer? Aparte de un bocadillo a mediodía, no había tomado nada más. Ni siquiera había pensado en comer mientras esperaba a Pedro. Negó con la cabeza, en silencio.

—Pensé que ya te habías curado de esa tontería —en su voz había impaciencia. Se quitó la chaqueta y la lanzó sobre un sillón—. Te prepararé algo… No, quédate donde estás… —agregó cuando Paula intentó levantarse—. ¿Te gustaría una taza de café primero?

—Me encantaría —se obligó a pronunciar esas palabras, aunque nada le apetecía. Sabía que no podría probar bocado hasta que viera la reacción de Pedro ante la noticia que le daría.

Sin embargo, no lo siguió a la cocina. No sería capaz de hablarle mientras estuviera de mal humor. Quizá más tarde, cuando se hubiera calmado, estaría dispuesto a escucharla.

—Paula, ¿en dónde guardas el café? —gritó él a través de la puerta abierta.

—En la alacena —respondió ella de forma automática—. A la izquierda.

Un momento después se dio cuenta de su error y corrió hacia la cocina. No llegó a tiempo. La puerta de la alacena estaba abierta y Pedro miraba, asombrado y confuso, la fotografía que había allí pegada: era Paula a los diecisiete años.

Se quedó helada en el quicio de la puerta, mientras su corazón latía muy deprisa. El silencio le puso los nervios de punta y estuvo a punto de gritar.

—¿Quién es ella? —preguntó Pedro al fin, con voz ronca.

—Es… —le falló la voz. Tragó saliva y trató de contestar cuando él la interrumpió.

—¿Por qué tienes la foto de Paulina Schulz? —se volvió para mirarle, sombrío.

—Porque… soy yo —logró murmurar. No esperaba que reconociera a la muchacha de la foto con tanta rapidez.

—¡Tú!

Los ojos de Pedro volvieron a fijarse en la fotografía y, siguiendo la dirección de sus pupilas, Paula se sonrojó. El pelo rizado, el maquillaje exagerado y la ropa ridícula le parecieron espantosos.

—¿Tú eres Paulina Schulz? —la incredulidad se reflejaba en su voz—. ¿La hermana de Gonzalo?

—No lo soy en realidad —apenas se la oyó. Parecía como si todas las confusas emociones de su corazón se acumularan en su voz, ahogándola—. El padre de Gonzalo se casó con mi madre cuando yo tenía diez años y con el tiempo, me adoptó legalmente —de repente las frases se atropellaron en su prisa por contarle la verdad—. Paulina era el apodo que Gonzalo me puso, y que toda mi familia empezó a usar. En casa siempre me llamaron Paulina,  nunca Paula —su voz disminuyó de volumen hasta desaparecer, al ver el ceño fruncido de Pedro.

—¿Por qué no me lo dijiste?

Volvió a tragar. ¿Cómo responder esa pregunta? Le pareció que pisaba un terreno minado. Una ojeada al rostro inflexible de Pedro le indicó que sólo aceptaría la verdad.

—Al principio no tenía importancia. Había sucedido hacía tanto tiempo que no pensé que te vería de nuevo, hasta que nos encontramos en el Argyle. Después tú me demostraste que estabas… interesado… y… —¿Y? —la invitó a continuar.

—Ya no quería que supieras quién era. Deseaba que me vieras como una mujer, como alguien diferente de la adolescente que habías conocido hace años. Trataba de que me desearas… incluso de que me amaras… —sabía que estaba siendo incoherente, pero no podía detenerse—. Deseaba que supieras lo que se sentía cuando alguien te hería como tú hiciste conmigo.

—¿Yo? —preguntó él, incrédulo, interrogándola con la mirada.

—¡Sí, tú! —era imposible evitar que un eco del sufrimiento que había sentido se filtrara en esa acusación—. Le dijiste cosas horribles a Gonzalo acerca de mí… cuando sugirió que podía trabajar en uno de tus hoteles.

La expresión de Pedro cambió.

—¿Me oíste?

—Sí. Estaba en mi habitación con la ventana abierta… ¡lo oí todo!

—Entonces… —encogió los hombros, como si de repente se sintiera agotado, y se pasó una mano por el pelo, mientras seguía mirándola con fijeza—. Entonces, esto… nuestra relación… el tiempo que pasamos en la cabaña… ¿no era más que una forma de venganza?

—¡Sí… no! —Paula no sabía cómo responder—. Al principio intenté vengarme pero…

No le dió oportunidad de terminar. En el momento en que dijo «sí», su rostro se convirtió en una roca y, sin pronunciar otra palabra, la empujó a un lado para dirigirse a la sala, deteniéndose sólo para coger su chaqueta antes de salir del apartamento.

—¡Pedro! ¿Adonde vas?

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