—A disculparme —repitió él con más firmeza y un rayo de esperanza iluminó la mente de Paula.
—¿Por… qué?
—Por lo que le dije a Gonzalo acerca de tí.
La llamita de esperanza tembló como una vela al viento y murió, dejando un gran vacío. Había ido a disculparse por el pasado, pero a ella el pasado ya no le importaba. Era el futuro, el porvenir de su hijo, lo que le preocupaba.
—No sabía que me estabas escuchando —continuó Pedro—, y, para ser sincero, no me dí cuenta de cuánto podían herirte mis palabras si las oías. Fuí irresponsable y cruel; por eso te pido perdón.
—No importa —sin saber cómo, consiguió que su voz permaneciera firme—. Sucedió hace mucho tiempo y, en cierto modo, quizá me benefició el comentario. Aprendí algo ese día. Me dí cuenta de que había descuidado mi aspecto y, en realidad, debería agradecértelo. Me obligaste a verme como era en verdad y no me gustó lo que ví. Me pusiste en el camino que después seguí. Es probable que hoy no fuera modelo si no hubieras sacudido mi apatía.
Pedro movió la cabeza lentamente. Cierta tensión escapó de su cuerpo, pero sus ojos seguían opacos.
—Lo hubieras logrado sin mi humillación, Paula. Eres hermosa, una mujer deslumbrante. Quizá te impulsé, pero eso fue todo.
Había olvidado que la consideraba bellísima, pero, gracias a él, se sentía atractiva. También adivinaba que la deseaba, pero no era suficiente, en especial porque esperaba un hijo suyo. El dolor hizo que su voz sonara dura, cuando volvió a hablar.
—Pues si has dicho ya lo que querías…
—¡No! —la interrumpió—. No he terminado. Hay algo que debo confesarte. ¡Escúchame!
Había una nueva nota en la voz de Pedro, titubeante, casi temerosa, y sus ojos encerraban una súplica que Paula no pudo resistir. Asintió con la cabeza.
—Te escucho.
Pedro entrelazó sus dedos, apretándolos hasta que los nudillos se pusieron blancos. Paula se estremeció al comprender que esa señal de inquietud significaba que lo que iba a confiarle era muy importante.
—Todavía no conoces a mi madre —las palabras la desconcertaron, de modo que asintió en silencio. Trató de recordar la fotografía que Luciana le había mostrado; en esa ocasión pensó que el rostro de la señora Alfonso era más bien frío y orgulloso.
—Era casi veinte años más joven que mi padre cuando se casó. Apenas tenía veintiuno cuando yo nací.
Una vez más, Pedro se pasó la mano por el pelo y arrugó la frente. El corazón de Paula se encogió. Comprendió que le resultaba difícil proseguir; debía significar mucho para él.
—Mamá era una mariposa social… aún lo es —sensible a cada cambio en su tono de voz, Paula descubrió un ligerísimo temblor que revelaba el esfuerzo que hacía por mantenerse tranquilo—. Supongo que, a su manera, amaba a mi padre, pero también amaba su dinero. Le fascinaba salir a cenas, bailes, teatros y estaba obsesionada con su apariencia, su pelo, su maquillaje, para ser perfecta.
La miró y ella vió un rayo de emoción en sus ojos.
—En realidad, no deseaba tener hijos, mucho menos un varón. Quizá si su hija hubiera nacido primero se habría comportado de un modo diferente con nosotros, pero nunca supo qué hacer conmigo, después de que dejé de ser un bebé. Yo era demasiado bruto, sucio y ruidoso. Los juegos que deseaba compartir con ella le arrugaban el vestido, o la despeinaban, y la mayoría del tiempo me mandaba con mi niñera, hasta que tuve edad para asistir a un internado. Cada noche la veía durante media hora. En ese momento ya se había cambiado para ir a cenar o cualquier otra cosa y me escuchaba con impaciencia mientras le contaba lo que había hecho durante el día, antes de meterme en la cama.
—Al menos te daba el beso de buenas noches —susurró Paula, deseando consolarlo. Pedro lanzó una carcajada y no la engañó cuando encogió los hombros y respondió con tono indiferente:
—Un beso le hubiera estropeado la pintura de los labios.
—¡Oh, Pedro! —el corazón de la joven vibró de piedad por el niño solitario, carente de la ternura a que toda criatura tiene derecho. Comprendía por fin por qué le molestaba tanto su obsesión por la apariencia y la razón por la que había quemado sus estuches de maquillaje. Él identificaba entre esas cosas y la falta de cariño—. ¿Y Luciana? —no se dió cuenta de que había hablado hasta que él le contestó.
—Luciana trató de ser como mi madre. Se puso a dieta, hasta que enfermó de anorexia, y Santiago tuvo que luchar a brazo partido para que comiera de manera normal. Después reaccionó rebelándose contra todo lo que mi madre significaba y dejó de importarle la ropa y el maquillaje.
Hasta que había intervenido ella, cambiando ese patrón de conducta. ¡Con razón se había enfadado Pedro tanto! Debía temer que su hermana cayera otra vez en su comportamiento obsesivo.
—Por todo esto, siempre odié la manera en que las mujeres se ocupan de su apariencia. Cuando te ví en Yorkshire me asqueó pensar que alguien tan joven y bella… Oh, sí —una sonrisa curvó sus labios, sorprendiendo a Paula—, aun bajo las capas de pintura me daba cuenta de que un día serías una belleza auténtica y detesté que echaras a perder tu hermosura natural tratando de parecer sofisticada. Sin embargo, nunca debí decir lo que dije y cuando ví la fotografía, entendí que te empujé a obsesionarte con tu físico; por eso me sentí culpable, avergonzado, incapaz de enfrentarme a tí. Necesitaba tiempo para pensar, pasé toda la semana reflexionando y… —hizo un gesto de resignación—. De verdad, lo siento —la miró a los ojos—. ¿Puedes perdonarme?
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