—¡Al infierno!
—¡Oh, por favor, no lo hagas! Tengo algo que decirte… —antes de que acabara la frase, Pedro se había ido.
—¿Es definitivo?
Paula asintió en silencio. Esa mañana había recogido los resultados de los análisis y, en efecto, estaba embarazada. Esperaba un hijo de Pedro.
—¿Y qué harás? ¿Vas a tenerlo?
—¡Desde luego! —exclamó, decidida—. Jamás abortaría —acarició su vientre, todavía plano.
—Me preguntaba… no he visto a Pedro por aquí últimamente… —Es cierto —su expresión se ensombreció.
Hacía una semana que Pedro se había ido y no había vuelto a llamarla. Ante esa actitud, sólo podía asumir que se había alejado de ella para siempre.
—Pedro y yo hemos terminado —afirmó con nostalgia.
—¿Y sabe lo del bebé? —negó con la cabeza y Valentina protestó—: ¡Deberías informarlo!
—Es mi hijo.
—Tuyo y de Pedro. Debes decírselo… por lo menos así te dará dinero.
—Puedo mantenerme sola —levantó la barbilla, con orgullo—. He ahorrado durante años. Tengo suficiente.
—Pero Pedro…
—Pero Pedro nada. Se acabó, Valentina… —se ahogó al decirlo—. Ha salido de mi vida y no lo obligaré a regresar sólo porque…
La interrumpió el sonido del timbre, insistente.
—Veré quién es. Parece decidido a que le abran —señaló Valentina.
Cuando su amiga salió de la habitación, Paula buscó un pañuelo en su bolso y se limpió la nariz, luchando por contener las lágrimas que le quemaban los ojos. Desde lejos, oyó el murmullo de una conversación y luego Valentina la llamó.
—Paula, alguien te busca.
Con desgana, se dirigió hacia el vestíbulo y se quedó paralizada al ver la figura alta y fornida de Pedro en el umbral de la puerta. ¡Debió suponerlo! ¡Un sexto sentido debió alertarla! Sólo existía un hombre que oprimiera el timbre como si llamara para dar órdenes.
—Hola, Paula —saludó con voz baja.
—Pedro —su voz apenas se oyó.
—Quiero hablar contigo —los ojos oscuros se clavaron en su cara, sin revelar la menor emoción y ella se obligó a mostrarse indiferente—. ¿Puedes concederme cinco minutos?
No supo qué contestarle. Una multitud de sentimientos conflictivos amenazaba con desgarrar su corazón. Por una parte, gozaba por el simple hecho de verlo, por la otra, su mente le gritaba que no debía quedarse a solas con él, pues se arriesgaba demasiado. Era muy sensible a la vista, la voz y hasta el aroma de ese hombre; y la reciente confirmación de su embarazo la hacía más vulnerable. Por instinto, cruzó los brazos sobre su vientre como si temiera que esos agudos ojos grises descubriera la verdad. Si pasaba un rato con Pedro podría ceder y confesarle todo.
—No creo… —empezó, pero Valentina la interrumpió.
—Por favor, discúlpenme, he dejado un pastel en el horno —mintió e, ignorando el gesto de reproche de su amiga, se dirigió a la cocina y cerró la puerta con firmeza.
Paula la maldijo en silencio. Se volvió hacia Pedro con recelo y por primera vez se fijó en que llevaba un paquete en las manos.
—¿Qué quieres decirme? —preguntó, sintiendo sus labios duros como piedras.
—No podemos hablar aquí. ¿Subimos a tu apartamento? —antes de que pudiera negarse, la había cogido por un brazo y la guiaba hacia las escaleras. No quería, pero la tentación de apoyarse contra él fue enorme y el pánico de ceder a ese impulso hizo que tirara de su brazo para liberarlo. El problema era que deseaba estar con él; lo seguiría hasta el fin del mundo si le decía que la amaba. «Es una esperanza vana», se dijo con los ojos llenos de lágrimas mientras luchaba para meter la llave en la cerradura. Impaciente, Pedro se la quitó y abrió la puerta, retrocediendo para permitir que pasara.
La vista de sus pertenencias le dió a Paula la confianza que necesitaba y, aspirando una bocanada de aire, se volvió hacia él, al mismo tiempo que consultaba el reloj.
—Cinco minutos, dijiste. Ya han pasado dos, así que te quedan tres antes de que te vayas.
—Siéntate, Paula—Pedro colocó el paquete sobre la mesa.
—Prefiero quedarme de pie —por lo menos así podría mirarlo sin alzar los ojos. Su altura era imponente y, si se sentaba, se sentiría inferior.
—Como quieras —se pasó una mano por el pelo. Para su sorpresa, Paula notó que se movía con cierta rigidez, como si estuviera agobiado por una tensión interna.
«Parece inseguro», pensó, y después descartó esa idea. Pedro inseguro… ¡jamás! Su silencio la puso nerviosa.
—Pedro, ¿a qué has venido?
—A disculparme.
—¿Qué? —inquirió con voz desmayada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario