—Es una lástima que este día se haya estropeado, pero habrá otros…
La mirada que Pedro le lanzó de reojo fue indescifrable y el corazón de Paula se contrajo al pensar que quizá no habría más oportunidades.
—Me encantó el día de campo.
El silencio de él no la alentó. Al girar el volante para tomar una curva, separó el brazo de la mano de Paula, que cayó sobre el asiento.
—La comida me gustó mucho —volvió a intentarlo—. Tienes que agradecerle a tu…
—¡Ni siquiera comiste lo suficiente para opinar! —la interrumpió, rompiendo al fin su silencio.
¡Otra vez! ¿Estaba obsesionado con la cantidad de alimentos que ella comía? Se tragó la áspera protesta que subía a sus labios.
—Me gustó lo que comí y me agradó tu compañía —se sorprendió al darse cuenta de que hablaba con sinceridad. Se había divertido y era inútil negarlo.
—Todavía podemos pasar un rato juntos.
La atención de Pedro seguía concentrada en la carretera, pero su voz se había dulcificado un poco y Paula reprimió una sonrisa de triunfo.
—Necesito cambiarme de ropa.
¿Parecía sincera? Quería que él comprendiera que se sentía apenada porque debían separarse y que le gustaría pasar más tiempo a su lado, pero ignoraba si lo había logrado.
El resto del trayecto se hizo un silencio tenso que alteró los nervios de Paula. Cuando se detuvieron ante el edificio de departamentos, no tenía ni idea de lo que iba a pasar entre ellos.
—Aquí estás, sana y seca —no podía pasar por alto la ironía deliberada de Pedro.
La campera y los pantalones estaban casi secos y, con la típica perversidad de un verano inglés, el sol había vuelto a brillar, calentando la tarde. Mientras titubeaba, indecisa, el sonido de los dedos del hombre tamborileando sobre el volante le pareció amenazador.
—Gracias otra vez por este hermoso día de campo.
—Fue un placer.
¿Qué estaba pensando él? ¿Planeaba volver a verla o la descartaría por completo? Por un momento, se quedó sentada, esperando algo que no podía catalogar. Pedro no trató de abrazarla o darle un beso de despedida. Estaba abstraído, distante y, dominando el deseo de preguntarle qué le pasaba, Paula abrió la puerta y salió.
—Adiós, Pedro.
Él levantó una mano en señal de despedida y, antes de que ella se relajara, puso en marcha el vehículo y desapareció. Paula apretó los labios, furiosa.
«¡Maldito seas!» ¡Ni siquiera le había respondido! Su plan de atraparlo y humillarlo se había esfumado. Pues bien, tenía mejores cosas que hacer que perder el tiempo jugando con un hombre tan egoísta que nunca pensaba en los demás. ¡Menos mal que se había librado de él!
Un largo baño caliente la ayudó a recuperar la compostura. Se remojó en el agua perfumada, sintiendo que sus músculos se relajaban, lo mismo que su mente, hasta que se encontró en paz con el mundo entero. Era un alivio pensar que Pedro Alfonso había salido de su vida para siempre. La presión de fingir que la atraía era la causante de la tensión que la invadía a su lado.
Pero no siempre había estado tensa. Dejó de secarse con la suave toalla, al recordar la facilidad con la que habían charlado junto al arroyo, antes de que la lluvia interrumpiera su día de campo. Había gozado esos instantes y respondido con interés a la conversación inteligente e ingeniosa de Pedro. Desde luego, eso no significaba que le molestara que todo hubiera terminado, estaba segura. Era un hombre agradable, un perfecto anfitrión y un compañero entretenido, pero esa fachada ocultaba su egoísmo y arrogancia. Sus movimientos se volvieron más bruscos y le frotó la piel con una fuerza que la hizo brillar. Le hubiera encantado darle una buena lección para que supiera lo que era sentirse humillado por primera vez en su vida.
Se había puesto unos pantalones vaqueros y una blusa de algodón cuando oyó el timbre. Dejó de cepillar su pelo, lacio y brillante.
—¿Quién será? —preguntó con el ceño un poco fruncido. No tenía ni una gota de maquillaje y sus mejillas estaban sonrosadas y frescas. «Parezco una quinceañera», pensó y saltó cuando el timbre sonó de nuevo—. Voy —se dirigió al desconocido que llamaba.
Apenas distinguió la figura oscura que se recortaba contra la puerta de cristal antes de abrirla, por lo que no se preparó para la sorpresa de ver a Pedro ante ella.
—¡Oh! —retrocedió, tocándose la cara con una mano y abriendo los ojos por el asombro—. ¡Ho… hola!
Su incertidumbre aumentó al observar que los ojos oscuros de Pedro le recorrían el rostro, entrecerrándose, como un eco de su propia sorpresa y después quedándose quietos, fijos en su cara. Parecía como si nunca la hubiera visto antes y ese pensamiento, combinado con el escrutinio que sufría, la puso muy nerviosa, haciendo que sus palabras salieran con dificultad.
—¿Qué… qué haces aquí?
—Dejaste esto en el coche —sacó de su bolsillo un reloj de pulsera de oro—. Pensé que lo necesitarías y te lo traje.
Su mirada no había abandonado la cara de Paula y a ella la invadió un miedo irracional, como si temiera que él fuera capaz de leer sus pensamientos. ¿La reconocería y echaría a perder su plan para siempre?
—Siempre me lo dejo en cualquier parte. Creo que el broche está flojo y… haré que lo arreglen. Gracias por traerlo.
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