—¿Paula? ¿Paula, estás despierta?
Al escuchar la voz de Pedro, se cubrió con la colcha como si quisiera defenderse, pese a que sabía que la puerta de la habitación estaba cerrada.
—¡Vete!
—Tendrás que salir algún día. No puedes esconderte ahí para siempre. Te traigo café —agregó, tratando de tentarla.
Aunque estaba decidida a no claudicar, le fue difícil mantenerse firme. Apenas había comido desde el día anterior, pues sus sentimientos desordenados y su ira le impidieron tomar más de unos cuantos bocados de la merienda que Pedro le preparó. Se obligó a bajar la escalera para que él no creyera que la obligaba a enclaustrarse en el dormitorio, pero le resultó difícil soportar su presencia hasta el momento de meterse en la cama.
—Está bien, haz una rabieta si quieres —la impaciencia endureció la voz de Pedro—. Te dejo el café cerca de la puerta, pero tómalo pronto o se enfriará. Estaré en el jardín, si me necesitas.
«¡Si me necesitas!», pensó Paula con amargura, oyendo cómo descendía por la escalera. Se moriría antes de admitir una cosa parecida. También le hubiera gustado ignorar la taza de café, pero pensar en un líquido caliente resultaba demasiado tentador y, cuando oyó que la puerta posterior se abría y cerrada, salió de la cama con sigilo.
Con la taza entre las manos, se acercó al tocador y se miró al espejo. Frunció el ceño con disgusto al ver sus mejillas pálidas y los párpados inflamados. No dejaría que él la viera así.
«¿Acaso sabes cómo eres debajo de esas capas de pintura?», las palabras acudieron con tanta claridad a su mente, que alzó la mirada, asustada, casi esperando ver a Pedro en el espejo.
No había examinado su rostro la noche anterior, al quitarse el maquillaje, pues sólo anhelaba meterse en la cama y perderse en el olvido del sueño. Además, limpiarse la cara era una rutina automática, que llevaba a cabo con tanta frecuencia que rara vez pensaba en lo que hacía. La noche anterior había adquirido, sin embargo, un nuevo significado. Era consciente de que el limpiador, el tónico y la hidratante eran lo único que se había salvado del destructor incendio. Sentía que se estaba quitando las capas exteriores de experiencia que había adquirido a través de los años, las que le habían convertido en una mujer elegante y sensual. Sin el maquillaje, dejaba al descubierto a la tímida y poco atractiva Paulina.
«¡No exageres, Paula! ¡Hace años que no pareces una adolescente!». La frase de Valentina se deslizó en sus pensamientos, obligándola a analizarse de nuevo. ¿Realmente se parecía a Paulina? Con la pérdida de peso, sus facciones habían cambiado. Sus pómulos se habían definido con más claridad, dándole a su rostro una forma distinta. Sin los cosméticos, carecía de contrastes y parecía vago, indefinido.
Quizás, en cierta manera, Pedro tenía razón. Hacía bastante tiempo que no veía su cara sin maquillar.
Pedro, pensar en él la sacó de sus reflexiones. Tendría que salir de su cuarto alguna vez y aunque la había dejado en paz en esa ocasión, sospechaba que volvería y no sería tan paciente. Quizás el cambio de su apariencia en nueve años fuera suficiente para protegerla. Iba a arriesgarse y, si la reconocía, ya no le importaba. Pedro seguía en el jardín cuando Paula al fin se aventuró a bajar por la escalera, pero apenas estaba entrando en la cocina cuando escuchó sus pisadas que se dirigían hacia la casa. De inmediato se puso en acción, luchando contra el impulso de huir. Se acercó al fregadero, llenó de agua la cafetera y fingió estar muy ocupada cuando él apareció en el marco de la puerta. Se quedó helado cuando la vió, y ella se puso tan tensa que se burló para sus adentros de su anterior declaración de que no le importaba si la reconocía o no.
—Paula—la voz de Pedro fue inesperadamente suave—. Paula, mírame.
Rebelde, se negó a hacerlo. Entonces, una mano firme la cogió por la barbilla y la obligó a volver la cabeza, con dulzura, pero sin ceder. Ella cerró los ojos con fuerza y su estómago se contrajo. No se atrevía a corresponder a la mirada del hombre, pues temía que la reconociera. Pero también había algo más. Pedro poseía un atractivo irresistible. El brillo del sol sobre su piel y el aroma del aire fresco y puro que permanecía en su cuerpo, combinado con su olor personal, asaltó los sentidos de la joven de un modo que ni siquiera las más caras colonias habían logrado.
—¡Oh, Paula!
La suavidad de su tono le causó un fuerte impacto. Abrió los ojos y lo que descubrió en el rostro de su compañero la hizo perder el aliento. Sus ojos se habían oscurecido, hasta volverse casi negros. Paula olvidó lo que la rodeaba. La cocina, los cantos de los pájaros en el jardín, la tibieza del sol en su espalda, todo se borró mientras observaba cómo se le acercaba y entreabría los labios con anticipación.
El beso de Pedro fue lento y tierno. Aunque sentía que lo indicado era despreciarlo, librarse de sus manos y ordenarle que la dejara en paz, que no deseaba que la acariciara, le resultó imposible moverse. Y, en realidad, ni siquiera la tocaba con las manos, pues apenas rozaba su boca. Sin embargo, ese delicado contacto, por muy leve que fuera, le parecía imposible de romper.
La había besado antes, muchas veces, pero era diferente en ese momento. No tenía el ardor de la noche de la exhibición de modas y a pesar de ello contenía algo que la hizo darse cuenta de lo poco emotivos que habían sido los otros besos, como si Pedro se hubiese mantenido a distancia durante esas semanas.
Paula se sentía como un bosque seco, quemado por los rayos del sol de verano, que necesitaba una pequeña chispa para incendiarse y cuando al fin Pedro levantó la cabeza, descubrió que estaba temblando como una hoja. La sonrisa que cruzó la cara del hombre no la ayudó a tranquilizar su agitado pulso y con un brusco movimiento se pasó la mano por la cara, como queriendo romper el contacto de su mirada.
—No, Paula.
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