—De cualquier manera, eliminarás con el ejercicio lo que has comido —le aseguró mientras se levantaba—. Tenemos que limpiar otro manzano y es tu turno de subir a la escalera.
Paula titubeó, contemplando la mano que le tendía para ayudarla. «Ése era el hombre que ha quemado mi maquillaje», se recordó. Hacía apenas dos días pensaba que lo odiaba… Pedro le sonrió con travesura y sus ojos grises brillaron con buen humor.
—Está bien, yo subiré —concedió, interpretando mal sus titubeos, y una vez más su sonrisa la desarmó.
Le dolían todos los músculos, pero era un dolor agradable. Satisfecha, salió de la bañera y empezó a secarse. Hacía mucho que no trabajaba con tanto ahínco y de una forma tan distinta a las horas que pasaba ante las cámaras. En su habitación, seleccionó un vestido sencillo color crema, con escote cuadrado y delicados tirantes de encaje y se lo puso, alisando la suave tela antes de estudiarse en el espejo.
«Podía estar peor», decidió. El sol había dado color a sus mejillas, así que su palidez había desaparecido, pero era una lástima que no pudiera agrandar sus ojos con rímel.
Mordiéndose los labios, registró el tocador. La superficie de madera pulida parecía desnuda sin los frascos y los estuches. En fin, al menos había perfume y pudo rociarse con generosidad en las muñecas y el cuello, donde su pulso latía. No se molestó en ponerse medias, pues hacía calor, y se sentó en la cama para calzarse. Cuando se inclinó para atarse las cintas de las sandalias, un golpe en la puerta la sobresaltó.
—La cena está lista —le anunció Pedro y el sonido de su voz la puso tan nerviosa que sus manos fueron incapaces de cerrar la hebilla.
—¿Paula? —la llamó él—. ¿Me has oído?
—¡Sí! —le resultó imposible evitar que su voz reflejara impaciencia—. Ya voy… ¡Maldición! —explotó cuando falló un nuevo intento. A sus espaldas oyó que la puerta se abría.
—¿Te pasa algo malo? Parecías molesta.
No se volvió para mirarlo, pero un escalofrío en la base de la nuca la avisó de lo sensible que era a la presencia de Pedro en la habitación. Contempló el suelo fijamente.
—No me puedo atar esto —explicó, procurando que su voz sonara natural.
—Déjame ayudarte —atravesó el cuarto y se arrodilló ante ella, tomándole el pie y colocando la cinta rebelde en su lugar—. No ha sido tan difícil. Ahora el otro…
Alzó la vista al hablar y sus miradas se encontraron en lo que les pareció una eternidad. Las manos de Pedro le transmitían tibieza a la piel de Paula. Él también se había cambiado de ropa y la camisa limpia y blanca contrastaba con su piel bronceada por el sol.
—Paula… —musitó con voz ronca.
Con un esfuerzo inmenso, la chica desvió la mirada y levantó el otro pie para que pudiera atarle la sandalia. Le cogió el tobillo, pero no hizo ningún movimiento para levantar la tira del zapato, sino que acarició la suave piel. Las caricias ascendieron lentamente y un momento después, Paula contuvo el aliento al sentir la tibieza de sus labios donde sus manos se habían posado. No pudo impedir que se le escapara un gemido de deleite.
Pedro la había encerrado en la cabaña, había destruido sus propiedades, le había quitado su dinero y la mantenía cautiva. Pese a todo, no podía revivir la ira que debería sentir y, como si tuvieran voluntad propia, sus manos acariciaron la cabeza de Pedro, y susurró su nombre.
Él se levantó y se sentó en la cama, junto a ella. Exploró su boca con la suya y la obligó a abrir los labios, permitiéndole ahondar y prolongar ese beso de una manera que la llenó de placer y relajó todos sus músculos. Los delgados tirantes del vestido ofrecieron una débil resistencia a los fuertes dedos masculinos y la suave piel de los hombros quedó al descubierto. Con los labios, Pedro siguió el camino de sus manos, descendiendo hasta los senos. Desató así una necesidad urgente dentro de Paula, quien murmuró su nombre con una voz espesa y extraña.
—Paula—musitó él con voz ronca—. ¡Paula, te deseo mucho!
—Yo también.
Las palabras escaparon de modo involuntario. Una necesidad apremiante dirigía sus acciones, mientras sus dedos tiraban de los botones de la camisa pasándolos por los ojales para acariciar su pecho, ansiosa de sentir la piel desnuda, bajo las yemas de los dedos. Las suaves curvas del cuerpo de Paula lo invitaban a acariciarla, del mismo modo que ella hacía con él.
Los pocos minutos que tardó en desvestirla y después quitarse la ropa, le parecieron eternos, pero se resarció al sentir sobre ella el cuerpo de aquel hombre. Sus caricias alimentaban el fuego de la pasión, hasta que creyó que iba a morir si no la poseía.
El sentir los labios masculinos tirando con suavidad de sus pezones, le causó un placer tan intenso que casi se convirtió en dolor. Lo envolvió con las piernas, implorándole en silencio que la liberara del tormento de esa espera. Ignoraba que una pasión semejante pudiera existir y jamás había comprendido que el deseo fuera una fuerza que consumiera al que lo experimentara.
Un segundo después ya no pensaba, sólo sentía. Sentía la tibieza y la fuerza de Pedro y todo dejó de existir, excepto sus cuerpos unidos. Su grito de gozo y la ronca exclamación de Pedro vibraron en el aire al mismo tiempo.
Luego permanecieron inmóviles, respirando con dificultad. Pedro alzó la cabeza y contempló la cara de Paula, con las pupilas nubladas por la pasión.
—¡Dios, eres hermosa! —murmuró—. ¡Bellísima!
En un rincón oscuro de la mente de Paula, esas palabras despertaron el eco de las que había oído en sus sueños de adolescente y una oleada de duda e inseguridad la invadió. Se tocó la cara, tapándosela para protegerla de la mirada de Pedro.
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