Pálida y fea. La respuesta llegó a la mente de Paula sin que la buscara. Como una versión delgada de la Paulina Schulz de hace años. Ese pensamiento endureció a su voz cuando replicó:
—Todas las mujeres usan maquillaje para mejorar su aspecto. No se trata de un arco iris, como tú lo llamas —por lo menos, no el que ella usaba. Estaba orgullosa de la sutileza con que se arreglaba. Si se hubiera referido a los colores que le había puesto Estefi cuando tenía diecisiete años, quizá le hubiera dado la razón. En ese momento, se equivocaba por completo—. ¿Acaso no estás de acuerdo?
La expresión del hombre era indescifrable y Paula decidió no esforzarse en interpretarla ni obligarlo a responder. Tomó su bolso, cerró la puerta de la entrada y bajó la escalera, detrás de Pedro.
Pensaba que el principio del día no vaticinaba buenos resultados. Se suponía que lo estaba convenciendo de que se sentía atraída y en lugar de eso, lo atacaba como un perro rabioso y le daba una impresión que no deseaba. «No es mi culpa», se dijo indignada. Pedro había hecho comentarios poco halagadores, calculados para enfurecer a cualquier mujer que se respetara. Sin embargo, era preciso que cuidara su lengua si pretendía llevar a cabo su venganza. Le resultaba más difícil de lo que había imaginado no mostrar sus verdaderos sentimientos, pues Pedro Alfonso no actuaba como ella esperaba.
La excursión tampoco resultó agradable. Cuando Pedro le sugirió que fueran de día de campo, imaginó que se trataría de un paseo de adultos, como los que organizaban Valentina y ella de vez en cuando, comiendo pollo y ensalada en sillas plegables no lejos de la carretera donde dejaban el coche. La idea de Pedro era un día de campo tradicional, con ensalada y mantel, al lado de un arroyo.
Si le hubiera aclarado sus intenciones, se hubiera vestido de un modo diferente; la tierra y la hierba ensuciaban sus pantalones blancos. Tuvieron que caminar lo que a ella le parecieron kilómetros para llegar al lugar elegido. Y a los pocos metros se dio cuenta de que había sido un error ponerse las sandalias. Se enterraban en sus pies sin compasión y mientras se arrastraba cuesta arriba por una vereda, que ni siquiera podía llamarse camino, los tacones se convirtieron en un serio peligro para mantener el equilibrio. Pedro, desde luego, no se enfrentaba a esos problemas y caminaba con paso seguro a una velocidad que ella encontraba imposible de seguir, a pesar de que él llevaba la canasta y un tapete para sentarse. Pensó en quitarse los zapatos y continuar descalza, pero darle la oportunidad a Pedro de decirle: «Te lo advertí», le parecía peor que la incomodidad, por lo que apretó los dientes y continuó sin quejarse.
Con un suspiro de alivio se sentó por fin sobre el tapete que el hombre extendió sobre la hierba y estiró las piernas. En cuanto los pies dejaron de dolerle, pudo admitir que el sitio era hermoso. El sol le calentaba la espalda, el aire estaba lleno de los trinos de los pájaros y el arroyo hacía un ruido agradable al saltar sobre su lecho de rocas. Cuando era joven, Paula solía quitarse los zapatos, recogerse los pantalones y chapotear en el agua fresca, gozando al sentirla en su piel. Pero esos días habían pasado hacía mucho, reflexionó con nostalgia, recordando ese tiempo libre de preocupaciones. Para no entristecerse, volvió la cabeza y se asombró de la cantidad de comida que Pedro sacaba de la canasta.
—¡Has traído provisiones para alimentar a un ejército!
—Lo mejor de un día de campo es la comida —replicó él y algo en su tono y en su mirada le dio a Paula la incómoda sensación de que la estaba probando.
¿Quería ver qué firme esa su resolución? Era la única explicación posible a las bandejas de pastelillos deliciosos cuando él añadió al resto de los platos. ¿O había visto algo que le recordaba a Paulina Schulz y pretendía que ella misma se delatara? A los diecisiete, no hubiera dejado de probar cada uno de los platos que Paula llevaba, pero Paula era una persona diferente y lo demostraría. No le resultaba muy difícil, pues había adquirido una disciplina de hierro a través de los años. Se sirvió carnes frías y ensalada, consciente de que Pedro la observaba, y esa mirada fija la puso tan nerviosa que su mano tembló al poner unas rebanadas de tomate sobre su plato.
Cuando acabó de servirse, se puso tensa, esperando oír un comentario irónico y dispuesta a responder de igual forma. Sin embargo, Pedro guardó silencio, aunque apretó los labios al ver lo que se había puesto en el plato. «¿Qué me importa lo que piense?», se preguntó, molesta con Pedro y consigo misma.
La tensión se desvaneció cuando, olvidando su desaprobación, Pedro inició una charla ligera contándole lo que había hecho la semana pasada. También ella había estado muy ocupada, con varias sesiones de fotografía, que apenas le habían permitido respirar, así que se sentía feliz de poder sentarse y descansar. Disfrutó del relato, salpicado con un sentido del humor que la hizo sonreír sin reservas e incluso reír a carcajadas.
Así que, cuando Pedro terminó al fin de comer, apartó su plato a un lado y murmuró:
—Ven —a Paula le pareció la cosa más natural del mundo obedecerlo. Se sentó a su lado y apoyó la cabeza en su hombro, mientras él le pasaba un brazo por la cintura. Empezó a devolverle los besos en la boca con una facilidad que hubiera juzgado imposible poco antes.
Con esa sonrisa podía hipnotizar a una serpiente y su truco de mirarla constantemente a los ojos mientras hablaba la hacía sentirse muy especial, como si fuera alguien importante en su vida. Se obligó a recordar que era un truco y nada más. Demasiadas veces había leído las columnas de sociedad para ignorar que Pedro Alfonso iba siempre acompañado de una mujer, una belleza de la aristocracia, o una estrella de cine que iniciaba su carrera, aunque ninguna permanecía a su lado.
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