Se interrumpió de pronto.
—Cuando concibió al bebé, se llenó de curvas y eso le encantó. Santiago me lo describía.
Paula giró sobre sí misma para darle la espalda. No tenía razón para dudar de la veracidad de las palabras de Pedro y se sentía una tonta por haber llegado a una conclusión equivocada.
¿Qué clase de hombre era Pedro Alfonso? Creía que lo sabía, pero en las últimas semanas había llegado a dudar de sus juicios. No había intentado seducirla. Se había portado en todo momento como la personificación de la cortesía. Ni una vez había tratado de llegar más lejos de lo que ella deseaba lo cual, después de la técnica exigente e indigna de Facundo para conquistarla, le pareció una maravilla. Sin embargo, esa manera de actuar no concordaba con su arrogante declaración de que siempre que le gustaba algo, lo tomaba. ¿Ella le gustaba, o no?
Se volvió para mirarlo y no descubrió en su expresión el menor signo de amor, ni de deseo. Y no obstante, Luciana le había asegurado que… De repente se dio cuenta de que Pedro esperaba que hablara y se obligó a pronunciar las palabras pertinentes.
—Yo… me equivoqué por completo. Lo siento —su disculpa no pareció tener ningún efecto calmante sobre la ira del hombre.
—Debes sentirlo. ¿Comentaste eso con Luciana? —sus ojos la taladraron, como si quisiera leer la respuesta en su mente.
—¡Oh, no! —la sinceridad se reflejó en la voz de la joven.
Con alivio, vió que la tensión de Pedro disminuía y que sus hombros se relajaban.
—¡Gracias a Dios! —murmuró, preocupado—. La hubieras herido muchísimo.
Si sugeriste…
—¡No sugerí nada! —exclamó ella con rapidez—. ¡Pedro, tienes que creerme!
Volvió a estudiarla con intensidad.
—¿Quién fue, Paula? —le preguntó, sorprendiéndola.
—¿Quien fue, quién?
—El hombre, supongo que fue un hombre, el que destruyó tu vida, convenciéndote de que la apariencia es lo único que vale.
—¡No sé de qué hablas!
La miró con un gesto de escepticismo tal que la enfureció.
—¡Mi pasado no te interesa! —le gritó—. Pertenece a mi vida privada y te agradecería que no te metieras en lo que no te incumbe.
No era eso lo que deseaba decir. Quiso gritarle: «¡fuiste tú! ¡Tú, el que me heriste!». Las palabras le quemaban la lengua y tuvo que cerrar la boca por miedo a que se le escaparan.
—Me importa —la contradijo él, pero Paula no estaba dispuesta a dejarse impresionar.
—Pues es una lástima. ¡No tienes derecho, ningún derecho! No te pertenezco, Pedro Alfonso. Yo…
Se calló, silenciada por el brillo de los ojos grises. Había dejado al descubierto sus verdaderos sentimientos, destruyendo sin duda su única posibilidad de vengarse. Hubiera sido mejor confesarle la verdad y terminar con ese asunto. De una cosa estaba segura, podía olvidarse de pasar una semana en Dales. Contuvo el aliento ante el dolor que le producía esa idea.
—Muy bien —decía Pedro en ese momento—, no puedo obligarte a que hagas confidencias, pero piensa en lo que te he dicho… quizás aprendas a conocerte mejor. Y tal vez la semana próxima…
—¿La próxima semana? ¿Quieres decir… todavía deseas que vaya a Dales contigo?
—¡Oh, sí! —replicó él con una voz tan baja que ella se estremeció sólo de oírla— . Quiero que me acompañes. Lo deseo más que nunca.
Paula no estaba preparada para el placer que las palabras de Pedro le provocaron. Esa sensación corrió por sus venas, como el calor del sol de verano, haciendo que su piel brillara y que sus labios se abrieran en una amplia y sincera sonrisa.
—¡Magnífico! —exclamó, impulsiva—. Me encantará ir.
Mucho, mucho después, tuvo que admitir que, al decir esas palabras, no había pensado en sus planes de venganza.
—¡Qué hermoso lugar! —la exclamación escapó de los labios de Paula cuando el coche tomó una curva del sendero montañoso y ante sus ojos apareció la cabaña donde pasarían una semana.
Era más pequeña de lo que había supuesto. Más firme y sólida que bonita, construida en una colina y rodeada de verdes campos.
Las piedras grises de sus muros causaban cierta sorpresa a los visitantes, acostumbrados al ladrillo y los cristales de los edificios de la ciudad. A cambio, un sentimiento de relajación y paz los invadía al instante. A Paula le pareció que había vuelto a su niñez.
En cuanto el coche se detuvo salió y se estiró, aspirando grandes bocanadas del aire tibio y puro. El trayecto desde Londres había sido largo, caluroso y extrañamente difícil. Había intentado conversar, pero Pedro, taciturno, le contestaba sólo con monosílabos. Al final, también ella había guardado silencio contentándose con observar cómo las áreas pobladas de la ciudad iban desapareciendo para dar paso a la campiña, más familiar a medida que se acercaban al condado donde había nacido.
—Uno se olvida de lo fresco que puede ser el aire en el campo —comentó y la alegría de su tono era natural, espontánea. Cuando se volvió a mirar a Pedro, le sonrió.
No hay comentarios:
Publicar un comentario