La casa de los Alfonso era tal como la recordaba. Bajo las luces del jeep, parecía erigirse como una criatura de piedra mitológica e intimidante. Paula apagó el motor y los faros y luego abrió la puerta. Se dirigió hacia la casa y tiró de la cuerda anticuada de la campana.
Se encendió una luz y un momento después, una mujer fornida y suspicaz abrió la puerta. Era obvio que no era una noche indicada para visitas sociales.
—¡Paula Chaves! —alzó las manos—. Eres tú, ¿verdad?
—Sí, señora Ross. ¿Se encuentra Pedro en casa?
—Este… será mejor que entres —estaba estupefacta—. Te estás mojando.
Paula entró al vestíbulo y el ama de llaves no salía de su asombro. Nunca antes un Chaves había entrado en esa casa.
—Está en la biblioteca —explicó al fin—. Le avisaré que estás aquí.
Paula se quitó el impermeable y se miró en un espejo. Debió ponerse un sombrero. Su cabello estaba mojado y su nariz estaba roja y brillante, pero su enojo no había desaparecido.
El amplio vestíbulo era sombrío. A la izquierda había una escalera que llevaba a los pisos superiores. Paula, mientras esperaba a que la señora regresara, sintió que el interior de la casa no era más cálido que el exterior.
—¿Y bien? —inquirió, molesta, al verla acercarse.
—El está ocupado por ahora y me ha pedido que lo esperes —explicó, apenada.
Paula aspiró profundamente y contuvo el impulso de ir a buscar a Alfonso. Él le daba a entender de esa infantil manera que nada de lo que la chica pudiera decirle le interesaba. Bueno, ¡pues ya lo veremos!, se dijo la joven.
—Ven a la cocina —ofreció la señora Ross—. Allí está un poco más caliente y acabo de preparar té.
Paula suspiró. La señora Ross no tenía la culpa de lo que sucedía y sería injusto que Paula desquitara su enojo con ella. La pobre ya debía sufrir bastante al tener que trabajar para ese cretino.
—Gracias, señora Ross —le sonrió—. Es usted muy amable.
—Sí… Bueno, estoy segura de que no te hará esperar mucho tiempo. Mientras tanto, podrás secarte el cabello.
Reacia, Paula la siguió a la parte trasera de la casa. Imaginó que la cocina sería una reliquia victoriana, de modo que recibió una grata sorpresa al entrar a una cocina moderna y bien iluminada, digna de estar en un hotel de cinco estrellas Los muros eran de un colorido azulejo y los mostradores estaban hechos de acero inoxidable. Había una enorme estufa eléctrica y un lugar para preparar la comida, equipado con todos los aparatos de la tecnología moderna. Paula hizo una mueca al recordar su propia cocina y pensó que la vieja Mirta se desmayaría al ver ese lugar; pero cuando tuviera más dinero, Paula renovaría la cocina de la casa…
La señora Ross encendió el calefactor eléctrico y le dio una toalla.
—Si quieres, puedes secarte el pelo mientras te sirvo el té.
Minutos después, la chica estaba sentada junto al calefactor y sostenía en las manos una taza de té con un poco de whisky La señora Ross fue al otro extremo de la cocina y la dejó sola, intuyendo que la joven no estaba de humor para conversar.
Paula bebió el té dulce y sus ojos azules brillaron con amargura, al recordar el fatídico día en que fue a Para Mhor.
La tormenta cayó de pronto y sorprendió a Paula. Un viento repentino le heló los huesos. El cielo se oscureció y unos negros nubarrones ocultaron el sol y mientras caían las primeras gotas de lluvia, se preguntó si debía seguir adelante o debía regresar al bote. Como la granja parecía estar más cerca, echó a correr sobre el pasto mojado. Por desgracia, había dejado el impermeable en la lancha.
Recorrió aproximadamente veinte metros, cuando un relámpago cayó, seguido casi de inmediato por un trueno ensordecedor. El viento ya arreciaba y el delgado vestido de algodón no la protegía contra la lluvia. Jadeó y echó a correr, con la cabeza inclinada. Cuando volvió a alzar la vista, ya no pudo ver la granja debido a la lluvia torrencial que caía del cielo.
Hubo otro rayo aterrador y Paula vió como se incendiaba un arbusto, a veinte metros de ella. Invadida por el pánico, se lanzó al suelo, en donde no representaría un blanco para los rayos. Nunca había presenciado una tormenta de relámpagos tan violenta como esa y empezó a temblar de miedo.
Los segundos pasaron y de pronto otro silencioso relámpago la cegó antes de que ella perdiera el conocimiento…
Alguien la sacudía y le frotaba las manos. Paula escuchó una voz que le decía que despertara, pero ella sólo quería seguir durmiendo.
—No, no… —masculló.
—Vamos, Paula, despierta —empezó a sacudirla con fuerza hasta que la vio abrir los ojos. La chica se encontraba en la granja. Estaba sentada en el suelo, apoyada contra un muro y Pedro estaba arrodillado junto a ella. La joven pasó saliva un par de veces, para hacer que desapareciera el zumbido de sus oídos. Sin embargo, sé percató de que la tormenta no escampaba.
—¿Qué… pasó?
—Te encontré, tirada en el suelo. ¿Estás bien?
—Estás todo mojado —musitó.
—No te preocupes por mí. ¿Te das cuenta de que casi mueres?
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