En uno o dos meses desaparecían y otra, igual de decorativa, las reemplazaba. Pues bien, eso no le sucedería a ella.
Más o menos una hora después, Pedro contempló el cielo y frunció el ceño.
—Creo que el tiempo nos traicionará. Esas nubes indican que va a llover.
Sorprendida, Paula siguió la dirección de su mirada y por primera vez notó que unas nubes grises tapaban la luz del sol. Sólo entonces se dio cuenta de que el calor de la tarde había desaparecido y que la atmósfera había refrescado de tal manera que, cuando el tibio cuerpo de Pedro se alejó de su lado, la hizo temblar.
—Será mejor que recojamos y volvamos al coche. Puede empezar a llover en cualquier momento.
Metió la comida en los cacharros y luego dentro de la canasta, con movimientos precisos y eficientes. Paula se apresuró a ayudarlo, lanzando miradas ansiosas al cielo. Las nubes se espesaban con rapidez y su humor empeoraba tanto como el clima. Sobre todo porque cada vez que sus manos rozaban las de Pedro al colocar la comida en la cesta, sentía extraños estremecimientos a lo largo de su columna vertebral. No le gustaba esa excitación tan parecida a la que la había dominado al conocer a ese hombre, así que dejó de ayudarlo y se concentró en sacudir el mantel con un movimiento brusco y agresivo, antes de doblarlo en cuatro.
—Todo listo —anunció Pedro, echándose el mantel sobre un hombro y alzando la canasta—. Creo que tendremos que correr.
Las primeras gotas empezaron a caer antes de que llegaran al coche. Paula se tambaleaba sobre las sandalias de tacón. En unos cuantos minutos, el pelo, peinado con tanto cuidado, se le pegó a la cara y tuvo que parpadear con fuerza para poder ver a través de las gotas de lluvia.
Al fin llegaron al coche y la chica entró con un suspiro de alivio mientras Pedro metía la cesta y el mantel en el maletero.
—¡Qué chapuzón! —exclamó, riéndose, al sentarse al lado de Paula. Rápidamente encendió el motor y la calefacción—. No te preocupes, en un momento nos secaremos.
La chica no lo escuchó. Estaba revolviendo el interior de su bolso, buscando un espejo.
—¿A dónde quieres ir ahora? —preguntó Pedro.
—No sé… —su voz se debilitó al verse en el pequeño espejo. Aparte del pelo pegado a la cara, se le había corrido el rímel. Volvió a meter la mano en el bolso, buscando pañuelos desechables para limpiarse.
—¿Paula? —una nota de impaciencia tiñó la voz del hombre.
—Yo…
Se revisó la cara. Las manchas negras desaparecieron, pero también el resto de su maquillaje, llevándose con él su seguridad personal, de manera que la pretensión de que Paulina Schulz no existía se convirtió en una burla. Nunca atraería a Pedro en ese estado.
—Quiero irme a casa.
El silencio del hombre se hizo amenazador.
—Quiero irme a casa —repitió, con menos firmeza.
—¿Para qué?
—Yo… mi pelo está empapado…
—Ya encendí la calefacción. Pronto se secará.
Sí, se secaría, pero no estaría peinado como a ella le gustaba. Si lo dejaba en su estado natural, se rizaba y se convertía en una masa sin forma, muy parecida a la que Pedro había visto el día que la conoció.
—Quiero irme a casa. Estoy mojada, tengo frío y…
—¡Maldición, Paula! —la interrumpió, furioso—. Sólo se trata de un poco de lluvia, no de una catástrofe para que te pongas histérica. No vas a derretirte.
—¡No estoy histérica! —repuso, humillada por el sarcasmo con que la había tratado—. Y ya sé que no voy a derretirme, pero eso no impide que esté fría e incómoda. Todo lo que quiero es tomar un baño caliente y ponerme ropa seca lo antes posible, así que te agradecería que empieces a conducir y me lleves a mi casa.
Durante un largo, silencioso momento, los ojos verdes se enfrentaron a los grises, los de él pensativos, los de ella brillantes de indignación. Por fin, Pedro encogió los hombros y puso las manos sobre el volante. El coche empezó a moverse y Paula lo miró de reojo. Estaba muy serio. También ella estaba enfadada, pero no le convenía pelear con él en ese momento. La relación no había madurado y debía mostrarse dulce y complaciente si quería llevar a cabo su plan. Aunque, ¿acaso quería seguir adelante? Pedro Alfonso la hacía sentir incómoda y sus emociones se mezclaban de tal modo en su interior que no podía definirlas. Quizá fuera preferible olvidar la idea.
«¡No!». Rechazó la idea mientras se formaba en su mente. Sería más fácil, pero no satisfactorio. Deseaba vengarse de los comentarios humillantes que había hecho y demostrarle que no podía tratar a las mujeres como objetos, sin preocuparse de sus sentimientos; para lograrlo, necesitaba una reconciliación. Con esfuerzo, se obligó a extender una mano y tocar suavemente el brazo de Pedro.
—Me comprendes, ¿verdad? —preguntó en un susurro—. Tú también debes estar empapado.
Pedro no apartó la mirada del camino.
—Me mojé un poco —contestó fríamente—. Ya me estoy secando.
Era cierto. El algodón de su camisa apenas estaba húmedo y Paula pudo sentir la tibieza de su piel bajo la tela. La sensación la inquietó y llamó su atención hacia otros detalles: la fuerza de los músculos, la manera en que la ropa acentuaba las líneas del pecho y los hombros, el sutil aroma de su cuerpo, tan cerca del suyo. De repente, le pareció que el espacio del coche se reducía. Luchó para no apartar su mano.
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