Quien las presentaba era Sergio Bowen, el mismo hombre que las había recibido esa noche. «El esclavo del director», se dijo Paula con cinismo. Ellas todavía no podían aspirar a que las atendiera el dueño.
—Ésta es la señorita Zaira Nara.
Paula miró de reojo a Pedro. ¿Había cambiado mucho en los últimos años?
No, el tiempo apenas lo había afectado. Quizá tenía ligeras arrugas alrededor de los ojos y la boca, pero las facciones eran las mismas. Poseía una mandíbula cuadrada que proclamaba una confianza en sí que rayaba a la arrogancia y un don de mando que era casi agresivo; cualidades que lo habían llevado a la posición en que se encontraba a los treinta y cuatro años.
De cuerpo, parecía más sólido, pero sus caderas y su cintura seguían siendo delgadas, señal de que se mantenía en buena forma física. La única nota suave en su persona era el pelo castaño ondulado, que le caía sobre la frente dándole el aire de un muchacho. Pero Paula lo conocía demasiado bien para dejarse engañar.
—Y, desde luego, la estrella de la exhibición, la señorita Paula Chaves.
Con un sobresalto, comprendió que la conversación con Zaira había concluido y que el pequeño grupo de personas había continuado su ronda. Pedro Alfonso estaba delante de ella y le tendía la mano para saludarla.
—Es un placer conocerla, señorita Chaves.
Rodeado y agasajado por sus empleados, especialmente por su subdirector, parecía un miembro de la familia real.
—Desde luego, su nombre y su cara me son familiares. Estoy encantado de que haya tenido tiempo para este trabajo. Sé que está muy ocupada.
—Sí, tengo muchos compromisos —la sonrisa de Paula era graciosa, pero fría, profesional, y lo miró a los ojos grises, casi negros—, pero no podía negarme a pasar la ropa de Rafael.
Le agradó poder decirlo; significaba que eran los vestidos de uno de los más conocidos diseñadores lo que la había atraído, no la fama de los hoteles Alfonso, por muy prestigiosos que fueran.
Pedro Alfonso asintió.
—He visto sus creaciones, son asombrosas.
¿La había reconocido? Su mirada fue tan aguda e inquisitiva que Paula sintió un estremecimiento por la espalda. Pero no, esos ojos oscuros no habían descubierto su secreto. Pedro se limitaba a mantener una conversación social.
—Sí, sus vestidos son verdaderos sueños.
—Y estoy segura de que su belleza aumentará la elegancia del diseño.
«Muy adecuado, señor Alfonso». Paula bajó las pestañas e inclinó la cabeza como indicación condescendiente de que aceptaba el piropo. Sí, Pedro poseía todos los encantos de la buena educación y su voz profunda parecía encerrar una nota de sinceridad.
—Rafael saca el mejor partido de cualquier mujer —replicó—. Sabe cómo destacar la silueta femenina.
—Su silueta no necesita que la destaquen —su mirada recorrió con atrevimiento las formas más íntimas del cuerpo de la modelo. Paula había visto el mismo brillo en los ojos de muchos hombres; también en las pupilas de Simon Blake cuando la conoció—. Usted podría hacer que un saco de patatas pareciera un diseño de París.
«Y apuesto a que le dice lo mismo a todas las mujeres que conoce», pensó Paula, pero el desdén se combinaba con la satisfacción de comparar el cumplido de Pedro con la descripción que había hecho de ella la última vez que la había visto.
—Le traeré una copa, permítame…
Alzó una mano y un camarero apareció de la nada, con una bandeja llena de vasos. Paula aceptó el vino blanco que le ofreció, esperando que una vez cumplidas las formalidades, Pedro se reuniera con Sergio Bowen y el resto del grupo. Para su sorpresa, prefirió quedarse allí.
—Dígame, ¿qué le ha parecido Argyle?
—Me gusta lo que he visto, en general, aunque no sea mucho: el vestíbulo principal y el comedor.
Había un ligero temblor en la voz de Paula. Se daba cuenta de que Pedro la había separado de las otras modelos y volvía a sentir esa extraña sensación en la boca del estómago. Tomó un trago de vino para que desapareciera.
—¿Le gustaría ver el resto del edificio?
«No contigo, muchas gracias», quiso replicar, pero esa respuesta hubiera traicionado lo que sentía hacia él, así que optó por mostrar un interés superficial.
—Me agradaría ver qué clase de servicios ofrecen —le resultó imposible resistir la tentación de darle un tono provocativo a su respuesta—. He descubierto que las habitaciones de los hoteles son adecuadas para los varones, pero si desea atraer a las mujeres de negocios, tendrán que añadir varios detalles.
—¿De verdad? —por un momento, adoptó una expresión pensativa—. Quizás deba usted darme su opinión al respecto.
Antes de que comprendiera lo que pretendía, le quitó la copa de la mano, la dejó en una mesa, le pasó el brazo bajo el codo y la condujo hacia la puerta.
—¿Ahora? —Paula no fue capaz de ocultar su asombro.
—¿Acaso podríamos encontrar mejor oportunidad?
—Pero, ¿no nos echarán de menos?
Pedro descartó la posibilidad con un encogimiento de hombros.
—Ya cumplí, he sido cortés con la gente importante. Ahora tengo derecho a divertirme un poco. Y además, el administrador del personal, José, es capaz de solucionar cualquier problema; de otra manera no lo hubiera contratado.
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