jueves, 26 de noviembre de 2015

La Traición: Capítulo 1

Paula miró las cifras con molestia. Una cosa era segura. Si había otro, año igual de malo que los últimos dos, la propiedad se iría a la ruina. Suspiró y se sirvió otra taza de café.

Afuera, una fuerte lluvia azotaba las ventanas de la sólida casa de granito. Las luces de la amplia cocina se apagaron. Instantes después, los generadores de emergencia se encendieron, al igual que los focos. La joven reparó en que tenía que revisar el nivel del tanque de gasolina. No dudaba que Mirta, su ama de llaves, tuviera una buena reserva de velas y fósforos, mas no quería usarlos.

Afuera, oscurecía con rapidez. Paula consultó el reloj. Ya era hora de que Luis estuviera de regreso. Él y su hijo habían ido a asegurarse de que no hubiera obstáculos en el tramo de Loch Bhuied. Con todo lo que había llovido en fechas recientes, era posible que el brazo de mar se desbordara y que convirtiera muchos acres del terreno en un pantano inservible.

Terminó su café y volvió a revisar las cuentas. Debía haber una forma de recortar los gastos para soportar esos difíciles tiempos de recesión, hasta que los ricos turistas alemanes y japoneses, volvieran a visitar la propiedad en sus visitas guiadas.

Claro, existía una solución más simple: la última oferta que le hizo el abogado de Alfonso, basándose en un examen objetivo de la situación financiera actual y futura. ¿De dónde sacaban esa información?, se preguntó la chica por enésima vez. Si se tratara de otra persona, quizá tomaría ese ofrecimiento en consideración; pero, tratándose de ese tipo, Paula prefería someterse a cualquier clase de sacrificio, en vez de aceptar.

Pedro Alfonso provenía de una familia de bandoleros y ladrones. Se comportó en forma muy arrogante con el difunto padre de la joven. De estar vivo, Miguel lo habría estrangulado.

Sin embargo, con la cantidad de dinero que ese individuo le ofrecía, Paula podría comprarse un apartamento de lujo en la zona oeste de Edimburgo y vivir sin preocupaciones durante el resto de su vida. Por desgracia, Pedro podía mostrarse generoso. Las plagas, la hambruna y las recesiones jamás habían afectado al clan Alfonso.

Además del hotel y la mitad de las casas y tiendas de Kinvaig, Pedro poseía la mayor parte de los barcos pesqueros del puerto, la destilería de Glen Hanish y una granja de piscicultura. Incluso exigió una compensación al gobierno, por no poder plantar árboles en una zona que era clasificada como de “interés científico”. Sólo un Alfonso se habría dado cuenta de una estúpida legislación como esa, para tomar ventaja.

Sin embargo, ninguno de ellos pudo apoderarse de la propiedad de los Chaves, que se encontraba en el lindero norte de su terreno. Siglos atrás, se entablaron fieras batallas por poseerla. Ahora, el último descendiente de este clan, intentaba realizar con la pluma de un contador, lo que sus ancestros no pudieron conseguir con los mosquetes y los sables.

Paula tenía una razón más amarga, aparte del recuerdo de las rencillas familiares, para odiar a Pedro Alfonso.

Cinco largos años, no eran suficientes para borrar la forma en que él la trató; y las cicatrices provocadas, jamás sanarían.

De pronto, los faros distantes de la camioneta iluminaron, las ventanas y Paula llamó a Mirta.

—Ya puedes poner la mesa, Luis ya está de regreso.

—Lo habría hecho hace media hora —rezongó la señora—. No sé por qué no puedes revisar tus cuentas en la biblioteca, como lo hacía tu padre, en vez de estorbarme todo el tiempo.

—Hay más luz y calor en la Cocina —señaló la chica—. Además, sabes tan bien como yo, que papá nunca entraba a la cocina porque decía que era un sitio sólo para las mujeres.

—Te he dicha infinidad de veces que las cocinas son para cocinar. En mi opinión, te estás volviendo tan terca como tu padre.

Paula intentó ocultar su sonrisa. Sólo en las Tierras Altas de Escocia se encontraban personas como Mirta. Eran empleados fieles, pero nunca dejaban de dar su opinión.

La puerta de la cocina se abrió y Luis acompañado de su hijo adolescente, entró. El guardabosque cargaba a un cervato y lo colocó con cuidado en el piso.

—Pobrecito —Paula se inclinó para acariciarlo ¿Te perdiste? —miró al hombre ¿En dónde lo encontraste?

—Primero vamos a comer y luego te lo diré. Es una historia muy larga —se quitó su impermeable y se sirvió una cantidad generosa de whisky. Parecía estar muy molesto y Paula decidió no presionarlo.

El aroma del asado impregnó la cocina y mientras los demás comían con apetito, la joven le dio un poco de leche al cervato, utilizando una botella para bebé.

Era raro que un ciervo tan pequeño se separara de su madre, pero a veces sucedía. El problema era que se volvían muy dependientes de los humanos, y cuando eran regresados a las colinas, tenían pocas probabilidades de sobrevivir solos.

Cuando terminó de comer, Luis sacó algo de su bolsillo y lo depositó en la mesa.

—Una flecha —gimió Paula, pálida.

—Sí —gruñó el guardabosque—. Malditos cazadores. La madre de este pequeño está muerta. La metí en la camioneta para traerla hasta aquí.

Paula cerró los ojos, invadida por la rabia. ¡Ya eran demasiados problemas!

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